El 'test' Auger
Aunque no falta quien se resiste a aceptarlo (claro que en medios muy apegados a cierta paleocultura de la jurisdicci¨®n), en las sociedades pluralistas, los jueces (sin excepci¨®n) -m¨¢s all¨¢ del m¨¢s b¨¢sico com¨²n denominador t¨¦cnico- no son cultural y, ni siquiera, jur¨ªdicamente del todo intercambiables. La mejor prueba est¨¢ en que a cualquiera que tenga que v¨¦rselas con la justicia le gustar¨ªa elegir al juez de su causa.
Precisamente, para hacer frente de manera racional a esta realidad innegable, se acu?¨® el principio del juez natural y se adoptaron ciertas cautelas complementarias, como el deber de motivar las decisiones y la posibilidad de reconsideraci¨®n de ¨¦stas por otras instancias. En todos estos recursos se expresa claramente la conciencia de la necesidad de distribuir de forma aleatoria entre los asuntos y los demandantes de justicia esas particularidades diferenciales de los jueces siempre significativas. Que lo son m¨¢s a¨²n en momentos de transici¨®n o de crisis y sobre todo en asuntos de alta temperatura.
Lo apuntado es algo que, en cambio, no ocurre de la misma manera en las sociedades monistas, por la raz¨®n de que proscrito en ellas el pluralismo lo est¨¢ tambi¨¦n cualquier coeficiente de diversidad en el interior de las instituciones. Y, muy en particular, de la que nos ocupa. De este modo, los jueces participan de una casi cl¨®nica homogeneidad, entre s¨ª y con la clase del poder, merced al punto socio-econ¨®mico de partida, a un tupido sistema de filtros y a un esmerado control ideol¨®gico que cubre y permea eficazmente todo el ejercicio de la funci¨®n.
Curiosamente, el modo m¨¢s convencional de entender, todav¨ªa hoy, la administraci¨®n de justicia no es sino una nada ingenua transposici¨®n de los perfiles de ese (anti)modelo autoritario y excluyente al plano de los principios. Lo que se hizo realidad en un determinado momento pol¨ªtico merced al genio organizativo (no precisamente democr¨¢tico) de Bonaparte, result¨® transubstanciado como deber ser intemporal de la magistratura. ?ste sigue latiendo en la conciencia y, quiz¨¢ m¨¢s a¨²n, en el subconsciente de muchos jueces y, desde luego, en cierto subconsciente institucional que inspira no pocas rutinas del rol. Por eso, lo cierto es que en la historia de los ¨²ltimos 150 a?os el ¨¢mbito de la jurisdicci¨®n ha experimentado una fuerte determinaci¨®n pol¨ªtica, que, dicho en jerga inform¨¢tica, ha operado por omisi¨®n, de ah¨ª su escasa visibilidad para quien lo mirase acr¨ªticamente y desde dentro. Ese sello gen¨¦tico es lo que explica la f¨¢cil y funcional integraci¨®n del llamado poder judicial, propio del Estado liberal de derecho, en experiencias dictatoriales como las del nazi-fascismo y otras m¨¢s recientes del cono sur de Am¨¦rica Latina.
Casos como el espa?ol del franquismo lo ilustran perfectamente. Y, para muestra un bot¨®n, rep¨¢rese en la confesi¨®n, hecha a la prensa, por un prestigioso magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, al comienzo de la transici¨®n democr¨¢tica: 'Cuando en Espa?a hab¨ªa una sola pol¨ªtica, algunos de nosotros la hemos servido, incluso con entusiasmo. Pero ahora que hay varias pol¨ªticas, lo procedente es abstenerse'.
Pensando en nuestro pa¨ªs, a partir de lo anterior, deber¨ªa ser pac¨ªfico que la pol¨ªtica no fue importada de contrabando en el sancta sanctorum de la magistratura preconstitucional por Justicia Democr¨¢tica, ni en la primera Asociaci¨®n Profesional de la Magistratura (APM) por Jueces para la Democracia. Se da incluso la circunstancia de que los postulados b¨¢sicos de Justicia Democr¨¢tica -recogidos en las conclusiones de su primero y ¨²nico congreso (previo a la autodisoluci¨®n)-, mantenidos en aguda pol¨¦mica con notables exponentes de la judicatura de la ¨¦poca que todav¨ªa no hab¨ªan tomado la decisi¨®n de abstenerse, hoy tienen estatuto constitucional. Y se recordar¨¢ la resistencia activa de alg¨²n sector de la magistratura a la aplicaci¨®n de la Constituci¨®n, aun despu¨¦s de que en Sig¨¹enza (diciembre de 1979), no con poco esfuerzo de algunos, se hubiera logrado introducir una menci¨®n expresa a los derechos fundamentales consagrados en ese texto, en los estatutos fundacionales de la APM.
Entonces, como ahora, el sector de la judicatura conocido como progresista no defendi¨® la politizaci¨®n y menos a¨²n una mayor politizaci¨®n de la funci¨®n judicial. S¨®lo llam¨® a las cosas por su nombre y quiso traer a primer plano de la observaci¨®n un dato siempre celosa y peligrosamente soterrado: que el ang¨¦lico universo de principios, supuesto patrimonio inmaculado de los hombres de toga, estaba tejido con materiales bastante m¨¢s groseros que los celebrados en la tediosa literatura oficial y corporativa. Que la contaminaci¨®n pol¨ªtica no hab¨ªa que negarla, sino, antes bien, hacerla evidente como dato y necesario objeto de atenci¨®n p¨²bica. Para favorecer la conciencia cr¨ªtica del juez acerca de la significaci¨®n de su propio papel y evitar posibles instrumentalizaciones de aquella procedencia.
El paso dado a partir de entonces no ha sido peque?o; y lo cierto es que hay un mayor nivel de aceptaci¨®n de la legitimidad de las diversidades pol¨ªtico-culturales de los jueces y, asimismo, mayor conciencia de que no es por la ocultaci¨®n, y menos a¨²n por la negaci¨®n, de esa dimensi¨®n de lo judicial como se trabaja por la efectiva imparcialidad del juez en el caso concreto. Adem¨¢s, podr¨ªa hablarse con todo fundamento de cierto derecho no escrito del justiciable a saber de qu¨¦ pie cojea el que le juzga. Precisamente porque las posiciones de ¨¦ste en el terreno pol¨ªtico-cultural, incluso religioso, sobre todo en ciertas materias conflictivas en esos planos, podr¨ªa no pasar sin consecuencias. En particular, cuando se da alg¨²n grado de militancia pr¨¢ctica asociada a la falsa creencia en una suerte de virginidad original.
La necesaria imparcialidad del juez (como la neutralidad valorativa del cient¨ªfico) no se obtienen por el milagroso efecto de alg¨²n folcl¨®rico acto parasacramental de investidura (de 'unci¨®n carism¨¢tica', habl¨® un cl¨¢sico contempor¨¢neo de nuestra literatura judicial-corporativa). Pero puede alcanzarse si media un compromiso fuerte de honestidad intelectual, mediante el esfuerzo autocr¨ªtico y la exposici¨®n a la cr¨ªtica en un r¨¦gimen de transparencia real.
Pues bien, hoy existe un amplio consenso social en torno a la inevitable presencia entre los jueces del mismo pluralismo que existe en la sociedad; y tambi¨¦n acerca de la bondad natural de ese dato. Por otra parte, el ciudadano medio tiene, en general, asumido que la distribuci¨®n de la carga de trabajo entre los jueces ha de hacerse conforme a criterios objetivos y no por raz¨®n del inter¨¦s (subjetivo) suscitado por el caso.
El correcto funcionamiento de esa garant¨ªa de predeterminaci¨®n demanda la tambi¨¦n rigurosa aplicaci¨®n de pautas del mismo tipo en la cobertura de las plazas del organigrama judicial. Es algo que est¨¢, en general, garantizado por el automatismo impl¨ªcito en el criterio de antig¨¹edad, cuando es ¨¦ste el aplicable. Pero no en aquellos casos en los que se opera en r¨¦gimen de discrecionalidad.
A pesar de los a?os de vigencia del art¨ªculo 9,3 de la Constituci¨®n, la arbitrariedad no ha sido
desplazada de ese delicad¨ªsimo ¨¢mbito. El Consejo General del Poder Judicial no se ha autolimitado en el ejercicio de esas facultades, objetivando criterios, proponiendo est¨¢ndares de valoraci¨®n de m¨¦ritos, para ofrecer la imprescindible garant¨ªa de seguridad jur¨ªdica a los jueces y a la sociedad en la pol¨ªtica de nombramientos judiciales. ?sta ha sido -sobre todo en algunos casos- verdadera pol¨ªtica en sentido fuerte. Y no del Consejo, sino, en realidad, de los partidos representados en ¨¦l. En particular del mayoritario, que, como se sabe, tiene atribuido de facto el poder de pre-designar al propio presidente de ese ¨®rgano.
La situaci¨®n que se describe ha llevado a la paradoja de que, mientras los ciudadanos se someten civilizadamente al juez natural, cada partido pol¨ªtico -por lo general-, cuando se trata de nombramientos discrecionales en altos ¨®rganos de la jurisdicci¨®n (y m¨¢s si existen expectativas de banquillo), hace lo (im)posible, a trav¨¦s de su longa manu en el Consejo, para asegurar / excluir al candidato de su afecto / desafecto, en virtud de criterios que jam¨¢s se expresan y, a veces, contra toda raz¨®n que no sea la puramente ideol¨®gica. Al extremo de que, al cabo de tantos a?os de esa experiencia, aunque no se han hecho p¨²blicos los criterios de selecci¨®n, todo el mundo sabe a qu¨¦ atenerse.
Semejante modo de operar ten¨ªa por ¨²nico escenario el del Consejo. Pero ahora podr¨ªa haberse desplazado tambi¨¦n a la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo, en ocasi¨®n de la solicitud de integraci¨®n en la Sala Segunda del ex presidente de la Audiencia Nacional, Clemente Auger. ?ste pidi¨® ser adscrito a aqu¨¦lla -no precisamente la m¨¢s c¨®moda, ni la menos comprometida- en raz¨®n de su preferente dedicaci¨®n profesional e intelectual durante los ¨²ltimos 20 a?os. Y lo hizo fiado en que, en su caso, se respetar¨ªa el precedente que ha prevalecido en todos los del mismo g¨¦nero de la etapa constitucional. Fiado en que se hallaba ante un criterio de adscripci¨®n reflexivamente asumido por razones de garant¨ªa de igualdad de trato y para evitar la incidencia de motivos de oportunidad.
Pero, contra lo esperado, no ha sido as¨ª. La Sala de Gobierno, en este supuesto, sin siquiera o¨ªr al interesado, dispuso su incorporaci¨®n a la Sala de lo Civil, con el argumento de que tambi¨¦n hab¨ªa practicado esa disciplina en una lejan¨ªsima etapa de su curr¨ªculum judicial; y porque ese tribunal padece un conocido retraso en el despacho de los asuntos. El argumento, de puro formalismo insustancial, no se tiene en pie: la falta de experiencia actual en el ejercicio de una jurisdicci¨®n -que adem¨¢s ha sufrido sensibles reformas legales y jurisprudenciales en los ¨²ltimos tiempos- resulta as¨ª convertida en incre¨ªble criterio habilitante de especializaci¨®n. Por otra parte, la Sala Penal del Tribunal Supremo tampoco es que est¨¦ al d¨ªa en el tratamiento de los asuntos.
Como en el caso del contenido de los sue?os, la decisi¨®n parece haber contado con dos planos de motivaci¨®n. Uno de car¨¢cter manifiesto, al que se acaba de aludir. Y otro latente, sobre el que, por fortuna, inform¨® enseguida ABC, presumiblemente bien informado. Auger no ser¨ªa destinado a la Sala Segunda por la raz¨®n -bien poco jur¨ªdica- de que con su presencia se ver¨ªa reforzado un determinado sector de la misma, en perjuicio de cierta correlaci¨®n de fuerzas que al partido hoy hegem¨®nico en el actual Consejo le interesa preservar. 'Blanco y en botella', que dir¨ªa un castizo.
Perfecto Andr¨¦s Ib¨¢?ez es magistrado.
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