Preparaci¨®n de un atentado
A los 75 a?os, el coronel conserva su gallard¨ªa. Aunque hace pocos meses han debido quitarle la hernia de disco que lo atormentaba, camina erguido, marcial, como si encabezara un desfile. Rechaza el caf¨¦ y acepta s¨®lo un vaso de agua. 'Cuando era joven', dice, 'me retiraba de los placeres por disciplina. Ahora los placeres est¨¢n retir¨¢ndose de m¨ª'. En la oficina solitaria de la calle Venezuela a la que acude para contar su historia, una ventana da a un jard¨ªn de enredaderas en el que llueve sin parar. 'La humedad me destroza la espalda', se queja el coronel. La lluvia persiste desde hace dos semanas. Todo en Buenos Aires se ha vuelto l¨ªquido y pegajoso.
'Es la primera vez que voy a hablar', repite. Le he o¨ªdo decir lo mismo, sin embargo, en una pel¨ªcula de Tulio Demichelli, El misterio Eva Per¨®n, que se exhibi¨® en Buenos Aires sin pena ni gloria en 1987. La cara de matrona del coronel desentona con la fuerza que exhala su cuerpo: debajo de unos ojillos recelosos, inquisitivos, siempre a la caza de segundas intenciones, cuelgan unas bolsas pesadas, que le rozan los p¨®mulos. La barbilla le ha desaparecido bajo una descomunal papada de batracio. Durante las siete horas que durar¨¢ la conversaci¨®n, a lo largo de tres d¨ªas de abril, en 1989, el coronel no va a sonre¨ªr ni una sola vez.
Si hubiera tenido suerte habr¨ªa salvado a Argentina de sus desgracias
'La mayor frustraci¨®n de mi vida es no haber llegado a ser general de la naci¨®n', se lamenta. 'Cumpl¨ª con todo lo que se le exige a un oficial de honor para alcanzar ese rango. No pude porque me enredaron en intrigas y envidias. La otra ambici¨®n que se me escap¨® de las manos fue matar a Juan Per¨®n. Tres veces estuve a punto de conseguirlo. Si hubiera tenido suerte, habr¨ªa salvado a la Argentina de sus desgracias. Todav¨ªa lamento ese fracaso. Y vea lo que son las iron¨ªas de la vida: la persona que no pudo acabar con Per¨®n es la misma que rescat¨® a la Eva de las atrocidades que se estaban haciendo con su cad¨¢ver. Tuve la historia de la Argentina en mis manos, pero la historia me ha pasado por encima. Nadie se acuerda, nadie me conoce. Tal vez sea mejor as¨ª'.
Podr¨ªa haber sido secretario de Guerra, dice. En alg¨²n momento, hace poco menos de medio siglo, imagin¨® que llegar¨ªa a presidente de la naci¨®n. Ha tenido que contentarse, sin embargo, con dirigir una empresa de seguridad privada. 'Se llama Orpi', explica. 'Fue la primera de su tipo en el pa¨ªs'.
Trata de encontrar en el sof¨¢ donde est¨¢ sentado una posici¨®n que alivie su espalda. Le ofrezco unos almohadones y ¨¦l los rechaza con energ¨ªa, como si yo estuviera acus¨¢ndole de debilidad. Despliega sobre el escritorio algunos recortes de peri¨®dicos viejos, irreconocibles, publicados entre 1969 y 1971. 'Estos art¨ªculos que escrib¨ª', me dice, 'resumen todo lo que pienso'. Leo una frase al azar, esperando encontrar palabras vac¨ªas. Pero lo que el coronel fue o era sale a la luz all¨ª, de cuerpo entero: las grandes epidemias no se propagan en sus comienzos con espectaculares manifestaciones visibles sino en forma silenciosa y taimada. As¨ª, sin declaraciones, solapadamente, se va extendiendo la infecci¨®n comunista. 'La escrib¨ª el mismo d¨ªa en que decid¨ª revelar al mundo d¨®nde hab¨ªa ocultado yo el cad¨¢ver de Eva Per¨®n', dice, orgulloso. '?No se acuerda de c¨®mo sucedieron los hechos? El 29 de mayo, en 1970, un grupo de muchachones sin conciencia secuestraron al ex presidente Pedro Eugenio Aramburu. Tres d¨ªas despu¨¦s le mataron. O¨ª por radio que s¨®lo entregar¨ªan su cuerpo si el Gobierno devolv¨ªa el cad¨¢ver de esa mujer, la Eva. ?C¨®mo lo iba a devolver si el ¨²nico que sab¨ªa d¨®nde estaba era yo? Me indign¨® que los asesinos, al informar sobre el crimen, invocaran a Dios. Que Dios se apiade de su alma, dec¨ªan en el comunicado. Me pareci¨® una burla. Y escrib¨ª lo que escrib¨ª porque me di cuenta enseguida de que eran comunistas. El tiempo me dio la raz¨®n'.
El coronel toma aliento. Un gesto de dolor le ensombrece la cara. ?Es la columna?, pregunto. 'Las v¨¦rtebras', admite. 'Las v¨¦rtebras y la humedad. No s¨¦ qu¨¦ han hecho los m¨¦dicos conmigo'.
'Pens¨¦ en revelarle mi secreto a Ongan¨ªa (1), pero habl¨¦ con gente del Servicio de Inteligencia del Ej¨¦rcito y me advirtieron que a su Gobierno lo estaban por derribar de un momento a otro. Decid¨ª entonces acudir a Lanusse. Le ped¨ª una entrevista reservada y le cont¨¦ todo lo que yo hab¨ªa hecho: c¨®mo hab¨ªa sacado a Eva del pa¨ªs, donde la hab¨ªa escondido, todo. Hasta le mostr¨¦ el t¨ªtulo de propiedad de la tumba, que estaba a mi nombre. Tendr¨ªa que haber visto usted su cara de asombro. Trataba de mostrarse impasible, pero mi relato le desencaj¨®. Guarde silencio hasta que yo le avise, me dijo. Por ahora, hablar no sirve de nada. Ya no podemos salvar la vida del pobre Aramburu'.
El coronel yergue la cabeza y la papada inmensa tiembla. 'Ya sabe usted lo que sigui¨®. Call¨¦. M¨¢s de un a?o despu¨¦s, Lanusse -que para esa ¨¦poca ya era presidente- me orden¨® que desenterrara el cad¨¢ver y lo devolviera yo mismo a Per¨®n. Cuando fui a la casa de ese hombre, en Madrid, ya no le mir¨¦ como a un enemigo. Le mir¨¦ como a un derrotado'.
Podr¨ªa responderle que nada de lo que hizo es heroico, pero el coronel s¨®lo quiere o¨ªrse a s¨ª mismo. Lleva a?os sin o¨ªr nada m¨¢s que su voz monocorde y ese sonido ¨²nico lo mantiene vivo. Se llama H¨¦ctor Eduardo Cabanillas y su vida ha estado siempre limpia de dudas. Desde que le entregaron el sable de subteniente de infanter¨ªa, a fines de 1934, no ha tenido otra idea fija que servir al Ej¨¦rcito y, a trav¨¦s de ¨¦l, a la naci¨®n. En verdad, no le parece que haya diferencias entre uno y otra. El Ej¨¦rcito y la naci¨®n son un mismo ser: 'Como las personas y su imagen en el espejo', dice. ?Cu¨¢l de los dos es la imagen?, le pregunto. 'Depende en qu¨¦ lado se sit¨²e usted', responde con una arrogancia que delata cu¨¢l es su lado.
Las infinitas conspiraciones que aquejaron a la Argentina durante sus a?os como oficial subalterno no fueron una amenaza para su carrera. Simpatizaba sin entusiasmo con la causa de los Aliados y, aunque la mayor¨ªa de los coroneles y generales que tomaron el poder en 1943 eran pro fascistas, su perfil era entonces tan poco importante que ascend¨ªa por la mera inercia del escalaf¨®n.
A mediados de 1945 le sucedi¨® lo que ahora siente como 'la primera llamada de mi destino'. En los casinos, los oficiales j¨®venes hablaban con malestar de un coronel que 'alentaba el odio de clases y dictaba leyes que proteg¨ªan a la chusma de las f¨¢bricas contra la autoridad de los patrones'. Cabanillas detestaba a ese hombre, que hab¨ªa concentrado en sus manos la Secretar¨ªa de Trabajo, el Ministerio de Guerra y la vicepresidencia del Gobierno de facto: Juan Per¨®n.
El ¨²nico medio de sacarle de la historia era lo que ahora llama 'un fusilamiento patri¨®tico', dice. 'Fui de los primeros en darse cuenta'. El coronel est¨¢ a punto de contar la historia y se detiene. 'Apague el grabador', me pide. Luego, se levanta con esfuerzo del sof¨¢ y abre la ventana. La lluvia no ha amainado y el viento la lleva y la trae por los arbustos del jard¨ªn. Cuando habla, se sit¨²a de espaldas al grabador, impulsando la voz hacia el otro lado de la ventana, para que me llegue enredada con los otros sonidos.
'Era un martes', empieza el coronel; 'el 9 de octubre de 1945. Tres d¨ªas antes, el general Eduardo ?valos, comandante de la guarnici¨®n de Campo de Mayo, hab¨ªa cometido el error de visitar a Per¨®n en su departamento para exigirle que quitara del Gobierno a un cu?ado de la Eva. Per¨®n era ministro, no lo olvide, y coronel de la naci¨®n. Sin embargo, actuaba con desverg¨¹enza. Le hab¨ªa montado a la Eva una gar?onni¨¨re al lado de su propio domicilio. Cuando ?valos hizo la visita, la que le abri¨® la puerta fue esa mujer. Vaya a saber qu¨¦ insultos le habr¨¢ dicho, con sus modales de prost¨ªbulo. ?valos no tuvo m¨¢s remedio que retirarse. Imag¨ªnese lo que significaba entonces para la dignidad de un oficial superior ser maltratado por una c¨®mica que se le apareci¨® vestida como bataclana, con unas chancletas de tacos altos. El comandante regres¨® a la guarnici¨®n con la cabeza gacha. Esa noche decidimos que la ¨²nica manera de quitar de en medio a Per¨®n era mat¨¢ndole'.
Mientras el coronel habla, yo s¨¦ que cada frase se est¨¢ tatuando en mi memoria. De todos modos, anoto a hurtadillas algunas palabras claves. Esa tarde, apenas se marche, voy a reconstruir su mon¨®logo.
'Yo era entonces capit¨¢n. Ten¨ªa 31 y llevaba dos en mi curso para graduarme como oficial de Estado Mayor, en la Escuela Superior de Guerra. Mi profesor de log¨ªstica era el teniente coronel Manuel A. Mora, un visionario que ya imaginaba en qu¨¦ se convertir¨ªa la Argentina si Per¨®n llegaba a presidente.
Al caer la tarde del lunes 8 de octubre, con el pretexto de un entrenamiento al aire libre, nos llev¨® a 30 de sus disc¨ªpulos a una caseta alejada, en Campo de Mayo. Nos advirti¨® que se trataba de un encuentro de honor en el que conspirar¨ªamos contra Per¨®n. Quien se sintiera inc¨®modo podr¨ªa marcharse. Nadie se fue. Recuerdo muy bien la expresi¨®n de Mora: estaba p¨¢lido, demacrado. Nos pregunt¨® si sab¨ªamos qu¨¦ estaba por suceder en la escuela al d¨ªa siguiente. Nada fuera de lo com¨²n, dijimos. S¨®lo el comienzo de un nuevo curso sobre energ¨ªa at¨®mica. Precisamente, dijo Mora. Ese aprendiz de tirano, Per¨®n, va a venir a inaugurarlo. A dos kil¨®metros de aqu¨ª hay una barrera de ferrocarril. Cuando el auto de Per¨®n se acerque, vamos a bajarla. Diez de ustedes le capturar¨¢n y le llevar¨¢n hasta una f¨¢brica vac¨ªa. All¨ª vamos a juzgarle y a ejecutarle. Necesito saber qui¨¦nes son los voluntarios. Alc¨¦ la mano antes que nadie. Sab¨ªa que iba a contar con usted, Cabanillas, me dijo. Le ordeno que dirija el secuestro. Dentro del cami¨®n, en la guantera, va a encontrar los datos de la f¨¢brica donde tiene que llevar a ese hombre.
Una y otra vez repasamos el plan. Era perfecto. Pero esa noche, el general ?valos reuni¨® a todos los jefes de Campo de Mayo y les dijo que el ministro de Guerra ten¨ªa noticias de que se preparaba una sublevaci¨®n y estaba dispuesto a reprimir. Existe el peligro de una guerra civil, advirti¨® ?valos. Hay que mantenerse quietos. Per¨®n suspendi¨® la visita del d¨ªa siguiente y la oportunidad ¨²nica que tuvimos entonces tard¨® diez a?os en repetirse'.
'Diez a?os', vuelve a decir. Cierra la ventana y pide m¨¢s agua. 'Hace tres horas que no tomo aspirinas y el dolor de las v¨¦rtebras me est¨¢ matando'. Le ofrezco ir en busca de un calmante m¨¢s fuerte. Al lado de la oficina donde estamos, en la calle Venezuela, hay un m¨¦dico al que le he pedido ayuda m¨¢s de una vez. 'Lo ¨²nico que quiero son aspirinas', me detiene. 'Todo lo dem¨¢s es t¨®xico, mentira'.
Llama por tel¨¦fono a su casa y avisa que tardar¨¢ una hora en regresar. La lluvia le incomoda: la mira caer con tanto encono que tal vez las nubes se abran en cualquier momento. 'Diez a?os', le repito. 'Me dec¨ªa usted que lo intentaron diez a?os m¨¢s tarde'.
'Como usted sabe, al tirano le derrocamos en septiembre de 1955', dice.
1. Juan Carlos Ongan¨ªa, teniente general del arma de Caballer¨ªa y presidente de facto de Argentina desde el 29 de junio de 1966. El 8 de junio de 1970, seis d¨ªas despu¨¦s de que la organizaci¨®n Montoneros informara que hab¨ªa ejecutado al ex presidente militar Pedro Eugenio Aramburu, Ongan¨ªa fue derrocado por la Junta de Comandantes en Jefe, encabezada por el teniente general Alejandro Agust¨ªn Lanusse. El propio Lanusse asumir¨ªa, a su vez, la presidencia en marzo de 1971.
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