Retenci¨®n del paisaje
Hace justo una d¨¦cada, cuando comenzaba a despuntar ya entre los j¨®venes de mejor cabeza e inter¨¦s mayor del relevo generacional que se incorporaba, por aquel entonces, a la escena art¨ªstica espa?ola, Antonio Murado (Lugo, 1964) planteaba, recuerdo, una muy peculiar estrategia de actuaci¨®n en su pintura, mediante la puesta en marcha de procesos que, pese al aparente preciosismo aristocr¨¢tico del resultado final, ten¨ªan sin embargo mucho de aleatorios -el flujo natural de expansi¨®n del color sobre el lienzo horizontal, el goteo de disolvente sobre una capa uniforme de ¨®leo-, sin apenas intervenci¨®n del artista, salvo en la elecci¨®n y detenci¨®n del ciclo.
A trav¨¦s de ese distanciamiento, Murado ven¨ªa a romper con el compulsivo ¨¦nfasis subjetivo de la d¨¦cada de los ochenta, pero, lejos de una mec¨¢nica reacci¨®n pendular hacia los confines opuestos de la atermia pop o la abstracci¨®n anal¨ªtica, hac¨ªa suyo una suerte de limbo de equivocidad donde lo cerebral y lo sensible ven¨ªan a pactar una singular alianza. De aquella ecuaci¨®n nace mucho de esa espacialidad indiferenciada e ingr¨¢vida que ha caracterizado a las series ulteriores del pintor lucense, ya fuera en las constelaciones de p¨¦talos, en la neblina de sus pizarras o la obsesiva germinaci¨®n de las mara?as.
ANTONIO MURADO
Pintura. Galer¨ªa Metta Marqu¨¦s de la Ensenada, 2 Madrid Hasta el 25 de noviembre
Y del mismo cruce inefable entre azar y precisa retenci¨®n surge tambi¨¦n la deriva de ese reencuentro con la resonancia del paisaje que abre el ciclo de pinturas recientes que Murado presenta hoy en su nueva muestra madrile?a. El mar ante todo, fragmentos de cielos sembrados de nubes, imaginarios ambos que el propio artista define como pinturas abstractas en constante movimiento, centran el horizonte de referencia de la serie gestada en su estudio neoyorquino en el curso de este a?o.
De hecho, no resultan ajenos
a la din¨¢mica visionaria puesta en marcha en estos trabajos, concretados incluso en alguna de las piezas de ambici¨®n mayor, los ecos despertados por determinados arquetipos esenciales en la memoria del paisaje. En ese sentido parece l¨ªcito intuir la sombra espectral de Friedrich tras el tenebroso y sobrecogedor conf¨ªn abismal del 'mar' negro de Murado, como nos acecha la ola de Hokusai en la explosi¨®n de espuma que enfrenta al craquelado muro ¨¢ureo en el gran d¨ªptico. Pero, aun as¨ª, no es tanto el rastro de ¨¦sos o alg¨²n otro sedimento erudito lo que centra en rigor la identidad del ciclo, como algo que se asocia de un modo m¨¢s ¨ªntimamente espec¨ªfico a la l¨®gica de evoluci¨®n en el hacer de Murado. Me refiero, claro, a esa certera y desconcertante retenci¨®n en un punto infinitesimal de equilibrio, que parece congelar el flujo de abstracci¨®n en incesante movimiento como en un fotograma, justo aquel donde alumbrar¨ªa su primer destello incipiente el fogonazo radical de una percepci¨®n objetiva. Y eso se traduce a la postre en el inquietante umbral de incertidumbre propiciado en la contemplaci¨®n de estos mares y cielos del ¨²ltimo Murado donde tan a menudo, como sepultada en las entra?as de la neblinosa marea del color, creer¨ªamos sospechar agazapada, en la suspensi¨®n del gesto, la implacable e inerte precisi¨®n de una instant¨¢nea.
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