Encuentros en hielo, mar y jungla
No se deber¨ªa jam¨¢s tratar de contar un viaje', recuerda Michel Le Bris que dec¨ªa Joseph Kessel, el autor de Los jinetes. Pues, '?c¨®mo devolver a la flecha su vuelo una vez se ha clavado en tierra?'. Afortunadamente, cientos de escritores viajeros, entre ellos los propios Le Bris y Kessel, no han seguido ese consejo. Verano, tiempo de partidas -y de sue?o de partidas-, es la estaci¨®n por excelencia de los viajes y una excusa id¨®nea para reencontrarnos con los grandes viajeros, los hombres y mujeres capaces no s¨®lo de vivir la gran aventura del viaje, sino de hacer que nos emocionemos con ella, de lanzar, por as¨ª decirlo, la flecha nuevamente al cielo. El viaje es en esencia un asunto solitario, y as¨ª lo han entendido siempre los buenos viajeros (no hay mejor forma de encontrarse en el trayecto con el otro, lo otro y con uno mismo). Pero la historia del viaje est¨¢ llena de sabros¨ªsimos encuentros entre viajeros, casuales unos, premeditados y deseados otros; los hay incluso que se hubieran querido evitar o que acabaron casi en las manos. Hablar de ellos, de esos encuentros, es una buena forma de revisar algunos de los grandes relatos de viajes de todos los tiempos y de reencontrarnos -nosotros tambi¨¦n, viajeros de sill¨®n y de papel, no menos audaces que el coronel Fawcett, desaparecido en el Matto Grosso- con los grandes viajeros, sus autores.
'Nos aproximamos en aquella soledad. Agit¨¦ mi sombrero. ?l hizo lo mismo. Era ingl¨¦s', escribi¨® Nansen
Fleming: 'Si lo desea puede venir conmigo'. Ella Maillart: 'Perd¨®n, soy yo quien va a llevarle'
Decir encuentros entre viajeros
significa sin duda, irremediablemente, hablar de Livingstone y Stanley (del que Ediciones B, precisamente, acaba de publicar la indispensable Autobiograf¨ªa, Bula Matari, historia de un explorador, las memorias que Henry Stanley dej¨® inconclusas y fueron completadas por su esposa con extractos de sus diarios, cartas y cuadernos ¨ªntimos). M¨¢s all¨¢ del legendario '?el doctor Livingstone, supongo?', recordemos las impresiones de Stanley previas al gran momento, cuando se dirig¨ªa ya, entre la multitud en Ujiji, a estrechar la mano del legendario explorador y misionero. Resulta que el arrojado Stanley, que hab¨ªa atravesado media ?frica y arrostrado can¨ªbales, fiebres e hipop¨®tamos, estaba, adem¨¢s de preocupado por cu¨¢ndo sacar el bloc de notas, invadido de otra inquietud muy humana. 'Aunque la expedici¨®n hab¨ªa sido organizada para este supremo instante y cada paso dado con la esperanza de localizarlo, cuando vi al hombre en persona delante de m¨ª, una duda tenaz me llev¨® a pensar que no estaba preparado para el encuentro. 'Puede no ser Livingstone , despu¨¦s de todo', me suger¨ªa la duda. '?Y si es ¨¦l, qu¨¦ le dir¨¦?'. Mi imaginaci¨®n hab¨ªa olvidado considerar esa coyuntura antes'.
Bueno, pues no cabe duda de que para no saber qu¨¦ decirle, Stanley sali¨® muy bien del paso. Stanley, por cierto, trat¨® de revivir el ¨¦xito del encuentro con Livingstone en otra b¨²squeda africana, la de Em¨ªn Baj¨¢ (el m¨¦dico alem¨¢n Edward Schnitzer, convertido al islam), que, nombrado por Gordon de Jartum gobernador de la provincia m¨¢s meridional del Sud¨¢n, resist¨ªa contra las hordas mahadistas cerca de Juba, en el Nilo Superior. Stanley le encontr¨®, y dado que el aventurero no necesitaba (ni quer¨ªa) ser rescatado, se lo llev¨® a punta de pistola. Al llegar a Bagamoyo, Em¨ªn se cay¨® y se fractur¨® el cr¨¢neo... Stanley tuvo otro encuentro en verdad sensacional en ?frica: por una casualidad incre¨ªble, se top¨® con otro explorador europeo, el coronel franc¨¦s Linant de Bellefonds, en la corte del rey Mtsea, el gran Kabaka (rey) de Buganda, que disfrutaba matando a la gente de la manera m¨¢s atroz posible y gustaba de cazar cocodrilos. Es c¨¦lebre la frase que le dirigi¨® Bellefonds a Stanley: '?Tengo el honor de hablar con el se?or Cameron?' (le confundi¨® con otro explorador, Verney Lovett Cameron, el segundo europeo despu¨¦s de Livingstone en atravesar el continente africano de una costa a otra).
Dejemos ahora a Stanley y Livingstone embarcados en sus destinos: Stanley y el horror congole?o, Livingstone y su soledad, su ¨²ltima alucinada exploraci¨®n en las ci¨¦nagas del Bangweolo, la agon¨ªa, las ¨²ltimas palabras ('caramba, caramba') y la posteridad. Y vayamos a otro rec¨®ndito rinc¨®n de la tierra, el Hindu Kush, para otro c¨¦lebre encuentro, hace medio siglo.
Eric Newby, el gran viajero autor de The last grain race, Slowly down the Ganges o Love and war in the Apenines, h¨¦roe de guerra -sirvi¨® con la Black Watch en Italia en la II Guerra Mundial y con la Special Boat Section-, se top¨® de cara en un paraje de lo m¨¢s inh¨®spito, camino del Bajo Panjshir, con Wilfred Thesiger, no menos brit¨¢nico, viajero, aventurero, h¨¦roe de guerra y escritor de viajes. Newby, ne¨®fito monta?ero, llevaba un mes de trayecto, hab¨ªa rele¨ªdo durante el mismo tres veces El perro de los Baskervilles y sufr¨ªa de una inc¨®moda disenter¨ªa. Thesiger iba acompa?ado por dos miembros de las tribus monta?eras de aspecto feroz, un cocinero tajiko te?ido de pelirrojo y un int¨¦rprete local con un sombrero vaquero. El exc¨¦ntrico y victoriano Thesiger, el conquistador del Rub' al Khali, el terrible desierto ¨¢rabe, vest¨ªa chaqueta de tweed del m¨¢s puro estilo Eton y babuchas persas. 'Qu¨¦dense con nosotros esta noche. Vamos a sacrificar unas gallinas', invit¨® como si estuviera en su loft de Chelsea.
El delicioso encuentro de esos dos enormes viajeros est¨¢ narrado por Newby con mucho humor en Una vuelta por el Hindu Kush (Laertes) -por cierto, con un simp¨¢tico prefacio de Evelyn Waugh, del que Pen¨ªnsula acaba de editar un libro delicioso, Etiquetas. Viaje por el Mediterr¨¢neo ('la verdad es que no sab¨ªa ad¨®nde iba, as¨ª que cuando alguien me lo preguntaba dec¨ªa que a Rusia. De este modo dio comienzo mi viaje, como una autobiograf¨ªa, sobre una base bastante h¨¢bil de falsedad y vanagloria')-.
De Thesiger tambi¨¦n Pen¨ªnsula
ha publicado dos de sus mejores libros: Arenas de Arabia y Los ¨¢rabes de las marismas. Precisamente durante su estancia de siete a?os en el sur de Irak con los habitantes de los pantanos del Tigris, Thesiger recibi¨® a otros viajeros, Gavin Maxwell o el joven Gavin Young, que le devolvi¨® la invitaci¨®n y le llev¨® en el velero Fiona tras los pasos de Conrad. (De Young no hay que perderse, adem¨¢s del libro en el que explic¨® esa peripecia, In search of Conrad -Penguin-, Una lenta traves¨ªa. De Grecia a China por mar -Alba-).
Y de las historiadas cumbres del Hindu Kush al papel en blanco de los n¨ªveos polos, porque all¨ª tambi¨¦n, en las m¨¢s grandes soledades, se encuentran entre ellos, aunque parezca mentira, los grandes viajeros. '?No es usted Nansen?'. La frase, en mitad de la nada ¨¢rtica, en la hiperb¨®rea Tierra de Francisco Jos¨¦, la pronunci¨® el explorador polar ingl¨¦s Frederick Jackson en agosto de 1896, extendiendo la mano hacia la curtida figura que se le aproximaba. El fortuito encuentro, tan dram¨¢tico como el de Livingstone y Stanley, pero sin duda m¨¢s fr¨ªo (en cuanto a clima), fue de una casualidad inaudita y seguramente salv¨® la vida del viajero polar noruego. Fridtjof Nansen (1861-1930) llevaba viajando en kayak y trineo por la zona, en compa?¨ªa del joven oficial Hjalmar Johansen y tras abandonar su barco atrapado en la banquisa, el Fram (Adelante), m¨¢s de un a?o. Durante ese periodo les hab¨ªa pasado de todo: se les subi¨® una morsa en el kayak, debieron invernar en una p¨²trida tienda que confeccionaron con pieles de foca y se olvidaron ?los dos a la vez! de dar cuerda a sus relojes, con lo que les fue imposible determinar su longitud geogr¨¢fica. Entonces, un d¨ªa, en una de las desoladas islas de la Tierra de Francisco Jos¨¦, Nansen se top¨® con otro hombre. 'Nos aproximamos. Agit¨¦ mi sombrero. ?l hizo lo mismo. Era ingl¨¦s', escribe Nansen en su relato del viaje, Farthest North (una versi¨®n en castellano, En la noche y entre los hielos, la public¨® Labor en 1962 y puede conseguirse como libro electr¨®nico gratuito en www.elaleph.com).
Otros dos grandes viajeros del fr¨ªo no se encontraron f¨ªsicamente en su carrera al Polo Sur pero casi: Scott, a 30 grados bajo cero y con escorbuto, sufriendo espantosamente, hall¨®, delante en su ruta, una bandera negra de Amundsen y lo que era m¨¢s humillante, excrementos de sus perros; el gran premio ya hab¨ªa sido hollado, s¨®lo ser¨ªa segundo. Para m¨¢s inri, luego encontr¨® la tienda de Amundsen con, dentro, una carta: 'Estimado capit¨¢n Scott, como probablemente sea usted el primero en llegar a esta zona despu¨¦s de nosotros, le ruego que tenga la amabilidad de enviar esta carta al rey Haakon VII. Si cualquiera de los art¨ªculos dejados en la tienda le es de utilidad, no dude en aprovecharlo. Con afectuosos saludos, le deseo un seguro viaje de regreso. Atentamente, Roald Amundsen'.
'Scott se ve¨ªa degradado de explorador a cartero', comenta Roland Huntford en su voluminoso pero muy recomendable El ¨²ltimo lugar de la Tierra. La carrera de Robert Scott y Roald Amundsen hacia el Polo Sur (Pen¨ªnsula). Si uno le ha cogido gusto a los parajes helados es buena idea continuar con Memorias del ?rtico. Mi vida con los inuit, de James Houston (Albal Editorial) o con el dram¨¢tico compendio de congelaciones Hielo. Historias de supervivencia en la exploraci¨®n polar, en el que Willis Clint ha reunido elocuentes testimonios de viajeros y exploradores (Desnivel).
Para entrar en calor, nada como el desierto. En el imaginario de las dunas reina sin discusi¨®n, y pese a los Doughty, Philby, Thomas, Almasy y tantos otros, el coronel T. H. Lawrence, Lawrence de Arabia. El complejo personaje tuvo un encuentro memorable, de ribetes homoer¨®ticos, con otro gran viajero, soldado y escritor (adem¨¢s de ornit¨®logo de fama mundial, cazador y esp¨ªa), el controvertido y violento Richard Meinertzhagen. Lawrence, peque?o, sensible, introvertido, y Meinertzhagen, alto, fuerte, desbordante de energ¨ªa, se encontraron por primera vez en Palestina en 1917. El segundo estaba en su tienda, seg¨²n escribe en sus propios diarios, y: 'Vi entrar a un chico ¨¢rabe vestido de blanco resplandeciente. Pens¨¦ que era el puto de alguien, pero luego record¨¦ que me hab¨ªan dicho que Lawrence estaba en el campamento, as¨ª que deb¨ªa ser ¨¦l. Me qued¨¦ en silencio observ¨¢ndolo hasta que murmur¨®: 'Soy Lawrence, me ha enviado Lord Dalmeny'. Dije: '?Chico o chica?'. Sonri¨® y enrojeci¨®: 'Chico' (v¨¦ase la biograf¨ªa de Meinerthagen de Mark Cocker, Londres, 1989).
El desierto es lugar de espejismos, sin duda. Y para espejismo, el (frustrado) encuentro que est¨¢ en la base del libro de viajes de Juan Goytisolo Aproximaciones a Gaud¨ª en Capadocia (que acaba de reeditar Pen¨ªnsula). Nada menos que el descubrimiento de un rastro del gran arquitecto -en este su a?o- en el alucinante paisaje de la regi¨®n turca, de piedra volc¨¢nica esculpida y forjada por la erosi¨®n e¨®lica, es lo que describe el escritor, arremetiendo de paso contra la 'burgues¨ªa rapaz' que 'utiliz¨® el genio de Gaud¨ª sin comprenderlo'. El mismo libro incluye otros viajes de Goytisolo, entre ellos, uno a la legendaria Ciudad de los Muertos de El Cairo, el cementerio habitado de la gran urbe. El escritor afirma, tras visitarlos todos, que de los varios cementerios musulmanes con inquilinos vivos de la capital egipcia es el de Al Jalifa (o del Im¨¢n Chaafai) el que responde hoy mejor que los restantes a las caracter¨ªsticas de una necr¨®polis urbanizada.
Si hay que destacar un encuen
tro particularmente feliz y hermoso entre dos viajeros, ¨¦se es sin duda el que tuvo lugar en Pek¨ªn en 1935 entre Ella Maillart y Peter Fleming. Acostumbrados a viajar solos, deciden atravesar juntos la turbulenta China de la ¨¦poca, de Este a Oeste, hasta llegar a los oasis de Sinkiang y de all¨ª a Cachemira por el Pamir y el Karakorum. 'Si lo desea puede venir conmigo', dice Fleming a Maillart. 'Perd¨®n, soy yo quien va a llevarle si me resulta ventajoso', le contesta la osada viajera (Oasis prohibidos, de Ella Maillart, Pen¨ªnsula -Fleming escribi¨® su propio libro: Noticias de Tartaria, en la misma editorial-). ?Hubo romance? Eran muy diferentes, casi opuestos. Qui¨¦n sabe. En la dedicatoria que le hizo de su libro a otro gran viajero, su compatriota suizo Nicolas Bouvier, Maillart escribi¨®: 'Un viaje en el que no ocurre nada, pero esa nada colmar¨¢ toda mi vida'. Maillart viajar¨¢ tambi¨¦n con la bella y triste Annemarie Schwarzenbach, a Afganist¨¢n, y ambas escribir¨¢n libros sobre la peripecia.
La opci¨®n de viajar en pareja est¨¢ en la base de otro libro de viajes que es novedad, Luna de miel en Ir¨¢n (Ediciones B). La autora, Alison Wearing, decidi¨® viajar con un amigo haci¨¦ndose pasar por reci¨¦n casados para facilitarse las cosas.
Tras los encuentros a d¨²o, uno, africano, ¨¤ quatre, entre tres viajeros y una viajera. En 1863, en el villorrio negrero de Gondokoro, los Baker, Samuel Baker y su hermosa esposa h¨²ngara Florence, despu¨¦s de cruzar el desierto con una escolta de 2 sirvientes y 16 camellos, se encontraron con Speake -el ex compa?ero y rival de Burton- y Grant, nada menos, agotados tras una expedici¨®n de dos a?os desde la costa oriental. El encuentro fue muy emotivo, y Florence, valiente pero victoriana al cabo, sirvi¨® el t¨¦ (las sensacionales aventuras de los Baker pueden leerse en Los amantes del Nilo, de Richard Hall -Mondadori-).
La relaci¨®n de encuentros entre viajeros, en fin, es tan extensa como el propio atlas del mundo. El recientemente finado Thor Heyerdhal (del que Juventud acaba de publicar una edici¨®n conmemorativa -la 14 ?- de su gran relato La expedici¨®n de la Kon-Tiki, uno de los grandes cl¨¢sicos del g¨¦nero de viajes) se encontr¨®, como explica en sus memorias (Tras los pasos de Ad¨¢n -Ediciones B-), con Sven Hedin, el gran explorador de Asia central -y filonazi-, y con Paul-?mile Victor, el tambi¨¦n fallecido explorador polar y que ha descrito como nadie el car¨¢cter de los perros de trineo.
Alejandr¨ªa fue el lugar de encuentro de Lawrence Durrell (autor, aparte del Cuarteto, de muy hermosos libros de viajes: Sicilia, Rodas, Chipre, Provenza) y E. M. Forster, novelista y autor de la indispensable Alexandria: a history and a guide. Es novedad estos d¨ªas la aparici¨®n, en catal¨¢n, en la colecci¨®n viajera que editorial Proa ha lanzado bajo el nombre y la advocaci¨®n de ese gran viajero que fue Al¨ª Bey, de un librito de 1923 de Forster, Faros i Farell¨® (Pharos and Pharrilon, an evocation of Alexandria), en la que el autor, cuya primera visi¨®n, negativa, de Alejandr¨ªa le llev¨® a calificarla (como si el adjetivo fuera deshonroso) de 'ciudad de los cobardes' -luego se qued¨® tres a?os-, presenta diversas estampas de la ciudad, desde la leyenda de su fundaci¨®n o la discusi¨®n sobre la calle principal de la urbe a la vida de Kavafis.
De la ciudad portuaria a las cumbres. Singular fue el encuentro en 1999 en la alta (alt¨ªsima, el Everest) monta?a entre el viajado alpinista Conrad Anker y su admirado y tambi¨¦n gran viajero de las cumbres George Mallory: Mallory estaba congelado y medio comido por los cuervos himalayos, no en balde se hab¨ªa despe?ado m¨¢s de medio siglo antes, en 1924, en el primer intento de conquista de la cima m¨¢s alta del mundo. El relato de Anker del encuentro/hallazgo es ya un cl¨¢sico de la aventura viajera, secci¨®n cordada: El explorador perdido (Pen¨ªnsula). Reciente es la publicaci¨®n en Espa?a del ¨²ltimo libro sobre Mallory, Vida y pasi¨®n de Mallory, de Peter y Leni Gillman (Desnivel, una editorial cuyo cat¨¢logo har¨¢ bien en seguir cualquier amante del g¨¦nero de viajes, pues est¨¢ lleno de magn¨ªficas sorpresas). Una imagen de ese libro, que ofrece nuevas revelaciones sobre la dimensi¨®n social del bello escalador, pone al borde de las l¨¢grimas: la de la madre de Irvine, el compa?ero de escalada de Mallory -cuyo cuerpo se sigue buscando-, que dejaba cada noche la luz de casa encendida, en la esperanza del regreso de su malogrado hijo.
Con esa imagen concluye este necesariamente incompleto panorama. Las rutas se cruzan y vuelven a cruzarse, en la nieve, en la selva, en la estepa, en el asfalto de las ciudades o en los ef¨ªmeros senderos del oc¨¦ano. Mientras, los nuevos viajeros hacen las maletas o abren los libros para sumarse, emocionados y gozosos, a esa gran, inagotable y siempre renovada, cita.
A LA SOMBRA DE LAWRENCE DE ARABIA
A LA SOMBRA de Lawrence de Arabia se cruzaron otros dos grandes viajeros, de generaciones, experiencias y caracteres bien distintos: Bruce Chatwin y Andr¨¦ Malraux -cuyas peripecias en la selva camboyana o en busca de ciudades perdidas en el desierto, sobrevol¨¢ndolo, no deben quedar oscurecidas por el rutilante personaje pol¨ªtico, comunista o devoto de De Gaulle-. Chatwin, como explica ¨¦l mismo en ?Qu¨¦ hago yo aqu¨ª? (acaba de aparecer una nueva edici¨®n en El Aleph Editores), se encontr¨® con Malraux en casa de la ¨²ltima compa?era sentimental de ¨¦ste, Louise de Vilmorin, en Verri¨¨res-les-Buissons, y hablaron del coronel Lawrence, sobre el que el autor de La condici¨®n humana escribi¨® un libro apasionado, Le d¨¦fi de L'absolu. 'Si usted viste a Lawrence con ropas modernas, ?qu¨¦ queda de ¨¦l? T¨¦cnicamente, un resistente lanzado en paraca¨ªdas a Arabia', le dijo a Chatwin Malraux, para el que tanto daba un camello o un paraca¨ªdas cuando se trataba de exponer con su peculiar genialidad una idea. 'Lo que me interesa de ¨¦l, de Lawrence', a?adi¨®, 'es que era un hombre que se cuestionaba el sentido de la vida, pero sin saber en nombre de qu¨¦. Lawrence, en grandiose, c'est mai'68', zanj¨®. Siguiendo con Chatwin, habr¨ªa que mencionar que se top¨® con sir Edmund Hillary, el conquistador del Everest, en el aeropuerto de Katmand¨², y que cruz¨® su camino con otros dos formidables viajeros escritores, Colin Thubron (Siberia, Entre rusos -Pen¨ªnsula-) y Patrick Leigh Fermor (El tiempo de los regalos -la misma editorial-). Y, por supuesto, no se puede dejar de se?alar su encuentro con Paul Theroux (autor de, entre otras, El viejo expreso de la Patagonia y El gallo de hierro, Ediciones B, ambas), que no fue en la Patagonia pero mereci¨® haberlo sido (juntos escribieron Retorno a la Patagonia -Taller de Mario Muchnik-). Es cierto que la amistad de ambos escritores de viajes qued¨® algo tocada tras las indiscreciones de Theroux sobre la (homo) sexualidad de Chatwin... Es imposible, en fin, resistirse a la tentaci¨®n de vincular a Chatwin con otro gran viajero -en este caso, a su pesar-, Salman Rushdie, que, seg¨²n explica Nicholas Shakespeare en su biograf¨ªa de Chatwin (Muchnik Editores), recibi¨® la noticia de la fatua lanzada contra ¨¦l por Jomeini precisamente en el funeral de Chatwin. El mundano y cosmopolita Chatwin se cruz¨® tambi¨¦n con el m¨¢s extra?o viajero/a contempor¨¢neo/a, Jan Morris, el antiguo oficial de lanceros de la reina James Morris, que se cambi¨® de sexo en 1972 y es autor y autora (seg¨²n la fecha) de obras tan maravillosas como Wales, Venecia (Pen¨ªnsula) o la reciente revisitaci¨®n de Trieste Trieste and the meaning of nowhere (Faber and Faber, 2001). 'Sabes', le dijo una vez a Chatwin en un taxi, 'despu¨¦s de haber viajado por todo el mundo como hombre y como mujer, puedo decir con confianza que es m¨¢s seguro viajar como mujer'. Es tentador pensar que Chatwin, tras su muerte, haya ido a reunirse en un Aden celestial para viajeros con otro n¨®mada dorado: Arthur Rimbaud.
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