Ya no tengo edad para estas cosas
Sobre mi cabeza, las palomas en la claraboya. Las patas n¨ªtidas en el cristal sucio, la sombra de los cuerpos, se?ores atildados que esperan yendo de un lado para el otro, en un and¨¦n de estaci¨®n, a un amigo que no llega. Todav¨ªa no ha pasado un mes desde que me sentaba todas las tardes en el murete adonde llega el coche de l¨ªnea para recoger a las personas que vuelven a Lisboa. A tres metros el quiosco y una perra con una llaga en la cadera: a veces se me acercaba, gimiendo. Aqu¨ª, lejos del quiosco, las palomas se marchan al hacerse de noche. ?A¨²n estar¨¢n la perra, el quiosco? Cuando era ni?o me dec¨ªan
-Presta atenci¨®n a la s¨¦ptima ola. La s¨¦ptima ola es diferente de las otras.
Qu¨¦ bueno o¨ªrla decir mi nombre. Siempre me hizo sentir que mi nombre, Ant¨®nio, era yo
Nunca llegu¨¦ a entender cu¨¢l era la s¨¦ptima ola, la diferente de las otras. Lo que m¨¢s recuerdo son las manchas de las nubes en el agua. O bancos de algas. El ba?ista con la mano, a guisa de visera en la frente, que prolongaba la boina blanca. Voces. Heme aqu¨ª ahora sordo del o¨ªdo izquierdo, del lado del coraz¨®n. Ninguna paloma espera. En aquella silla un mu?eco sin nariz. Si no enciendo la luz, dejo de distinguirlo. Ya a duras penas llego a ver lo que escribo. Buenas noches, mu?eco de pelo anaranjado y redondos ojos negros. Adi¨®s.
Las cosas tan quietas, mesas, muebles. Un peque?o sof¨¢ de mimbre con dos cojines y mi blus¨®n encima, dejado al azar. Un pupitre min¨²sculo, de colegio, una tulipa de pl¨¢stico, algo de despedida en esto, y pensar que habr¨¢ otros d¨ªas sin m¨ª, otras ma?anas. Palomas, quioscos, olas. Dejar¨¦ unos libros por ah¨ª, unos recuerdos, algo que se escapa de las fotos, con ¨¦sos a quienes quise, que se borran. Facciones que no existen, sonrisas. Ropa que ha pasado de moda. ?Qui¨¦nes fuisteis? Nos conocemos tan mal, me da pena que nos conoci¨¦semos tan mal. Ganas de pedir
-Esperadme
y no esperan: se borran, no dejan de borrarse. Ecos de risas por la casa antigua. Quer¨ªa tener barba, cambiar de voz. Sue?o con los mangos de ?frica: me tumbo y all¨ª est¨¢n, enormes, en medio de la humedad neblinosa. Despu¨¦s desaparecen. La hierba arde. Mi hija comenz¨® a andar en Angola: de pared a pared, muy despacio. Esa alegr¨ªa se mantiene. No pares. Por favor, no pares. Me quedo en el murete de los coches de l¨ªnea vi¨¦ndote andar. Unos cuantos murci¨¦lagos en los mangos. Y t¨² con los brazos extendidos hacia el furriel. A m¨ª s¨®lo me extiende los brazos una camisa puesta a secar en la cuerda, en el edificio con el cafet¨ªn en la parte baja. Pueden parecer vac¨ªos pero no lo est¨¢n: hay alguien all¨ª dentro que me llama, tiene que haber alguien all¨ª dentro que me llama: las camisas deshabitadas no llaman a nadie. Tal vez pueda ser mi hija. Tal vez puedas ser t¨². No: es mi t¨ªa, se la reconoce perfectamente
-Ant¨®nio
se reconocen perfectamente sus gestos. El mu?eco de pelo anaranjado sonr¨ªe. Di otra vez mi nombre, ten paciencia. Qu¨¦ bueno o¨ªrla decir mi nombre. Siempre me hizo sentir que mi nombre
-Ant¨®nio
era yo. A veces un enano se sienta a mi lado en el murete de la playa. Usa un bast¨®n y cojea. Viene de all¨ª arriba tambi¨¦n, muy despacio, empujando con la rodilla la pierna muerta. Se queda respirando con fuerza, comprobando las monedas del bolsillo, mezcladas con una navaja de n¨¢car, papeles arrugados, llaves. En el balconcillo de la pensi¨®n una mujer con rulos en la cabeza tiende toallas al sol. Su nariz brilla por la crema. Si estuviese aqu¨ª ahora iluminar¨ªa la oscuridad, al mu?eco, a m¨ª. El marido surge detr¨¢s de ella y le da una palmada en el culo. Ternuras. A¨²n quedan hombres como es debido. A la desagradecida de los rulos no le hace gracia la palmada, suelta la toalla, se indigna. Es dif¨ªcil de tomar en serio a una persona con crema en la nariz. Reparo
que Dios me perdone
en que tiene, por as¨ª decir, nalgas bonitas. El enano, que es peque?¨ªn pero galante, lanza silbidos de aprobaci¨®n. ?Qui¨¦n fue el que dijo que los enanos lloran muy bajito?
Me dan ganas de coger al mu?eco en brazos pero ya no tengo edad para estas cosas. Son las ocho y la claraboya se ve m¨¢s n¨ªtida que la sala. Escribo pr¨¢cticamente a ciegas y las l¨ªneas se montan unas a otras en el papel. Casi no existo. Existe el mu?eco anaranjado, la tulipa de pl¨¢stico, objetos que se van amortajando en el silencio. La brisa de la noche empuja las mangas de camisa hacia m¨ª. La perra de la llaga en la cadera corre por la playa. El quiosco cerrado con las contraventanas. El marido de la mujer con rulos, ofendido porque no captan su sentido del humor, le hace cortes de mangas al enano. El furriel pasea con mi hija en brazos. Hay ocasiones en las que un hombre siente que ha dejado de vivir tantas cosas que, si no fuese porque es t¨ªmido, aceptar¨ªa el abrazo de la camisa. Puede ser que a¨²n tenga edad para algo as¨ª.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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