La sierra de Espad¨¢n: Antonio Cabrera
Lo conoc¨ª a finales de los a?os 70, cuando estudi¨¢bamos en la Universidad. Eran especialidades distintas, el Filosof¨ªa y yo Historia, pero lo cierto es que sus clases eran m¨¢s entretenidas que las m¨ªas y las frecuent¨¦ a menudo. Me lo volv¨ª a encontrar mucho despu¨¦s, en una tertulia de poetas. Algunos de sus versos, a¨²n in¨¦ditos, me parecieron fascinantes, l¨²cidos y sugestivamente reticentes, con una rara habilidad para convertir el paisaje en emblema moral y para cuestionarlo a la vez, como construcci¨®n especular de la mente, siempre atareada en enga?arse. Por ejemplo, en un poema dedicado a L'illa dels Pensaments, nombre excesivo para un islote triste e ¨ªnfimo, cerca de las desoladoras urbanizaciones de Cullera. Con cuatro trazos, Cabrera daba buena cuenta de todo.
Al cabo de unos a?os, el primer libro propiamente dicho de Antonio Cabrera ganaba el premio Loewe de poes¨ªa y su autor entraba as¨ª por la puerta grande en la profesi¨®n. El libro, En la estaci¨®n perpetua, lo merec¨ªa, sin duda. Es uno de los mejores que se han podido leer en los ¨²ltimos a?os. En ¨¦l, las cualidades que ya mostraban sus primeros poemas se han afinado y recrecido enormemente: la captaci¨®n del paisaje; la iron¨ªa; la reflexi¨®n a fondo, que busca, junto a la certeza, el alivio de la serenidad; el sentido del tiempo. S¨®lo hay que lamentar que sea la obra de un poeta muy lento -o muy exigente-, porque dan ganas de leer mucho m¨¢s. Despu¨¦s, el autor ha publicado un librito de hai-k¨²s sobre p¨¢jaros que es una delicia de precisi¨®n observadora y de belleza al vuelo. De esta escasez nos consuela saber que Antonio Cabrera ha seguido escribiendo, a su aire pausado, en su casa de la Vall d'Uix¨°, pueblo industrioso que tiene, no muy lejos, algunos de los parajes m¨¢s gratos y poco manoseados del pa¨ªs (y que as¨ª sea por mucho tiempo). Cabrera no es, como la mayor¨ªa de sus colegas, un poeta que aumente sustantivamente su producci¨®n en el ocio del verano. Para ¨¦l, ¨¦sta no es sino una parte m¨¢s de su estaci¨®n perpetua, y la dedica a visitas a su pueblo natal, Medina Sidonia, en C¨¢diz; al de su mujer, Carcaixent, a hacer alg¨²n viaje y a pasar el tiempo en la Vall, leyendo y paseando por sus lugares preferidos, el marjal de Almenara, o la sierra del Espad¨¢n, donde es posible encontrarlo, tumbado a la sombra de una encina, observando las evoluciones de las aves y las lentas gradaciones de la luz en el atardecer. Al fin y al cabo, nada es melanc¨®lico en la naturaleza mientras no la pensamos. Es lo que piensa, y lo que escribe, Antonio tras su contemplaci¨®n. El poeta ha descrito muy bien estos territorios en los que practica su laboriosa cacer¨ªa verbal: valles cerrados entre montes boscosos, circundados de pe?as rojizas, como un altar al sol. Abajo, los campos cultivados: los olivos, unos pocos almendros, alg¨²n cipr¨¦s, acacias. El secano de aqu¨ª es a¨²n el paisaje, de una belleza escueta, de la l¨ªrica griega. En los versos de Cabrera tambi¨¦n encontramos los marjales en donde el ¨¢guila hace presa y los barrancos hondos, con zarzas, aliagas, rosales silvestres, adelfas, de 'un bronce vegetal exacto y n¨ªtido'. El de Cabrera es un para¨ªso ajeno. Vive y muere al margen de nosotros, pero podemos entreverlo y celebrarlo en el poema. Hemos de dar gracias a los emblemas reflexivos de Antonio Cabrera por haber dado vida moment¨¢nea a estas im¨¢genes con el estremecimiento reticente de sus versos. Pues 'todo lo que tenemos se parece a esta belleza que toca nuestra alma y vuelve hacia sus vastos pasadizos'.
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