Un tren de locura en el que pod¨ªa ocurrir cualquier cosa
Cada parada era un imponente aluvi¨®n de bultos y personas que se atropellaban contra las ventanas hasta conseguir penetrarlas y, por medios igualmente inveros¨ªmiles, acomodarse -es un decir- en los vagones ya atiborrados, de manera que el suelo, y el nivel de irrealidad, sub¨ªa a medida que el viaje avanzaba. Hablo de un d¨ªa de agosto de 1971, cuando el tren El Cairo-Luxor no ten¨ªa las rejas que ahora han impedido a los viajeros escapar a la tragedia.
Egipto ha cambiado bastante desde entonces, pero sus problemas, incluso agravados por el alto crecimiento de la poblaci¨®n, siguen siendo el hacinamiento y la falta de infraestructuras. El ferrocarril barato costaba hace treinta y un a?os menos de 25 pesetas y tardaba cerca de venticuatro horas en recorrer los casi setecientos kil¨®metros que separan la capital actual de la antigua Tebas y sus fabulosos momumentos emblem¨¢ticos de la ¨¦poca de oro de la monarqu¨ªa fara¨®nica.
Era popularmente conocido entonces por los egipcios como 'el tren de polvo acondicionado', ya que, a diferencia del ferocarril refrigerado que usaban los turistas, hac¨ªa su largo recorrido Nilo arriba, siempre acechado por el desierto, sin m¨¢s ventilaci¨®n que la de las ventanas abiertas. En eso, al menos, las condiciones de hoy siguen siendo id¨¦nticas.
Una hora antes de partir de la estaci¨®n central de El Cairo, los vagones se ve¨ªan ya repletos de ciudadanos humildes que, evidentemente, utilizaban este eje central de las comunicaciones de un pa¨ªs construido a orillas del r¨ªo por motivos muy distintos del de visitar ruinas. Con gesto ce?udo de determinaci¨®n, guardaban puertas y ventanas celosamente cerradas. Pero, adem¨¢s de un gran sentido del humor, los egipcios tienen una irresistible tradici¨®n hospitalaria. Al final, hasta al turista ocasional, que gesticulaba su desesperaci¨®n en el and¨¦n, terminaban por abrirle la ventana con una risotada.
Hornillos y algod¨®n
El rito se repet¨ªa en cada una de las numerosas paradas. Los bultos que trajinaban de pueblo en pueblo eran tan voluminosos como muchas de sus portadoras y conten¨ªan de todo: balas de algod¨®n, cereales, gasas y telas.
Algunos viajaban sobre los techos de los vagones. Otros, con incre¨ªble habilidad, se colocaban dentro en cuclillas, sobre el respaldo de los asientos o los estantes para las maletas. Pero la mayor¨ªa ¨ªbamos de pie y, en medio de aquel incre¨ªble gallinero, deb¨ªamos aguantar el ir y venir de vendedores ambulantes que pregonaban art¨ªculos como palos de escoba, cucharas de lat¨®n pollos vivos o, al caer la noche, comida.
No obstante, casi todos encend¨ªan infiernillos y calentaban su propia cena, que intercambiaban con los vecinos y ofrec¨ªan puntualmente al turista. Entonces no se me pas¨® por la imaginaci¨®n, pero se comprende que la combinaci¨®n de fuego y bultos pod¨ªa resultar asesina. El que suscribe llora por la tragedia de ayer y por el fin de un sue?o excepcional lleno de gente estupenda.
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