Relaciones de cooperaci¨®n
Nuestra Carta Magna en ning¨²n momento utiliza el adjetivo 'laico' para calificar al Estado. El consenso de los constituyentes quiso expresamente superar el dilema cl¨¢sico entre el poder 'laico' y el 'confesional'. Ambas tendencias hab¨ªan expresado la confrontaci¨®n secular entre el pensamiento 'laicista' o 'laico' y el religioso que en Espa?a represent¨® la 'tradici¨®n cat¨®lica'. Los dos t¨¦rminos significaron siempre concepciones parciales de Espa?a. Una Constituci¨®n que aspiraba a ser de todos los espa?oles ten¨ªa que describir la posici¨®n del Estado ante el hecho religioso de manera m¨¢s inteligente: ninguna confesi¨®n religiosa tendr¨¢ car¨¢cter estatal. La expresi¨®n m¨¢s pr¨®xima a esta realidad constitucional es el neologismo 'Estado aconfesional', distinto tambi¨¦n al multiconfesional.
Don Juan Carlos I hab¨ªa expresado tres a?os antes, de manera solemne ante las Cortes espa?olas, su voluntad inequ¨ªvoca de ser Rey de todos los espa?oles. Nadie en adelante podr¨ªa imponer a los dem¨¢s una visi¨®n parcial de Espa?a. Este prop¨®sito hist¨®rico de la nueva monarqu¨ªa quebraba la tradici¨®n pat¨¦tica de enfrentamientos que hab¨ªan malogrado durante dos siglos la convivencia y la posibilidad de construir un pensamiento nacional identitario y com¨²n a todos los espa?oles. La llamada 'cuesti¨®n religiosa' fue una de las cuestiones m¨¢s importantes del pacto constitucional.
No son pocos los que ahora, al denunciar el riesgo de 'neoconfesionalismo' a prop¨®sito de alguna manifestaci¨®n o hecho concreto de la jerarqu¨ªa cat¨®lica, dan por supuesto que estamos en un 'Estado laico'. Me sorprende que estos mismos citen la primera l¨ªnea del p¨¢rrafo tercero del art¨ªculo 16 y no sigan leyendo en el mismo contexto inmediato el mandato constitucional que completa la posici¨®n del Estado: los poderes p¨²blicos tendr¨¢n en cuenta las creencias religiosas de la sociedad espa?ola y mantendr¨¢n las consiguientes relaciones de cooperaci¨®n con la Iglesia cat¨®lica y las dem¨¢s confesiones. El poder constituyente respondi¨® as¨ª al deseo del Rey y a una necesidad hondamente vivida por todas las fuerzas pol¨ªticas representadas en las Constituyentes. Desde aquel momento la tradici¨®n cat¨®lica y el pensamiento laicista tendr¨ªan que respetarse y ponerse de acuerdo en la convivencia diaria. Da la impresi¨®n de que no hemos llegado a un entendimiento satisfactorio sobre esta cuesti¨®n vital. Me temo incluso que el silencio y la carencia de di¨¢logo lo est¨¦n vaciando de sentido.
Por fortuna, la Iglesia cat¨®lica, doce a?os antes, en la constituci¨®n Gaudium et Spes, n¨²mero 76, hab¨ªa proclamado, con parecidas palabras, la separaci¨®n de ambas instituciones y la colaboraci¨®n que deber¨ªa existir entre ellas: la comunidad pol¨ªtica y la Iglesia son independientes, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso t¨ªtulo, est¨¢n al servicio de la vocaci¨®n personal y social del hombre. Este servicio lo realizar¨¢n con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto m¨¢s sana y mejor sea la cooperaci¨®n entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. Este texto se redact¨® como doctrina general de la Iglesia y no como t¨¢ctica oportunista que mirara, con especial preocupaci¨®n, a la Iglesia espa?ola comprometida con un r¨¦gimen ya decadente, seg¨²n quieren dar a entender algunos prestigiosos formadores de opini¨®n.
Los obispos espa?oles fueron conscientes de las graves dificultades que iban a surgir en Espa?a para la aplicaci¨®n de esta doctrina. Veintitr¨¦s de ellos firmaron una carta dirigida personalmente a Pablo VI para que tuviera muy presente la gran confusi¨®n que se iba a producir entre los cat¨®licos espa?oles si se reconoc¨ªa plenamente el derecho a la libertad religiosa. Aquel escrito no pareci¨® influir en el ¨¢nimo del Papa. Tanto la constituci¨®n Gaudium et Spes como el Decreto sobre la Libertad Religiosa superaron en el aula conciliar los 2.300 votos a favor frente a 70 en contra.
El presidente de la Conferencia Episcopal, con motivo de la homil¨ªa pronunciada ante el Rey en el templo de San Jer¨®nimo (27-XI-1975), convirti¨® en pensamiento central de su discurso el proyecto de acogida a todos los espa?oles, por encima de sus credos y convicciones ideol¨®gicas. En los centenares de cartas que recibi¨® Taranc¨®n de los espa?oles exilados en diversas partes de Europa y Am¨¦rica para felicitarle por su homil¨ªa lat¨ªa el gozo un¨¢nime de poder regresar a la patria y trabajar juntos con sus antiguos adversarios o incluso enemigos fratricidas durante la guerra de 1936-1939. Confesemos por ambas partes con nobleza que estas 'relaciones de cooperaci¨®n' no han llegado a producirse de manera satisfactoria si nos atenemos a las frecuentes denuncias de una y otra parte. Despiertan ahora no pocas de las pol¨¦micas que no supimos superar durante el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Los hechos confirman la opini¨®n de Faulkner: El pasado jam¨¢s muere, ni siquiera es pasado. Si hacemos caso a Hannah Arendt, el problema consiste en que, al parecer, no estamos equipados ni preparados para esta actividad de pensar, de establecernos en la brecha entre el pasado y el futuro. Nada tiene de extra?o que nos volvamos a encontrar con una concepci¨®n de Espa?a que consider¨¢bamos superada por el texto constitucional. Un pacto que no llegar¨¢ a lograrse mientras no hagamos el esfuerzo de ponernos de acuerdo sobre el pasado. Habermas desarroll¨® la idea de Adorno sobre la necesitad de reelaborar el pasado, que es mucho m¨¢s que dejarlo a la investigaci¨®n seg¨²n las distintas historiograf¨ªas de los cient¨ªficos.
Para los cat¨®licos deber¨ªan valer las exhortaciones reiteradas de Juan Pablo II. En la enc¨ªclica Nuevo milenio pide claramente a todos los creyentes, y en particular a la jerarqu¨ªa cat¨®lica, purificar la memoria. No se trata, seg¨²n ¨¦l, de que cada uno pida perd¨®n individualmente, sino que lo haga toda la Iglesia, que ha querido recordar las infidelidades con las cuales tantos hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro de Esposa de Cristo. Los eclesi¨¢sticos creemos defenderla cuando tendemos el velo de la ignorancia sobre nuestra propia historia. Cuando olvidamos nuestra tradici¨®n, nos volvemos menos cre¨ªbles. Privamos a la Iglesia de una dimensi¨®n esencial: la de la profundidad en la existencia humana.
A m¨¢s de un eclesi¨¢stico espa?ol he o¨ªdo expresar su sorpresa sobre los socialistas espa?oles que, desprendi¨¦ndose a tiempo del marxismo, no fueron capaces de renunciar a la tradici¨®n de su pensamiento laicista. Esta aparente paradoja parece desconocer dos aspectos de la realidad hist¨®rica. Por una parte, los socialistas de nuestro entorno europeo no han renunciado a su tradici¨®n laicista porque el Estado de sus pa¨ªses respectivos, al declararse netamente laico en el derecho constitucional, traz¨® ya una frontera p¨¦trea con la Iglesia. El laicismo pr¨¢ctico m¨¢s o menos se impuso como consecuencia l¨®gica. Por otra parte, es bien sabido que el laicismo como principio central de la moral p¨²blica es consustancial con el socialismo. En Espa?a, por el contrario, la hegemon¨ªa de la moral cat¨®lica (fuera de los breves par¨¦ntesis liberales) se mantuvo hasta 1978. Ciertos pronunciamientos de la Iglesia espa?ola pueden recordar la 'acci¨®n exterior' de otros tiempos (Ecclesiam suam, n¨²mero 69).
Pero estos hechos, m¨¢s que impedir, estimulan a mi juicio el di¨¢logo de la Iglesia con el pensamiento laicista. En la brevedad de estas l¨ªneas, debo advertir la diferencia que yo encuentro entre el esp¨ªritu laico tradicional y la borrasca del 'neoanticlericalismo' que ahora azota el acantilado de la Iglesia. El laicismo tiene detr¨¢s de s¨ª una teor¨ªa sobre el Estado y sobre la ¨¦tica p¨²blica. Propugna la absoluta autonom¨ªa de la conciencia y de la sociedad civil. De ah¨ª su af¨¢n de impedir que la autoridad religiosa utilice su prestigio y presi¨®n para coaccionar al poder legislativo. Creo sinceramente que este laicismo est¨¢ mejor preparado para reconocer los cambios conciliares. Sigue fortificado en lo que, a su juicio, impone y justifica la hegemon¨ªa de la ense?anza p¨²blica. Sin embargo, aun en este campo sembrado de minas, mi experiencia personal dice que se pueden encontrar caminos para el di¨¢logo.
Una cara m¨¢s hosca presenta el neoanticlericalismo. A ¨¦ste le molesta la mera presencia de la instituci¨®n clerical. Se llega a creer que desacreditando a los cl¨¦rigos se extinguir¨¢ la religi¨®n y se abrir¨¢n las puertas del progreso. Este anticlerical se instala en la an¨¦cdota escandalosa y utiliza cuantos medios est¨¦n a su alcance para inflarla y utilizarla como arma arrojadiza. In¨²til buscar detr¨¢s de esta posici¨®n hostil una visi¨®n del Estado o de una naci¨®n en la que quepan todos los espa?oles. Se da por supuesto que vivimos en un estado laico al uso. Con estos neoanticlericales el di¨¢logo se convierte en un esfuerzo ingenuo. Su empecinado rechazo de los eclesi¨¢sticos lleva a excitar a los laicistas filos¨®ficos y, por supuesto, a hacer m¨¢s dif¨ªcil el prop¨®sito de di¨¢logo al que nos comprometimos en el pacto constitucional.
Jos¨¦ Mar¨ªa Mart¨ªn Patino es presidente de la Fundaci¨®n Encuentro.
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