Azar es el seud¨®nimo que usa Dios cuando no quiere firmar
Casi todos los d¨ªas, despu¨¦s del almuerzo, estaciono el coche junto a un olivo en el aparcamiento del hospital y me quedo all¨ª sentado sin pensar en nada, sin sentir nada, mirando el tronco y oy¨¦ndome respirar. Es un ¨¢rbol antiguo, encorvado, con musgo. Hasta en los d¨ªas de sol la noche parece perdurar en ¨¦l, un poco de noche escondida en las ramas. Detr¨¢s del muro tendederos de pobre con pedazos de cart¨®n en lugar de cristales. Una camisa puesta a secar, ropa barata, de colores. Nunca he visto a nadie en los tendederos. Me hace acordar de los sitios donde crec¨ª, la palmera del correo con un ciego agachado a su sombra. Soy el ciego del olivo, esperando. Me falta el hombre que vend¨ªa p¨¢jaros, con las manos llenas de jaulas, discutiendo consigo mismo en la calle desierta. A los catorce o quince a?os compuse un poema sobre ¨¦l. Cazaba a los animales con redes en las proximidades de la Escuela Normal, pinzones, abubillas, gorriones. El due?o de la taberna los compraba casi todos, los fre¨ªa en abundante aceite y los clientes los met¨ªan en el pan y beb¨ªan un trago por encima, para pasarlos mejor. Una pluma suelta flotaba entre sus cabezas. Si llueve, el olivo del aparcamiento se arruga m¨¢s. En una ocasi¨®n en que estaba de guardia fui a visitarlo despu¨¦s de anochecer: el d¨ªa parec¨ªa perdurar en ¨¦l, un poco de d¨ªa escondido en las ramas. Deb¨ªa de ser junio o julio. Un paciente se hab¨ªa ahorcado. Sol¨ªa pedirme cigarrillos, dinero para un caf¨¦, esas cosas. Su mujer lo visitaba con un cesto de melocotones y en los melocotones el tono de la ropa barata puesta a secar en los tendederos. El enfermero hab¨ªa cortado la cuerda, hab¨ªa tendido al hombre en el suelo. Fui a la enfermer¨ªa a llenar los papeles. La estilogr¨¢fica se negaba a escribir. El enfermero sac¨® un bol¨ªgrafo del bolsillo de la bata. Azul. Tard¨¦ m¨¢s tiempo que de costumbre en acabar la ficha. En alg¨²n lugar, tal vez junto a la balanza, el ciego del correo me vigilaba. No s¨¦ por qu¨¦ andaba siempre rodeado de gatos. Uno de los versos del poema se ocupaba de los gatos. Claro que ning¨²n peri¨®dico los public¨®. Los compraba todo esperanzado y nada. Yo era el mejor escritor del mundo y no me daban ni bola. Hacer un poema con la palmera, el ciego y el gato me hab¨ªa dado un trabajo de mil demonios: contaba las s¨ªlabas con los dedos y una o dos siempre sobraban. Tuve que pasar a limpio un mont¨®n de copias. Acababa con un signo de exclamaci¨®n. Despu¨¦s lo cambi¨¦ por puntos suspensivos. Despu¨¦s lo dej¨¦ sin puntuaci¨®n, con tal de resolver el problema, y me sent¨ª moderno. La injusticia de las p¨¢ginas literarias me doli¨® un tiempo enorme, o sea un d¨ªa o dos. A los catorce a?os los d¨ªas son interminables. ?Qu¨¦ edad tendr¨¢ el olivo? Me gusta acariciarlo, encontrar los filos agudos de las hojas. En uno de los tendederos, un tiesto con un cactus. El tiesto se apoya en un plato de aluminio. Me surge el deseo infantil de darle al tiesto con una piedra. Si le tiro una piedra al tiesto ?ir¨¢n a quejarse a mi madre? ?Aparecer¨ªa ella en el tendedero ri?¨¦ndome? Sab¨ªa cuando estaba enfadada por la manera de decir Ant¨®nio. Mi nombre, en su boca, se quedaba erizado de ce?os fruncidos. Nos damos cuenta de que nos hemos vuelto adultos cuando dejan de re?irnos. S¨®lo sacuden la cabeza, en silencio. Envolvieron al hombre que se mat¨® en una s¨¢bana y un pie descalzo asomaba por debajo. Est¨²pidamente me puse a contar sus dedos. Lo pusieron en una camilla y se lo llevaron. Al darle la noticia a su mujer, el cesto de los melocotones comenz¨® a temblar. Me qued¨¦ mir¨¢ndola irse con la fruta. Vista de espaldas se me antoj¨® m¨¢s delgada. La oscuridad del pasillo la devor¨®. Piernas muy finas, zapatillas. ?D¨®nde vivir¨ªa? Me arrepent¨ª de mi deseo de tirar la piedra al tiesto: los cactus hacen mucha compa?¨ªa. Hoy es s¨¢bado, veintitantos de enero. Un cielo sucio, un d¨ªa sucio, nubes que dan ganas de fregar con un cepillo o un trapo mojado en agua caliente para que salgan las manchas. Anteayer cen¨¦ en casa de mis padres. La fuente averiada, el jard¨ªn sin cuidar. ?He jugado tanto a la pelota por all¨ª! Ventanas con postigos de madera y banquitos de piedra caliza, la mesa hecha con una rueda de molino, yo en busca de lagartijas en los rincones. Una tarde encontr¨¦ un sapo junto a la higuera, hinchando cada vez m¨¢s su papada. Se parec¨ªa al sastre de la Cal?ada do Tojal que, cada vez m¨¢s gordo por su enfisema, hac¨ªa rayas con tiza en la solapa de los clientes. Al salir a la calle tuve la impresi¨®n de que lo que hac¨ªa era mucho m¨¢s que salir a la calle. Me llamaron por mi nombre. Jurar¨ªa que me llamaron por mi nombre. Ant¨®nio. Sin ce?os fruncidos. S¨®lo Ant¨®nio. ?Qui¨¦n ser¨ªa? ?La enredadera? ?El balc¨®n? ?Las plantas del arriate? Me volv¨ª y me encontr¨¦ a m¨ª mismo observ¨¢ndome. Adi¨®s, Ant¨®nio, susurr¨® ¨¦l. No me ve¨ªa desde hac¨ªa siglos. Respond¨ª
La injusticia de las p¨¢ginas literarias me doli¨® un tiempo enorme, o sea un d¨ªa o dos
- Adi¨®s, Ant¨®nio
y dese¨¦ no volver a encontrarlo. ?Para qu¨¦?
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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