La persiana
Amparo Pellicer rompi¨® a llorar como una colegiala tras escuchar la noticia de que Jes¨²s Cardenal, el fiscal general del Estado, hab¨ªa apartado al fiscal jefe de Castilla y Le¨®n del caso Nevenka Fern¨¢ndez. La muchacha se vest¨ªa en aquel momento junto a la ventana, con las persianas echadas a prop¨®sito para evitar la mirada furtiva de alguno de sus vecinos. Se ajustaba la falda de tubo, la blusa rayada del uniforme con el que, media hora despu¨¦s, entrar¨ªa en el hipermercado para ocupar su puesto de cajera en la planta de alimentaci¨®n. Fue entonces cuando oy¨® la noticia, cuando supo por los informativos que el fiscal jefe Garc¨ªa Ancos hab¨ªa sido relevado del caso por acoso procesal a la demandante, por su tono despreciativo y por actuar bajo una serie de prejuicios absolutamente impropios de un miembro del ministerio p¨²blico.
Dos meses antes, Amparo Pellicer hab¨ªa sido v¨ªctima de un interrogatorio de semejante factura, pero la actitud del fiscal, dura y amenazante contra ella, no conmovi¨® a juez alguno ni trascendi¨® a la opini¨®n p¨²blica. Su caso, sin embargo, no era muy distinto al de la concejala de Ponferrada. Hab¨ªa aguantado demasiado en aquella oficina. Las frases obscenas de su jefe eran el pan de cada jornada, incluso alg¨²n roce aparentemente distra¨ªdo del dorso de aquella mano viscosa sobre uno de sus pechos, o en los gl¨²teos, amparada en la estrechez de las mesas y los archivadores met¨¢licos. Pero fue la ¨²ltima tarde cuando la angustia se hizo insostenible, cuando se quedaron solos en aquella dependencia y ¨¦l la amenaz¨® con un despido inminente mientras le humedec¨ªa la nuca con su lengua gelatinosa y se apretaba a sus muslos con una sugesti¨®n de gusano. Lo denunci¨® al d¨ªa siguiente y soport¨® un juicio plagado de humillaciones, sin escr¨²pulos, como si ella fuera la acusada o la puta que actuaba por despecho. Por eso rompi¨® a llorar como una ni?a cuando escuch¨® el transistor. Por eso espera que el caso de Nevenka sea lo justo y lo ejemplar que no fue el suyo ni el de cientos de mujeres que se abrazan a la misma impotencia y echan la persiana cada vez que se visten, por si alg¨²n fiscal las esp¨ªa desde la impune obscenidad de sus bajos deseos.
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