Construcci¨®n de la campana
Los pintores de iconos eran, en realidad, 'escritores de iconos' que consideraban su pintura una oraci¨®n. M¨¢s que el resultado, la obra, fundamental para el arte de Occidente, adquir¨ªa importancia el proceso, la acci¨®n, o la plegaria que implicaba. Quiz¨¢ por eso el gran icono de la ¨¦poca cl¨¢sica -no as¨ª el moderno, demasiado abigarrado- siempre suscita en el espectador una parad¨®jica sensaci¨®n de apertura. Fruto de c¨®digos r¨ªgidos, que apelan a la reiteraci¨®n, aparece como delicadamente permeable, con los poros abiertos hacia un fondo secreto. El espectador occidental, acostumbrado a la descripci¨®n expl¨ªcita, debe aprender algo que el de la Europa oriental ya sabe: bajo el hieratismo hay el movimiento apenas contenido de la emoci¨®n.
El pintor de iconos cree en el arte, pero cree todav¨ªa m¨¢s en la fe, sin la cual aqu¨¦l no tiene literalmente sentido. Tal vez por esto creo que para poseer las claves de la magn¨ªfica exposici¨®n que se ha inaugurado en la Pedrera de Barcelona nada hay m¨¢s oportuno que evocar la pel¨ªcula de Andr¨¦i Tarkovski Andr¨¦i Rublev, una obra sobre el mayor pintor ruso de iconos pero, simult¨¢neamente, sobre la relaci¨®n ¨ªntima, tan a menudo inconfesable, entre arte y fe (no fe religiosa o ideol¨®gica, sino simplemente fe).
Lo que esencialmente le interesa a Tarkovski de la vida de Andr¨¦i Rublev es este conflicto y, as¨ª no es de extra?ar que el gui¨®n de la pel¨ªcula aludiera a La pasi¨®n de Andr¨¦i: el peregrinaje inici¨¢tico de un hombre, excepcionalmente dotado para el arte, que debe renunciar a su condici¨®n de artista para, tras cierto acontecimiento decisivo, e inesperado, renacer. Un asunto, por tanto, que desborda la estricta tradici¨®n del icono para entroncarse con las grandes crisis de la creatividad art¨ªstica en las que, de manera directa o indirecta, estalla el mismo conflicto que atormenta a Andr¨¦i Rublev. Lo hallamos, en estado puro, en los sonetos del viejo Miguel ?ngel o en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rainer Maria Rilke.
El peregrinaje de Andr¨¦i Rublev a trav¨¦s de los monasterios y las estepas rusas tiene lugar durante el primer tercio del siglo XV, la misma ¨¦poca en la que Masaccio pinta sus grandes obras en la Toscana natal (es elocuente comparar los Cristos de uno y de otro como polos entre los que se tensa todo el arco de la pintura europea). Cuando es llamado por Feof¨¢n el Griego, el principal maestro del momento, para que vaya a pintar a Mosc¨² se apodera de Rublev la violenta incertidumbre acerca de la verdad de su arte.
A partir de este arranque, Tarkovski dibuja con firmeza y precisi¨®n -sin un solo fotograma de m¨¢s- las escenas de una pasi¨®n que conduce a la duda dolorosa y al repudio del propio arte. Sucesivamente pasan ante la conciencia de Andr¨¦i Rublev, como ante los ojos del espectador, las im¨¢genes de un viaje radical: la miseria del pueblo, la violencia de los ej¨¦rcitos, la servidumbre de la Iglesia, el choque de la lucidez y la locura, y m¨¢s all¨¢, en el invisible trasfondo del escenario, el sufrimiento de un Cristo desamparado por un Dios abismal.
Si en adelante Rublev se niega a
pintar el Juicio Final, como hacen profusamente sus compa?eros rusos y occidentales, para 'no asustar a la gente' hay un argumento profundo que ilumina toda su conducta y que Tarkovski sintetiza lapidariamente recurriendo a la Ep¨ªstola de san Pablo: no hay conocimiento sin amor. La suerte est¨¢ echada. En un mundo sombr¨ªo, cruzado por la destrucci¨®n y el expolio, apenas cabe el recurso a un instrumento tan fr¨¢gil como la pintura. Tras la destrucci¨®n de la pintura de uno de sus altares por parte de los t¨¢rtaros llega la renuncia de Andr¨¦i Rublev. No puede seguir pintando 'porque nadie lo necesita'.
Comienza el tramo m¨¢s oscuro del peregrinaje del pintor. Perdida la fe quiere olvidar asimismo la t¨¦cnica. Deambula durante a?os sin pintar ning¨²n icono. Ha repudiado su propia obra (gran tema el del autorrepudio que proporcionar¨ªa una 'historia paralela' del arte, desde la furia destructora de Miguel ?ngel hasta el abandono de la poes¨ªa de Rimbaud o la quema de la continuaci¨®n de Almas muertas, realizado por Gogol). Y queda atrapado en una inquietante tierra de nadie a la que expulsan las grandes crisis creativas. En su caso, sin la belleza del arte y sin la paz del monasterio.
Hasta que llega el acontecimiento que modifica su destino. Para explicar la parte culminante de la pasi¨®n de Rublev, Andr¨¦i Tarkovski concibe una de las m¨¢s maravillosas met¨¢foras sobre el arte, con la historia, nuclear en la pel¨ªcula, de la construcci¨®n de una enorme campana bajo la direcci¨®n de un tercer Andr¨¦i que inspirar¨¢ tanto al realizador de pel¨ªculas, ¨¦l mismo, como al pintor de iconos que ha perdido la fe.
En 1423, a?o en el que transcurre la par¨¢bola, la peste y los t¨¢rtaros han acabado con todos los fundidores de campanas. Este hecho frustra las expectativas de los enviados del Pr¨ªncipe, quien est¨¢ ansioso por construir una gran campana que asombre a la delegaci¨®n italiana a la que espera. S¨®lo este tercer Andr¨¦i, un adolescente hu¨¦rfano del ¨²ltimo fundidor, asegura poseer el secreto de la construcci¨®n de la campana. Pese a la desconfianza, los delegados del Pr¨ªncipe se lo llevan consigo.
A partir de esta circunstancia, Tarkovski sumerge al espectador en un alud de im¨¢genes extra?amente gozosas que tienen en com¨²n la sutil presencia de una fuerza indescifrable que todo lo conmueve. Hasta el propio azar parece doblegarse ante la convicci¨®n de quienes, siguiendo las indicaciones del joven Andr¨¦i, trabajan en la construcci¨®n de la campana. Como un eco de la sentencia de san Pablo cada una de las fases es un acto de amor: la b¨²squeda de la arcilla adecuada, la conformaci¨®n del molde, el alimento del horno con la le?a.
Andr¨¦i Rublev, llegado casualmente a la regi¨®n, asiste mudo e impaciente al proceso hasta que llega el d¨ªa se?alado para el alzado y ruptura del molde. Todos los asistentes, encabezados por el Pr¨ªncipe y sus amigos italianos -m¨¢s bien esc¨¦pticos-, est¨¢n a la expectativa. Por encima de todos lo est¨¢ Andr¨¦i, el hu¨¦rfano del fundidor, que se aleja a un rinc¨®n. La duda cruza el aire: ?y si la campana no suena?
Cuando lo hace, con un sonido n¨ªtido y solemne, estalla la alegr¨ªa. Pero el joven Andr¨¦i llora: 'Mi padre no me hab¨ªa revelado el secreto'. Desconoc¨ªa la t¨¦cnica, ¨²nicamente ten¨ªa la fe. Rublev le consuela, aunque tambi¨¦n se consuela a s¨ª mismo porque aqu¨¦l es el d¨ªa de su renacimiento como artista.
Le espera la pintura de la Sant¨ªsima Trinidad, uno de los mayores ejercicios de fe jam¨¢s realizados desde el arte.
La exposici¨®n Iconos rusos se exhibe en La Pedrera, el centro cultural de Caixa Catalu?a en Barcelona, hasta el 17 de febrero de 2002.
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