El Conde de Monte-Cristo
La otra noche supe que hab¨ªa triunfado en la vida. Cenaba, y frente a m¨ª, cenando conmigo, incluso habl¨¢ndome, estaba el Conde de Monte-Cristo. El ¨²nico Edmundo Dant¨¦s posible. Es decir, no el barbi¨¢n, gordezuelo y flatulento de Depardieu, sino el fino y valiente Pepe Mart¨ªn, el que apareci¨® en mi infancia para dictarme el valor de la soledad, el sacrificio y la venganza, y cuya lecci¨®n inagotable voy aplicando como puedo, ya de lleno en la edad en que Dant¨¦s volvi¨®, pero con la ¨¢spera sensaci¨®n de no haber marchado todav¨ªa.
Hace treinta a?os, Televisi¨®n Espa?ola empez¨® a emitir en varios cap¨ªtulos una adaptaci¨®n de la novela de Alejandro Dumas, que dirigi¨® Pedro Amalio L¨®pez y que protagoniz¨® Pepe Mart¨ªn. El ¨¦xito fue instant¨¢neo, may¨²sculo, inesperado. Quiero decir que los taxistas se negaban a recoger clientes, porque a aquella hora el Conde iba a meterse en el saco de cocos que lo sacar¨ªa del castillo de If. Quiero decir que la otra noche, despu¨¦s de treinta a?os, mientras cen¨¢bamos, algunas gentes se acercaban a la mesa y a¨²n le dec¨ªan en voz alta '?El Conde de Montecristo!' como quien da el santo y se?a a su memoria. Y ¨¦l re¨ªa y parec¨ªa feliz.
?Edmundo Dant¨¦s! Hace 30 a?os TVE emiti¨® una inolvidable adaptaci¨®n de la novela de Dumas que inmortaliz¨® a Pepe Mart¨ªn
-?Por qu¨¦?
-No lo s¨¦. Ha marcado mi vida y, en consecuencia, he pensado millones de veces a qu¨¦ se debi¨® aquel ¨¦xito y a¨²n no lo s¨¦.
Yo s¨ª lo s¨¦. ?C¨®mo podr¨ªa ser de otro modo! En el pr¨®logo sucinto, an¨®nimo y muy bien hecho que acompa?a la ¨²ltima edici¨®n en castellano (Debate) de la obra de Dumas (le llamamos Alejandro con la familiaridad y el orgullo que se les da s¨®lo a los m¨¢s grandes: y a¨²n hay est¨²pidos que protestan porque les traducen el top¨®nimo, porque les hacen la gran jugada de ponerles Gerona a la altura de Londres, digamos), en ese pr¨®logo, all¨ª est¨¢bamos, se dicen algunas cosas con mucho sentido. Una, que la lectura de la novela es un ejemplo de la raras ocasiones en que 'el placer no conlleva necesariamente la renuncia a la inteligencia, en la que el entretenimiento no consiste en pasar el tiempo sino en enjuiciarlo'. Y otra, m¨¢s obvia, pero inexorable, que la novela es la historia de una venganza, de muchas venganzas. Soy poco partidario de las interpretaciones sociologistas, y m¨¢s cuando est¨¢ por medio el franquismo, ese muerto. Aunque si la circunstancia se examina m¨¢s de cerca lo que quiz¨¢ est¨¦ por medio es el antifranquismo -que en cambio vive y colea, tal vez porque a los cad¨¢veres les siguen creciendo las u?as durante un buen rato- y su obstinada inutilidad en hacer caer a Franco. Sea como sea, estoy dispuesto a sostener en cualquier seminario que el ¨¦xito de El Conde de Montecristo encarna la secreta y aherrojada pasi¨®n de venganza de los espa?oles y su rom¨¢ntico deslumbramiento por un gesto individual que los sacara de la burocr¨¢tica espera opositora. '?se si que espabila', se o¨ªa en los bares cercanos a mi casa -tambi¨¦n muy cercanos a Boccaccio-, viendo nadar a Dant¨¦s. Y por si me quedaba alguna duda, el Conde la desvel¨® la otra noche, con la delicadeza y el misterio con que recita los versos de los grandes poetas:
-?Sabes....? En toda la serie no oir¨¢s ni una vez la palabra venganza.
-Bueno, es la que menos falta hac¨ªa.
-Eso mismo debieron pensar los censores franquistas: porque prohibieron expl¨ªcitamente que se pronunciara.
No he olvidado los escotes m¨®rbidos de Elisa Ram¨ªrez, que atormentaron mi juventud y ah¨ª siguen, ni el cinismo de Jos¨¦ Maria Escuer, ni la maldad mineral de Pablo Sanz. El profesor Gonz¨¢lez Casanova escribi¨® hace a?os un ejercicio de mitocr¨ªtica sobre Casablanca, donde demuestra, ayudado por la astrolog¨ªa y otras ciencias impenetrables, que la pel¨ªcula se rod¨® en alg¨²n agujero negro de la conciencia del hombre, y que los actores, al margen de las menudencias t¨¦cnicas del gui¨®n, declamaban la palabra de Dios. El profesor tendr¨ªa que investigar ahora el rodaje de El Conde de Montecristo: tal vez encuentre la voz del diablo. Pero lo cierto es que alguna divinidad hubo de conducirles a todos a aquella inolvidable performance.
Los recuerdos de Pepe Mart¨ªn son sensuales e imprecisos, como corresponde a un pose¨ªdo. Una playa, en el litoral catal¨¢n, de donde emergi¨® Dant¨¦s, preocupado s¨®lo porque no se le despegase la barba; un ambiente bueno y c¨¢lido en el estudio (la prohibici¨®n de besar en los labios a Fiorella Faltoyano le obligaba, para dar verosimilitud al amor, a besarla en todo el cuerpo) y la absoluta seguridad de que despu¨¦s de aquel rodaje la vida iba a continuar igual, aguardando la venganza, consolados por los rojos que empezaban a leer a Chandler y aseguraban con ¨¦l, imperturbables, que es un plato que se toma fr¨ªo.
Pero la vida no continu¨® igual: El Conde de Montecristo supuso un trompazo absoluto en la vida de Pepe Mart¨ªn. Incluso tuvo que huir de Espa?a para librarse del ¨¦xito. Durante muchos a?os le avergonz¨® que le reconocieran por esto: a¨²n no hab¨ªa aprendido que el actor no es nada m¨¢s que el hombre que eligen los hombres para aplaudirse a s¨ª mismos.
Come despacio. Hay una suave elegancia en todo lo que hace. Era un chaval de Barcelona, seguro de gustar. Hoy es un hombre sin edad, abrumado por encarnar la ¨²nica victoria de demasiadas memorias.
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