La lucha por el cad¨¢ver
De todos modos, la bomba estaba mal colocada. Sorolla la hab¨ªa pegado al block de tal manera que el motor salt¨® hacia arriba y vol¨® destrozado, pero el asiento trasero, en el que deb¨ªa ir Per¨®n, no sufri¨® da?os. Un par de astillas de vidrio se incrustaron en las mejillas de Gilaberte. La revista ?lite resumir¨ªa esa semana que las ¨²nicas v¨ªctimas del atentado fueron los tres edificios que daban a la esquina de Venus y Paradero, a los que se les rompieron todos los cristales. Y el Opel, por supuesto, que se inutiliz¨® para siempre.
A Per¨®n no lo inquiet¨® el percance. Ese mediod¨ªa celebr¨® la fiesta patria con un asado que compartieron sus amigos de Caracas. Miguel Silvio Sanz y Pedro Estrada estaban all¨ª, por supuesto. Sorolla se enter¨® de todo cuando el avi¨®n en que hab¨ªa huido esa ma?ana lleg¨® a Bogot¨¢. Ni siquiera tuvo la fortuna de que Gilaberte o Per¨®n sospecharan de ¨¦l. En todas las declaraciones, el general atribuy¨® la conjura al embajador argentino y a su agregado militar. En 1970, cuando me cont¨® en Madrid la historia de su vida, Per¨®n segu¨ªa pensando que todos los atentados contra su vida hab¨ªan sido tramados por Aramburu. Yo no conoc¨ªa entonces el papel que hab¨ªan jugado Cabanillas y Sorolla, pero estoy seguro de que si hubiera preguntado por ellos, el general habr¨ªa respondido: '?Qui¨¦nes?'. El ayudante de ch¨®fer que lo sirvi¨® en Caracas durante dos meses se esfum¨® r¨¢pidamente de su memoria.
'Tal vez ning¨²n error me duela tanto como no haber podido matar a Per¨®n'
Osinde: 'El poder es un p¨¦ndulo. Hoy salta a la izquierda, ma?ana estar¨¢ en el lado opuesto'
Cuando recuperara el cad¨¢ver, la polic¨ªa espa?ola lo escoltar¨ªa desde la frontera francesa
'El fracaso de aquel atentado fue una de las grandes decepciones de mi vida', dice ahora el coronel, mientras deja sobre el escritorio el tercer vaso de agua que ha bebido esa tarde y se apresta a partir. 'Nos llev¨® meses de preparaci¨®n y todo se vino abajo por un ramalazo de mala suerte. La historia de la Argentina ser¨ªa otra sin Per¨®n. Era temprano todav¨ªa para que se lo viera como un m¨¢rtir, y era ya tarde para que el movimiento peronista, con todos sus dirigentes presos o dispersos, pudiera unirse. He cometido pocos errores en la vida, y esos pocos me duelen. Tal vez ninguno me duela tanto como no haber podido matar a Per¨®n'.
La lluvia ha cesado a la tarde siguiente y un sol h¨²medo, de ceniza, vierte sus vapores sobre Buenos Aires. La temperatura es inferior a los 20 grados, pero apenas se puede respirar. Al coronel le duelen todos los huesos cuando llega a la oficina de la calle de Venezuela. Lo acompa?a esa tarde un hombre vivaz, de movimientos r¨¢pidos, mirada aguda y una nuez de Ad¨¢n que sube y baja por el cuello con impaciencia, como si no supiera en qu¨¦ lugar ponerse. Se llama Jorge Rojas Silveyra, es brigadier, y ha sido embajador del general Lanusse en Madrid durante los cruciales a?os de 1971 y 1972, cuando el cad¨¢ver de Eva Per¨®n le fue devuelto a su viudo por el Gobierno argentino. Entre los dos hombres parece haber familiaridad, confianza, acaso complicidad. Cabanillas llama 'Flaco' a Rojas Silveyra. El apelativo es previsible. Aunque macizo, nervioso, el brigadier conserva una delgadez juvenil. En la adolescencia debi¨® de ser como un f¨®sforo: largo, de cabeza peque?a. A su vez, Flaco se dirige al coronel llam¨¢ndolo 'Lalo'.
Rojas Silveyra abre la tarde con oscuras referencias al teniente coronel Jorge Osinde, el siniestro oficial de Inteligencia que hab¨ªa sido uno de los torturadores m¨¢s notorios durante el segundo Gobierno de Per¨®n, delegado militar en la ¨²ltima etapa del exilio del general, en Madrid, y secretario de Deportes del Gobierno de H¨¦ctor C¨¢mpora. El embajador invoca un dato que ya todos saben: Osinde fue uno de los organizadores de la matanza de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, cuando Per¨®n regresaba a Buenos Aires por ¨²ltima vez. Pero tambi¨¦n cita un detalle que yo, al menos, desconoc¨ªa: Osinde fue compa?ero de promoci¨®n del coronel Cabanillas en el Colegio Militar. El 20 de septiembre de 1955, en v¨ªsperas de la ca¨ªda de Per¨®n, Cabanillas lo arrest¨® y lo traslad¨® en su auto a la prisi¨®n de Campo de Mayo. Durante la traves¨ªa, Osinde se jact¨® de haber enviado al presidente derrocado decenas de cartas advirti¨¦ndole sobre la conjura que se preparaba contra ¨¦l, a la vez que le hab¨ªa entregado, sin equivocarse, los nombres de todos los insurrectos. 'El general no quiso o¨ªrme, o estaba harto ya de todo y prefiri¨® dar un portazo', le dijo el detenido. 'Lo mejor que pod¨¦s hacer es detenerme, Cabanillas. Soy el mejor oficial de Inteligencia de este pa¨ªs y, si en este momento hay una persona peligrosa, ¨¦sa soy yo. Alg¨²n d¨ªa voy a traer de vuelta a Per¨®n, a Evita. La historia es un p¨¦ndulo, Cabanillas, ?sab¨ªas? El poder es un p¨¦ndulo. Hoy salta hacia la izquierda, ma?ana estar¨¢ en el lado opuesto'.
?Osinde?, pregunto. ?C¨®mo podr¨ªa encajar en este relato? 'Ya lo ver¨¢', dice Cabanillas. 'Es el comod¨ªn de la partida de naipes que el Gobierno empez¨® a jugar con Per¨®n en julio de 1971'.De pronto, algunas piezas del rompecabezas encajan. Recuerdo fragmentos de la historia de aquellos meses. El 5 de julio de 1971, el presidente de facto Alejandro Lanusse decidi¨® establecer un canal directo de comunicaci¨®n con Per¨®n. Nombr¨® embajador en Madrid a Jorge Rojas Silveyra pensando que su estilo informal y campechano le facilitar¨ªa las relaciones con el exiliado. Los objetivos del brigadier eran simples y dif¨ªciles: deb¨ªa lograr que el general autorizara a sus adictos a aceptar cargos en el Gobierno, que no se opusiera a los proyectos pol¨ªticos de la Junta Militar y que se pronunciara de manera p¨²blica e inequ¨ªvoca contra los guerrilleros que actuaban en su nombre y a los que Lanusse no pod¨ªa controlar. Lo que ofrec¨ªa a cambio era poco a los ojos de Per¨®n: la devoluci¨®n de su pasaporte argentino, el reconocimiento de las pensiones que se le deb¨ªan como ex presidente -y que sumaban unos 50.000 d¨®lares- y la anulaci¨®n de las acusaciones criminales que pesaban contra ¨¦l. La promesa final era devolverle el cad¨¢ver de Eva Per¨®n.
'Lanusse sab¨ªa que yo ten¨ªa el cad¨¢ver, pero ni ¨¦l ni yo pod¨ªamos imaginar en qu¨¦ estado estaba, despu¨¦s de tantos a?os', apunta Cabanillas.
He o¨ªdo versiones de que el Gobierno de Aramburu orden¨® hacer tres o cuatro copias perfectas de la momia de Eva con resinas de poli¨¦ster y fibra de vidrio, y que una de esas copias fue a dar al puerto de Hamburgo, donde el coronel Moori Koenig la confundi¨®, en 1961, con el cad¨¢ver verdadero. La viuda de Moori Koenig ha confirmado ese dato. Cabanillas lo niega con ¨¦nfasis.
'No hubo copias', dice. 'Nunca se nos ocurri¨® que pod¨ªa haberlas. En los asuntos de inteligencia, como usted sabe, echar a correr un rumor suele tener m¨¢s peso que imitar la realidad'.
?Tambi¨¦n lo de las flores y las velas es falso?, pregunto. Aludo a la versi¨®n de que, donde quiera estaba el cad¨¢ver, aparec¨ªan flores y velas.
'Eso es verdad', dice Cabanillas. 'Sucedi¨® cuando la ten¨ªamos deambulando por Buenos Aires. Las flores y las velas nos volv¨ªan locos. Pero en Italia ya nadie supo d¨®nde estaba ella y nos dejaron tranquilos'.
'Hasta que apareci¨® Osinde', se?ala Rojas Silveyra.
'S¨ª. Osinde casi nos echa a perder el trabajo de muchos a?os', admite el coronel.
El brigadier est¨¢ ansioso por hablar. Recuerda que el 16 de agosto de 1971, a eso de las diez de la noche, recibi¨® en la residencia del embajador, en Madrid, la visita de Cabanillas. El emisario le entreg¨® en silencio una carta de Lanusse. Rojas Silveyra ha retenido cada l¨ªnea en la memoria: 'Querido Flaco. Ah¨ª te lo mando a Lalo para que entre los dos resuelvan una operaci¨®n de extrema importancia. ?l te explicar¨¢ de qu¨¦ se trata'.
Hac¨ªa calor, recuerda el brigadier. 'Salimos al jard¨ªn para evitar posibles grabaciones y all¨ª nos quedamos hablando hasta las tres de la ma?ana. Convinimos en que al cad¨¢ver lo llamar¨ªamos Valija...'.
'Paquete', interrumpe Cabanillas. 'La palabra clave era Paquete'.
'Valija', porf¨ªa Rojas Silveyra.
De todos modos, ya qu¨¦ importa, digo. Y en el acto me doy cuenta de que todo importa.
Acordaron que, cuando Cabanillas recuperara el cad¨¢ver, enviar¨ªa un aviso para que el embajador lo esperara en la frontera con Francia y lo hiciera escoltar desde all¨ª por la polic¨ªa espa?ola. A la embajada llegar¨ªa un mensaje simple de advertencia: 'Valija localizada. Estimo que llegar¨¢ al puesto fronterizo de La Junquera tal d¨ªa a tal hora. Parada anterior: Perpignan'.
Recuperar el cad¨¢ver no fue tan f¨¢cil como se cont¨® cuando las cosas sucedieron, apunta ahora el coronel. No s¨¦ qu¨¦ quiere subrayar: si su capacidad para vencer una dificultad tras otra o la importancia de su haza?a. O ambas cosas, que para ¨¦l son una. Repite otra vez lo que ya ha dicho con frecuencia a lo largo de su relato: 'Si no fuera por m¨ª, qui¨¦n sabe d¨®nde estar¨ªa la Eva ahora'.
Cabanillas lleg¨® a Mil¨¢n el 3 de agosto y all¨ª esper¨® a su infalible escudero, el suboficial mayor Manuel Sorolla. ?ste era la pieza central para la recuperaci¨®n del cad¨¢ver, porque llevaba la autorizaci¨®n consular para exhumar el cuerpo -conseguida una vez m¨¢s por la Orden de San Pablo- y una identidad falsa: Carlo Maggi, hermano menor de la difunta. La noche antes de la llegada de Sorolla, el superior de la Orden, monse?or Giulio Maturini, transmiti¨® al coronel una noticia inquietante: decenas de las losas del cementerio Maggiore hab¨ªan sido removidas y, en algunos sitios, los ata¨²des hab¨ªan sido abiertos, profanados. Cabanillas sinti¨® que alguien estaba sigui¨¦ndole los pasos, pero no imaginaba qui¨¦n ni por qu¨¦. Monse?or Maturini le sugiri¨® una respuesta. Alguien hab¨ªa pedido a los dos grandes cementerios de la ciudad el registro de los propietarios de las tumbas. La informaci¨®n era p¨²blica y no se pod¨ªa negar. As¨ª encontraron, en el cementerio Maggiore, el nombre de Cabanillas. Por fortuna, en el registro no constaba cu¨¢l era el predio de cada quien, pero obtener esa informaci¨®n era cuesti¨®n de d¨ªas. ?Pudo averiguar qui¨¦n est¨¢ detr¨¢s de todo esto?, pregunt¨® el coronel. Un teniente coronel argentino, respondi¨® Maturini. Alguien a quien tal vez usted conozca. Tengo aqu¨ª apuntado su nombre: Jorge Manuel Osinde.
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