La contumacia del error
Desde el 11 de septiembre, hay cierta paranoia de atentados terroristas en Par¨ªs. Para entrar en la Tr¨¦s Grande Bibliotheque hay que vaciar la cartera o la mochila, pasar bajo un arco detector de metales y eventualmente someterse a los cacheos de los conserjes. Todo objeto punzante o cortante lo requisan los risue?os bedeles ¨¢rabes y lo guardan en bolsas de pl¨¢stico parecidas a las que usan los forenses, de donde el visitante lo recupera a la salida. Nada de tijeritas de u?as, limas ni cortaplumas en la biblioteca, no fuese que alg¨²n talib¨¢n disfrazado de erudito las usara como arma para secuestrar a la tripulaci¨®n y hacer despegar la biblioteca de su enclave cercano al Jardin des Plantes para estamparla contra la torre de Montparnasse. Cada ma?ana se forman a la entrada colas de estudiosos que esperan pacientemente bajo la lluvia a pasar por el aro y a que les despojen de sus objetos agudos o contundentes, entre los cuales he visto m¨¢s de una gillette (no s¨¦ para qu¨¦ las llevan esos exc¨¦ntricos, quiz¨¢ entre la consulta de uno y otro infolio les apetece afeitarse en los lavabos).
En la Biblioteca de Francia unas mamparas resguardan los libros de la luz solar. En la plaza de Catalu?a de Par¨ªs el error tambi¨¦n est¨¢ presente
Como sabe el lector, esta estupenda biblioteca es el memento, la pir¨¢mide que el presidente Miterrand erigi¨® en memoria de s¨ª mismo. Por eso, y porque Francia tiene la gentileza de honrar a sus presidentes en vez de matarlos o emperrarse en encarcelarlos, el Beaubourg se llama ahora Centro Pompidou, y la Muy Grande Biblioteca, Biblioteca Mitterrand (claro que a la entrada de ¨¦sta se puede ver tambi¨¦n una gran placa de bru?ido metal que informa de que el d¨ªa tal del a?o cual fue inaugurada por el presidente de la Rep¨²blica, monsieur Jacques Chirac. No hay defecto m¨¢s divertido que el de la vanidad).
La entrada cuesta 20 francos al d¨ªa, o 200 por un pase anual. El interior es confortable, pr¨¢ctico, ideal: en la planta baja est¨¢n las espaciosas salas de consulta, repartidas tem¨¢ticamente (literaturas, artes, ciencias, inform¨¢tica, sala de prensa, con toda la del mundo, etc¨¦tera), a las que se accede por corredores palaciegos, alfombrados, perfectamente silenciosos. El piso m¨¢s bajo se reserva para los que han acreditado investigaciones acad¨¦micas. Los libros que reclaman llegan a sus mesas en el tiempo r¨¦cord de 20 minutos. Esos libros est¨¢n almacenados en las cuatro torres de cristal que se elevan en las cuatro esquinas y cuya forma sugiere otros tantos libros abiertos. Ahora bien, esa configuraci¨®n es un error monumental, pues los libros quedan expuestos a la agresi¨®n del sol. De manera que ha habido que protegerlos forrando las torres de arriba abajo con paneles de madera. Una chapuza car¨ªsima. Todo esto levant¨® en su d¨ªa una pol¨¦mica en la que es imposible no volver a pensar cuando uno ve las cuatro torres recort¨¢ndose contra el cielo encapotado de Par¨ªs. Lecci¨®n de modestia la que brinda este templo del conocimiento.
El ego de un gran arquitecto, en cuyo trabajo se re¨²ne la excelencia t¨¦cnica, la est¨¦tica y la utilidad pr¨¢ctica, materializadas adem¨¢s en dimensiones monumentales y en materia dura, ha de tener satisfacciones grandes. Tambi¨¦n los errores de los arquitectos se cuentan entre los m¨¢s contumaces de todos los errores. Se ofrecen a la vista con una implacable inmediatez, f¨ªsica y perdurable, ininterrumpida, pues mientras la obra permanece en pie, el error se sigue cometiendo incesantemente. Recuerdo haber paseado un d¨ªa de aguacero por la plaza de Catalu?a de Par¨ªs, formada por c¨®ncavos edificios en piedra rosa y cristal. Iba charlando animadamente con un amigo, joven y excelente arquitecto que, despu¨¦s de trabajar largos a?os en el estudio de Bofill, vol¨® por su propia cuenta y riesgo, con gran ¨¦xito, por cierto. 'Siempre que paso por esta plaza me deprimo', dijo, bajando la voz, 'porque el burro del arquitecto la proyect¨® sin pensar que durante buena parte del a?o en esta ciudad llueve, de forma que no dot¨® los tejados de saledizos y ahora el agua baja por las fachadas dejando a su paso esos churretones negros. ?Ves? La plaza tiene 10 a?os, pero aparenta 50'.
En efecto, la mugre enlutaba las fachadas como galas funerarias. 'S¨ª, chico, el arquitecto meti¨® la pata', le dije, 'pero eso a ti ?por qu¨¦ ha de angustiarte?'. Se encogi¨® de hombros y respondi¨®: 'Porque el arquitecto soy yo'. Entonces me fij¨¦ en que, efectivamente, la plaza presentaba las columnas solemnes y las grandes cristaleras caracter¨ªsticas del estilo neocl¨¢sico o posmoderno de Bofill. Tragu¨¦ saliva. Luego murmur¨¦ alguna vaguedad consoladora sobre la sencilla enmienda que ten¨ªa el error. 'Bastar¨ªa con a?adir... ?No se podr¨ªa...?'. Mi amigo callaba. Cruz¨¢bamos la redonda plaza bajo el aguacero, en el centro de su error, rodeados por todas partes de error.
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