La democracia deliberativa
Hay una c¨¦lebre novela de Javier Mar¨ªas en la que el protagonista es un negro, un negro en el sentido particular que se le da a esta expresi¨®n cuando se quiere nombrar a quien escribe por otro, a quien presta la palabra y omite su autor¨ªa. Muchos pol¨ªticos parecen necesitar a estos profesionales, pues de ellos dependen la buena o la bella prosa, el orden expositivo y la claridad de enunciados. Por ejemplo, uno de los personajes de la ficci¨®n de Mar¨ªas era un monarca campechano, virtuoso de los flippers, frecuentador de cuchipandas; era un soberano simp¨¢tico, con metas y objetivos incluso sensatos, un soberano que ten¨ªa algunas ideas, pero al que -seg¨²n dec¨ªan- le costaba ordenarlas. Para eso estaba el negro: para ordenarle las ideas y completar sus vac¨ªos.
Escribir no es s¨®lo poner la coma donde toca ni hacer pirotecnia verbal para deslumbrar o encandilar o persuadir a un destinatario; escribir discursos o pronunciarlos en voz alta es hablar y es pensar, exhumar o aventurar ideas y ordenarlas, servirlas a un auditorio, examinarlas, permitiendo el contraste racional, su refutaci¨®n incluso. Justamente por eso, la palabra y el debate son los dones de la democracia deliberativa, los fundamentos del espacio p¨²blico democr¨¢tico en el que alguien interviene, argumenta y es contestado. Dec¨ªa Ralf Dahrendorf que uno de los riesgos actuales que amenazan al sistema representativo es el debilitamiento institucional del Parlamento, de la discusi¨®n y de la palabra pol¨ªtica. Dec¨ªa, en efecto, que su p¨¦rdida de influencia es uno de los peligros m¨¢s graves que se ciernen sobre la democracia misma. Tal vez sean la propia l¨®gica de las C¨¢maras representativas y el funcionamiento de los partidos los factores que han agravado esa desnaturalizaci¨®n. La oratoria parlamentaria est¨¢ muy desprestigiada hoy, probablemente por los excesos que se cometieron en el pasado. Hablar bien en p¨²blico, hacerlo con vehemencia o con ardor, manifestarlo con recursos persuasivos no nos garantizan que estemos ante un buen pol¨ªtico, ante alguien que toma las decisiones adecuadas o que fija las metas necesarias. La facundia es una enfermedad de la oratoria y era la tentaci¨®n del antiguo diputado, esforzado hacedor de discursos. Hoy, sin embargo, los problemas parecen ser otros como consecuencia de la disciplina de voto y de partido, y por ello parece como si la palabra parlamentaria fuera algo sobrante y arcaico, vieja cultura condenada. Por eso, cada vez m¨¢s, nuestros gobernantes sustraen su palabra de las C¨¢maras y la vierten sobre los medios de comunicaci¨®n: as¨ª, exhortan, dan ruedas de prensa, conceden frecuentes entrevistas, entregan art¨ªculos de opini¨®n y se hacen, en fin, propagadores de s¨ª mismos. No est¨¢ mal que los representantes se expliquen, con ayuda o no de negros literarios, y que lo hagan en todos los foros p¨²blicos, pero ese debilitamiento de las C¨¢maras nos malquista con quienes deber¨ªan rendirles el tributo de la deliberaci¨®n. Es tentaci¨®n de los gobiernos evitar el control parlamentario, pero esa tentaci¨®n entra?a, adem¨¢s, un riesgo. Se cierne entonces sobre nosotros la amenaza del populismo, del l¨ªder providencial, la amenaza caudillista de aquel que aspira a rebasar la rutina gubernamental invocando directamente a los ciudadanos, sin mediaciones ni representantes, s¨®lo con grandilocuentes, sonoras y enf¨¢ticas palabras. Suele decirse que evitarlo o impedirlo es tarea de los pol¨ªticos.
Es, sin embargo, tarea de todos volver a conceder valor a la palabra modesta, a la palabra argumentada, a la discusi¨®n ordenada y democr¨¢tica, a la cultura razonada como sedimento de la expresi¨®n p¨²blica y como base de la decisi¨®n. La pol¨ªtica no es un repertorio de problemas t¨¦cnicos que deban resolver expertos reservados y en silencio. Es responsabilidad de todos hablar con fundamento, exigirse cultura, formaci¨®n, preparaci¨®n y buen juicio. Los expertos suelen ser personajes que discriminan entre ciertos medios para lograr un fin, hacen c¨¢lculos y nos indican cu¨¢l es la opci¨®n m¨¢s econ¨®mica. Pero sobre el valor ¨²ltimo de las metas nada pueden decirnos y m¨¢s bien deben callar. Decidir sobre lo bueno, lo deseable, lo pol¨ªticamente adecuado no es tarea suya, sino nuestra, pero es sobre todo labor, demanda y exigencia de ciudadanos preparados, formados, dotados para la discusi¨®n racional. Hay que aprender a leer, cierto, pero sobre todo hay que leer, cultivarse, adensarse culturalmente para poder debatir, para poder respetar al otro y para poder formular algo m¨¢s que opiniones triviales. A la postre, es de estos ciudadanos formados y exigentes de quienes dependen la fortaleza del sistema democr¨¢tico y la vitalidad de la discusi¨®n que haya en el espacio p¨²blico.
Se?alaba V¨ªctor P¨¦rez-D¨ªaz en un reciente y controvertido ensayo que la principal debilidad del espacio p¨²blico espa?ol es la escasa preparaci¨®n de muchos ciudadanos y de algunos de sus representantes, el poco h¨¢bito de lectura. Aunque estemos en mejores condiciones que d¨¦cadas atr¨¢s, la fractura de la guerra civil y, ahora, una cierta riqueza sobrevenida parecen habernos diezmado culturalmente. Hay hoy prosperidad entre amplias capas de poblaci¨®n y hay una riqueza material ostentosa entre individuos adinerados, pero no siempre se corresponde ese bienestar con la densidad cultural y con la formaci¨®n. Hay, en efecto, una clase media con antiguas carencias educativas y hay tipos escandalosamente ricos que no sienten culpa por sus graves lagunas. Son los triunfadores jactanciosos e ignaros. Perm¨ªtanme, para acabar, infligirles alguna laceraci¨®n y adm¨ªtanme este consuelo de antiguo menesteroso. Obran como si pudieran codearse con cualquiera despreciando la tradici¨®n que los inviste, los ecos de una cultura milenaria que llegan hasta ellos. Hacen como si pudieran tener alguna idea ignorando qu¨¦ debemos al arte, a la filosof¨ªa, a la historia, a las pr¨¢cticas morales y pol¨ªticas de nuestros antepasados. Se desenvuelven en el espacio p¨²blico como si creyeran in¨²tiles el uso razonado de la palabra y el discurso deliberativo. Espero equivocarme porque, de seguir as¨ª, si esos ricachones nos dictan el ejemplo y la agenda, llegar¨¢ el d¨ªa en que habr¨¢ que contratar a alguien para que nos ponga las comas en el dietario, para que nos ordene el discurso, pero sobre todo para que nos preste alguna idea sensata, moderada, juiciosa. Mientras tanto, como dec¨ªa Voltaire en el Tratado de la tolerancia, 'suplico al lector imparcial que medite estas verdades, las rectifique y las extienda. Los lectores atentos que se comunican sus ideas van siempre m¨¢s all¨¢ que el autor' y dan vida a la deliberaci¨®n.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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