El ego m¨¢s grande de la Antig¨¹edad
PRESENTA ESTA BIOGRAF?A varias paradojas que la hacen muy atractiva intelectualmente. Me siento tentado a decir que la primera consiste en que el bi¨®grafo -discreto, casi invisible- resulta m¨¢s interesante que su biografiado -probablemente el ego m¨¢s grande de la Antig¨¹edad, o al menos el que mejor se autopromocion¨® literariamente-. Peter Brown escribi¨® esta biograf¨ªa en 1967. En esta edici¨®n revisada hace balance de estas tres d¨¦cadas: la bibliograf¨ªa sobre Agust¨ªn -unos cuatrocientos estudios cada a?o- parece manar directamente del cuerno de la abundancia. Se han descubierto nuevos textos de Agust¨ªn; los papiros y las ruinas que el azar ha desenterrado han sustituido la visi¨®n estrecha por el enfoque ancho, m¨¢s apropiado para el espacio y la ¨¦poca -el ?frica romana, la Antig¨¹edad tard¨ªa-. Curiosamente, Brown no ha modificado el cuerpo central de esta biograf¨ªa, que en su g¨¦nero es otro cl¨¢sico, el fruto logrado de una plenitud temprana. Sin duda lo m¨¢s dulce de este libro es la melancol¨ªa del bi¨®grafo ya anciano cuando vuelve la vista atr¨¢s, y se ve a s¨ª mismo: 'He deseado... encontrarme con ese joven -un joven de la mitad de mi edad de ahora-... como si inesperadamente me topase con ¨¦l a la vuelta de la esquina'. El tiempo -nos recuerda- no descansa, tempora non vacant, algo que s¨®lo rige para nosotros los contempor¨¢neos, no para el inmortal Agust¨ªn.
Agust¨ªn de Hipona
Peter Brown. Traducci¨®n de Santiago Tovar, Mar¨ªa Tovar y John Oldfield. Acento. Madrid, 2001. 650 p¨¢ginas. 30,02 euros.
La paradoja central se resume en el t¨ªtulo: Agust¨ªn de Hipona. Para que Agust¨ªn haya vuelto a ser Agust¨ªn -el que fue en vida- se ha necesitado que fracasara el gran aparato de cultura y de poder que ¨¦l contribuy¨® a crear de manera decisiva, y que precisamente es el motivo por el que se escribe esta biograf¨ªa. Para el hombre moderno, como para el antiguo, cuenta m¨¢s la pertenencia al canon de la literatura que al canon de los santos. Agust¨ªn fue educado para la literatura, para la palabra capaz de cambiar el mundo (en su ¨¦poca, la oratoria). Ahora bien, cuando Brown se?ala que Agust¨ªn 'ley¨® bastantes menos autores (cl¨¢sicos) que un estudiante actual', nos pone ante la tercera paradoja: ?c¨®mo es posible que no se haya dado cuenta de que en 1967 nuestra cultura era literaria y ahora es cualquier cosa menos literaria? ?se es el gran cambio de estos treinta a?os, y no el del perfil del santo. En lo esencial, el bi¨®grafo se educ¨® igual que su biografiado. Los lectores de ambos, en cambio, se han formado en una cultura medi¨¢tica, audiovisual o intern¨¢utica.
Me gustar¨ªa pensar que a esos lectores les va a seducir la fascinante personalidad de Agust¨ªn, entre otras cosas porque todav¨ªa nos afecta. Agust¨ªn fue un hombre hecho a s¨ª mismo, que consigui¨® el ¨¦xito (?qu¨¦ otra cosa es el poder de un obispo en esa ¨¦poca?) gracias a sus estudios. Romano ante todo, pagano, maniqueo, gn¨®stico, neoplat¨®nico, cristiano intransigente... El autor de La ciudad de Dios ha sido visto como el creador del concepto moderno de voluntad. Es dif¨ªcil autoanalizarse m¨¢s a fondo que ¨¦l en las Confesiones (se da cuenta, por ejemplo, de que su madre lleg¨® a sentir por ¨¦l 'un deseo no espiritual'). Otros lo han calificado como 'genio maligno de Europa', por su feroz animadversi¨®n contra el cuerpo y contra sus humildes placeres. Brown intenta exculparlo con cierta torpeza, se nota que no cree en la inocencia de su defendido. Un solo hombre, seg¨²n ¨¦l, no puede ser el responsable de todo nuestro descontento. Lo peor es que Agust¨ªn se distanci¨® del cuerpo a la vez que se distanci¨® del cosmos, y en eso ni Brown lo absuelve: 'Algo precipitadamente, y sin tener en cuenta las consecuencias, arranc¨® el yo del abrazo de un universo lleno de Dios'.
Aunque s¨®lo sea para conocer sus contradicciones, digamos que es bueno tener en los estantes de nuestra biblioteca la vida de aquel hombre extraordinario que dijo: 'Ama y haz lo que quieras'.
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