El ¨²ltimo de Franco
'Curioso, extra?amente nost¨¢lgico y ya con ceniza en las sienes, he ido m¨¢s de una vez al reencuentro de la casa donde nac¨ª, en la Diagonal de Barcelona, abierta tambi¨¦n a las calles de Bruc y Rossell¨®. Es una proa truncada con vocaci¨®n de islote urbano, pura arquitectura burguesa de principios de siglo. Las escaleras se abren sobre el patio a trav¨¦s de unos oblicuos y curvil¨ªneos ventanales. Las barnizadas puertas avizoran tras mirillas de bronce. Un gran caf¨¦, que arrullaba una pianola y ocupaba la planta baja, desapareci¨® despu¨¦s. Fue en la madrugada del ¨²ltimo d¨ªa de abril. Recordaba mi madre que la ceremonia del dolor y de la vida hab¨ªa sido breve y que, tras los visillos, ya temblaba el verdor de las acacias'.
La semana pasada muri¨® Fern¨¢ndez de la Mora, ministro de Franco, nacido en la Diagonal esquina Bruc
As¨ª empieza R¨ªo Arriba, las memorias de Gonzalo Fern¨¢ndez de la Mora, que muri¨® el pasado fin de semana en su casa de Madrid. La editorial Planeta ha pasado por la memoria a toda la clase pol¨ªtica del franquismo. El m¨¢s m¨ªsero de esos libros vale por toda la colecci¨®n de premios Planeta. Pero entre ellos hay dos excepcionales: el de Franco Salgado-Ara¨²jo, primo del dictador, y ¨¦ste. A pesar de su comienzo, nadie tema: Fern¨¢ndez de la Mora march¨® de Catalu?a cuando ten¨ªa dos a?os y no volvi¨®. Su padre, militar, s¨ª dej¨® huella m¨¢s honda: fue el principal redactor del bando con el que Primo de Rivera asumi¨® el poder desde la capitan¨ªa general barcelonesa, en 1923.
Fern¨¢ndez de la Mora fue un intelectual muy serio. As¨ª es perfectamente normal que algunas necrolog¨ªas espa?olas lo hayan despedido resaltando sus chocheces, que es como la edad llama a las boutades. En 1965, Fern¨¢ndez de la Mora public¨® El crep¨²sculo de las ideolog¨ªas, un libro donde pronosticaba la sustituci¨®n de la pol¨ªtica: 'Los pueblos ya no piden ide¨®logos, sino expertos'. Como fue un libro que odi¨¦ concienzudamente en su d¨ªa (eh, se trataba de nuestro crep¨²sculo y ten¨ªamos 20 a?os), siempre que pude pregunt¨¦ de d¨®nde lo hab¨ªa copiado. Ni los polit¨®logos m¨¢s dispuestos a mentir en bien de la verdad supieron dec¨ªrmelo. Es cierto que el soci¨®logo norteamericano Daniel Bell hab¨ªa publicado pocos a?os antes una recopilaci¨®n de art¨ªculos titulada The end of ideology. Pero, sorprendentemente, ese libro poco ten¨ªa que ver con su t¨ªtulo: en uno de los textos de ese recuento, The end of the ideologies in the West, Bell alud¨ªa muy someramente a la muerte de las viejas ideolog¨ªas del comienzo de la industrializaci¨®n y su renovaci¨®n por otras, entre ellas ?el mao¨ªsmo! Nada que ver. La sustituci¨®n de la pol¨ªtica por la econom¨ªa o la tecnolog¨ªa es uno de los grandes temas contempor¨¢neos. El primero que habl¨® de ello y lo formul¨®, de una manera tan precisa que forzosamente ten¨ªa que ser de otro, fue un intelectual espa?ol, del cruce entre la Diagonal, Bruc y Rossell¨®.
Lo trat¨¦ durante los ¨²ltimos a?os. Estas conversaciones, las m¨¢s en su anodino despacho del sur de Madrid, otras en su chalet de Puerta de Hierro, me impresionaron siempre. Ya hab¨ªa sufrido un infarto que lo puso casi en la muerte, y la muerte aparec¨ªa, al fondo, en todos los temas de la conversaci¨®n. Entre ellos, el de la propia pena de muerte, del que era un opositor firme: 'Nunca hubiera estado en un consejo de ministros que hubiese decidido la pena capital'. La vida era su valor m¨¢ximo. Por encima de la libertad, desde luego. La vida, seguramente, por lo que tiene de irresistible mecanismo.
Pero se trataba de un hombre absolutamente convencido del desigual valor de los hombres. Una ma?ana, en que el cielo de Madrid estaba embarrado y los edificios / colmena de la cercan¨ªas de su despacho ten¨ªan un aspecto moribundo, se levant¨® y fue hacia la ventana, y all¨ª, observando aquella tenebrosa vacuidad arquitect¨®nica, empez¨® a preguntarse con su ret¨®rica, subida pero nunca impostada, por el destino de los hombres, sobre todo de los pobres hombres que viv¨ªan en casas como aqu¨¦llas y cuyo acceso al conocimiento y al placer iba a ser inexistente.
Por el contrario, ¨¦l hab¨ªa logrado hacerse con una vida. Estaba orgulloso de lo que sab¨ªa, de su capacidad de trabajo, de su dinero, de su escritura, de sus idiomas, de su familia: de la que ven¨ªa y la que hab¨ªa fundado; estaba orgulloso hasta de su capacidad sexual y de la extra?a seducci¨®n, dec¨ªa, que provocaba en las mujeres. Y segu¨ªa con energ¨ªa feliz la obstinada tentativa r¨ªo arriba que le hab¨ªa convertido en el ¨²ltimo de Franco, en su defensor m¨¢s temible y ac¨¦rrimo, un lugar -la melancol¨ªa franquista- al que s¨®lo lleg¨® a trav¨¦s del desprecio que le inspiraba la realidad.
Pues bien: este individuo singular sab¨ªa que iba a morir pronto. Yo lo ve¨ªa, absorto frente a la ventana, pregunt¨¢ndose, estupefacto, c¨®mo era posible que un mecanismo perfecto y refinado, ¨¦l mismo, fuera a destruirse sin remedio. Me impresionaba ese hombre profundo y su anemia intelectual ante la muerte. Sin Dios y con la imposibilidad, cuando la hora llegase, de seguir con el consejo del viejo Polonio a Laertes: ese 'To thine ownself be true' ('S¨¦ fiel a ti mismo'), que fue la ¨²nica cita de sus memorias y de su vida.
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