?ltimo acto
'Imagine usted mi angustia', dice Cabanillas. 'Sab¨ªa que no era posible perder un solo minuto'.
La humedad es ya tan densa que en cualquier momento podr¨ªa llover dentro del cuarto. El brigadier se quita el saco y se afloja el nudo de la corbata. Yo tambi¨¦n, aunque no llevo corbata, aflojo los hilos invisibles de la historia, que me est¨¢n sofocando.
'Por suerte, estaba all¨ª monse?or Maturini para aliviar las tensiones', sigue el coronel. 'Consigui¨® que la alcald¨ªa de Mil¨¢n pusiera una vigilancia de 24 horas en el cementerio. Las excavaciones cesaron. Faltaba a¨²n elaborar una estrategia para trasladar sin peligro el cad¨¢ver desde Mil¨¢n hasta Madrid. Primero, sin embargo, deb¨ªamos identificarlo. Ese tema me dej¨® noches y noches sin dormir: ?y si el cad¨¢ver no estaba ya donde lo hab¨ªamos dejado? ?Si Osinde se lo hab¨ªa llevado ya, devolviendo a su lugar la losa de granito? ?Y si el polvo de ladrillo lo hubiera corro¨ªdo? Esa mujer, la Eva, se hab¨ªa convertido ahora en una cuesti¨®n de Estado. Compr¨¦ndame. Yo me estaba jugando el honor, y tal vez el pellejo'.
'Esa mujer, la Eva, se hab¨ªa convertido ahora en una cuesti¨®n de Estado'
'Lleva en la tumba m¨¢s de 20 a?os y parece que siguiera viva. ?Es una santa!'
A mediados de agosto, casi todas las oficinas del municipio milan¨¦s entraron en un receso de verano y la autorizaci¨®n para exhumar el cuerpo se retras¨®. El martes 31, por fin, les permitieron abrir la tumba. Aunque Maturini hab¨ªa logrado que el cementerio se cerrara al p¨²blico durante los trabajos, los guardianes que trabajaban all¨ª no pod¨ªan ser enviados a sus casas. Monse?or sugiri¨® que se los empleara como ayudantes y se les entregara algunos millares de liras con una recomendaci¨®n de extremo silencio.
?No pod¨ªa ser alguno de ellos un hombre infiltrado por Osinde?, pregunto.
'No', responde el coronel. 'Los hab¨ªamos investigado a todos. El que menos antig¨¹edad ten¨ªa en el cementerio llevaba 15 a?os'.
'Sin embargo, pod¨ªan reconocer a Evita. Su foto segu¨ªa apareciendo en las revistas'.
'?se no era el peligro', explica el coronel. 'Se trataba de gente muy ignorante. El peligro fue otro, inesperado'.
Cabanillas hab¨ªa comprado, por precauci¨®n, un ata¨²d y una mortaja nuevos. Tambi¨¦n le pidi¨® a monse?or Maturini que la misma hermana Giuseppina, encargada de limpiar y cuidar la tumba durante 14 a?os, estuviera la ma?ana de la exhumaci¨®n, por si era necesario lavar el cuerpo.
Abrieron la losa bajo el sol candente del mediod¨ªa. A primera vista, el ata¨²d parec¨ªa el mismo que Alberto Hamilton D¨ªaz hab¨ªa depositado all¨ª en 1957. El enorme peso acentu¨® la evidencia. 'Fue necesario recurrir a un artificio de poleas y ganchos de acero para mover aquellos 400 kilos. No sin dificultad, llevamos la caja al dep¨®sito del cementerio, donde hab¨ªa guardias y cerrojos de seguridad. Abrir el ata¨²d no era problema. Lo complicado era romper con extremo cuidado la vieja soldadura de la tapa, evitando da?os al cuerpo que estaba dentro. Del conjunto de guardianes, elegimos a seis o siete operarios expertos. Ya est¨¢bamos a punto de empezar el trabajo cuando se presentaron tres inspectores a verificar lo que hac¨ªamos. Sospech¨¦ que pod¨ªan ser enviados de Osinde. De ning¨²n modo pod¨ªa permitir que estuvieran presentes cuando sac¨¢ramos el cad¨¢ver'.
'Era gente de Osinde', interrumpe el brigadier. 'Despu¨¦s los hicimos verificar por nuestro consulado en Mil¨¢n y nadie los conoc¨ªa'.
'Maturini intervino una vez m¨¢s', contin¨²a Cabanillas. 'Con el pretexto de que se trataba de una ceremonia religiosa, no les permiti¨® entrar. Por fin, abrimos la tapa del ata¨²d. Me paraliz¨® la sorpresa. Estaba todo lleno de polvo de ladrillo, de cascotes. El aire se llen¨® de una bruma bermeja, y hasta que no se despej¨® no pudimos ver el cad¨¢ver que segu¨ªa all¨ª, intacto. Uno de los operarios se inquiet¨® al verlo. ?Acaso esta mujer no muri¨® en febrero de 1951?, dijo en alta voz. Todos asentimos. ?Se dan cuenta? Lleva en la tumba m¨¢s de 20 a?os y parece que siguiera viva. ?Es una santa!, grit¨® otro de los operarios. Entonces cayeron todos de rodillas rezando el Ave Mar¨ªa y repitiendo ?Miracolo! ?Miracolo! Una vez m¨¢s, la sabidur¨ªa de la Iglesia acudi¨® a salvarnos. Dos de los hombres estaban despavoridos y quer¨ªan salir. La hermana Giuseppina los detuvo y les dijo: ?no ven que ha sido embalsamada? Esa simple verdad los tranquiliz¨®. De todos modos, tuve que repartir otra vez miles de liras para que se calmaran y juraran secreto'.
'Esa tarde me llamaste por tel¨¦fono para decirme que todo hab¨ªa salido bien', dice el brigadier, impaciente.
'S¨ª, pero antes pasaron otras cosas', sigue Cabanillas. El coronel est¨¢ sudando. Le corren hilos de agua desde las patillas hasta la papada inmensa. Toma de su bolsillo un pa?uelo perfumado y se enjuga el sudor con delicadeza. 'La hermana Giuseppina desnud¨® el cad¨¢ver y lo limpi¨® con mucha destreza. Nos sorprendimos de que fuera tan chico, casi como el de una mu?eca, y de que diera tanta impresi¨®n de vida. Volvimos la espalda cuando qued¨® al descubierto el monte de Venus, con su pelusa fina, y ayudamos a la monja a que le pusiera una mortaja y le cubriera la cabeza con una mantilla. Hizo falta desenredarle el pelo, quitarle algunos broches oxidados y volver a peinarla. S¨®lo entonces la pusimos en el ata¨²d nuevo. Imag¨ªnese si Per¨®n la hubiera visto en el estado en que la encontramos. Qu¨¦ papel¨®n habr¨ªa sido, ?no?'.
Durante dos d¨ªas qued¨® el cad¨¢ver a solas en el dep¨®sito del cementerio Maggiore, s¨®lo con guardias en la puerta y monjas que iban, de tanto en tanto, a rezar oraciones. El 1 de septiembre, Cabanillas contrat¨® los servicios de la empresa Irof para que transportara el cad¨¢ver de Mar¨ªa Maggi, viuda de Magistris, por la ruta que iba de Mil¨¢n a G¨¦nova, y de all¨ª a Savona, Toulon, Montpellier, Perpignan.
'Fue entonces cuando me llamaste por tel¨¦fono', insiste el brigadier.
'No us¨¦ el tel¨¦fono', lo corrige Cabanillas. 'Ten¨ªa miedo de que lo hubieran intervenido. Te despach¨¦ un mensaje en clave, tal como hab¨ªamos acordado. Te dije: Valija llega La Junquera el viernes 3, aproximadamente a las 8 am. Con Sorolla hab¨ªamos calculado el itinerario en un mapa, la velocidad del veh¨ªculo -que fue un furg¨®n Citro?n-Transit-, la duraci¨®n de las paradas. El horario se cumpli¨® rigurosamente'.
'Yo hab¨ªa arreglado ya con el Gobierno espa?ol el relevo en la frontera', se ufana el brigadier. 'En la noche del jueves 2, tanto Per¨®n como Franco sab¨ªan que Eva estaba en viaje. Desde La Junquera, trasladamos el cuerpo hasta Madrid en una camioneta que ten¨ªa inscripta la palabra Chocolates. Yo estaba en la residencia del embajador, comunic¨¢ndome todo el tiempo por radio. Lalo y monse?or Maturini hab¨ªan llegado esa ma?ana y estaban conmigo'.
'Viajamos por avi¨®n', acota el coronel secamente. 'Y en Madrid nos separamos, despu¨¦s de entregar el cuerpo. Nunca volv¨ª a ver a Maturini. Lo lamento. Era un santo'.
El brigadier est¨¢ exultante. Es ahora cuando siente que tiene los hilos de la historia entre las manos y que puede tejerla como quiere.
'Estuvimos a punto de cometer un error', dice. 'Cuando el ch¨®fer me llam¨® por ¨²ltima vez, advert¨ª que la camioneta con el cuerpo llegar¨ªa a Puerta de Hierro justo a las 20:25, la hora en que se inmovilizaron los relojes cuando muri¨® Eva. Le orden¨¦ que se detuviera 15 minutos en la Glorieta de los Embajadores. De modo que el cad¨¢ver entr¨® en la quinta de Per¨®n a las nueve menos cuarto'.
'Creo que el tirano me reconoci¨® al verme en la casa', dice el coronel.
'No, Lalo, ?c¨®mo iba a reconocerte? Me hab¨ªa preguntado qui¨¦n estaba a cargo del traslado del cuerpo y yo le di tu nombre. Sab¨ªa qui¨¦n eras. Sab¨ªa que hab¨ªas tratado de matarlo'.
'Ser¨¢ por eso que me dio la espalda y ni siquiera me mir¨® cuando firm¨¦ el acta en la que constaba la entrega del cad¨¢ver'.
'A m¨ª, en cambio', dice el brigadier, 'me tom¨® del brazo y me sac¨® al jard¨ªn. Lo vi lagrimear. Ah, Rojitas, me dijo. ?Si usted supiera cu¨¢nto quise a esta mujer! Yo me qued¨¦ en silencio, y al cabo de un minuto me desped¨ª'.
'La dejaron sobre la mesa del comedor', cuenta el coronel, 'y, por lo que s¨¦, qued¨® all¨ª dos o tres meses. Al volver a Buenos Aires, tuve la secreta esperanza de que me reincorporaran al servicio activo y me ascendieran a general. ?sa fue mi mayor ambici¨®n en la vida y nunca pude alcanzarla. Ahora nadie se acuerda de m¨ª, nadie me conoce. Tal vez sea mejor as¨ª'.
El sol se abre de pronto paso entre las nubes y descarga su peso sobre Buenos Aires. De todos lados parecen brotar hormigas aladas que suben hacia ninguna parte. Es abril de 1989 y a¨²n tendr¨¦ que vivir, pocas semanas m¨¢s tarde, el ¨²ltimo acto de esta historia.
EP?LOGO BREVE. El 26 de julio de aquel 1989 se cumplieron 37 a?os de la muerte de Evita. La peregrinaci¨®n del cad¨¢ver no hab¨ªa terminado en Madrid. En noviembre de 1974, cuando la viuda de Per¨®n era la presidenta de Argentina y su astr¨®logo Jos¨¦ L¨®pez Rega se hab¨ªa convertido en el hombre fuerte del Gobierno, ¨¦ste viaj¨® en un avi¨®n especial para rescatar el cuerpo de la quinta de Puerta de Hierro y trasladarlo a Buenos Aires. Una vez all¨ª, la deposit¨® junto al ata¨²d de Juan Per¨®n en la capilla de la residencia presidencial de Olivos.
En 1976, poco despu¨¦s de que la viuda fuera derrocada por una junta de militares depredadores, ambos cad¨¢veres fueron retirados una ma?ana de lluvia y enterrados en lugares distintos: a Per¨®n se le asign¨® un mausoleo en el cementerio de la Chacarita, donde una d¨¦cada m¨¢s tarde lo profanar¨ªan, cort¨¢ndole las manos. A Eva la llevaron al de la Recoleta, en una zona olig¨¢rquica de Buenos Aires que ella odiaba. Con Per¨®n no se tomaron precauciones de vigilancia. Eva, en cambio, yace en el fondo de una cripta, cubierta por tres planchas de acero, cada una de las cuales tiene una cerradura con claves de combinaci¨®n.
Hacia el mediod¨ªa de aquel 26 de julio decid¨ª visitar la tumba de Evita. El lugar estaba desierto, y en la entrada de su mausoleo hab¨ªa unas pocas alverjillas blancas y un par de velas encendidas. De pronto vi que se aproximaban al lugar cinco o seis viejos. Arrastraban los pies, caminaban con un curioso bamboleo. A la cabeza marchaba un personaje macizo, marcial, al que no hac¨ªan mella los a?os. Levantaba un bast¨®n y trataba de llamar la atenci¨®n de los escasos paseantes: 'Vamos a rezarle a nuestra santa', dec¨ªa. '?Vamos a despertar a Evita!'.
El grupo se acerc¨® a donde yo estaba. Todos inclinaron la cabeza al un¨ªsono. Una de las ancianas dej¨® otro ramo de alverjillas junto a la puerta del mausoleo, al pie de una placa de bronce: 'Eva Per¨®n. Eterna en el alma de su pueblo'. Luego, rezaron un Ave Mar¨ªa. Yo habr¨ªa querido retirarme, pero me pareci¨® inoportuno. Al final de la plegaria, el anciano del bast¨®n se dirigi¨® con soltura hacia m¨ª, que era un extra?o, y me dijo, como si yo supiera de qu¨¦ hablaba: '?Sabe, hijo? Yo estuve a punto de rescatar a nuestra santa cuando la ten¨ªan secuestrada en Mil¨¢n. No pude. Quer¨ªa entreg¨¢rsela al general, que era su leg¨ªtimo due?o. Pero he jurado que voy a sacarla de aqu¨ª. La han escondido bajo tres planchas de acero, pero igual voy a liberarla. Ahora que el general no est¨¢, yo soy el ¨²nico que tiene derecho a cuidarla'. Me pregunt¨® mi nombre. Se lo dije. Le pregunt¨¦ por el suyo. 'Soy el teniente coronel Jorge Osinde', contest¨®. 'Ha o¨ªdo hablar de m¨ª, sin duda'.
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