La incursi¨®n manchega
La Espa?a interior. La aut¨¦ntica. Resistente como el granito. Sincera hasta la m¨¦dula. Donde llaman al pan, pan, y al vino, vino. ?Qu¨¦ importaba que los manchegos tuvieran fama de ariscos y algo rudos cuando ya formaban parte de un nuevo pa¨ªs llamado Antipatilandia? Antes se les consideraba una excepci¨®n. Ahora se sumaron a la regla.
Deseaba, no obstante, perderme en las llanuras silenciosas de La Mancha. Imaginaba la paz de sus campos y de sus pueblos. Noches sin ruidos. Amaneceres con el canto del gallo. Habitantes con nombres novelescos: Alonso, Sancho, Dulcinea. Una maravilla.
La gran bronca
El secretario del Ayuntamiento confirma mis sospechas: el problema del tr¨¢fico es grave. Motos, coches y vertidos incontrolados forman una diab¨®lica trinidad
La nueva ruta desembocaba en escenarios igualmente terror¨ªficos donde los conductores y los peatones se embest¨ªan, increpaban y gritaban mutuamente
Los ciudadanos, hasta ese instante enzarzados entre s¨ª, se pusieron de acuerdo para insultarme. Ahora, el enemigo y causante de todos sus males era yo
Ya silbaba y canturreaba de contento por la N-430 en direcci¨®n a Albacete cuando, de pronto, me vi atrapado en la hecatombre del tr¨¢fico de la avenida del Capit¨¢n Cort¨¦s. La realidad dio al traste con mis enso?aciones. Ante mis ojos, grupos de demenciales lugare?os sorteaban veh¨ªculos como si fueran fugitivos de un manicomio, locos por saltar la medianera met¨¢lica de esa avenida para ser arrollados por sus cong¨¦neres que, sentados al volante de sus coches, pitaban, aceleraban y frenaban espantando a los peatones. El espect¨¢culo era macabro y espeluznante. ?De qu¨¦ parte deb¨ªa ponerme? ?Del lado de los suicidas o del lado de los asesinos?
Me desvi¨¦ por la primera indicaci¨®n que se?alaba el centro de la ciudad. Pero la nueva ruta desembocaba en escenarios igualmente terror¨ªficos donde los conductores y los peatones se embest¨ªan, increpaban y gritaban mutuamente en pasos de cebra, sem¨¢foros o en cualquier sitio y por cualquier motivo. Era una guerra sin cuartel.
Hice un alto para preguntar, sin bajar de mi coche, d¨®nde hab¨ªa un aparcamiento que me librara del infierno. Pero dos segundos de retenci¨®n desataron la gran bronca. Los ciudadanos hasta ese instante enzarzados entre s¨ª, se pusieron de acuerdo para insultarme. Ahora, el enemigo y causante de todos sus males era yo, aunque alguien, compasivamente, me grit¨® que huyera al parking de la plaza de La Mancha. Con las ventanillas cerradas y los seguros de las puertas echados, me puse a dar vueltas y m¨¢s vueltas por Albacete a la b¨²squeda de ese aparcamiento que finalmente apareci¨®. All¨ª onde¨¦ bandera blanca y me met¨ª como en un refugio durante el bombardeo hasta la ¨²ltima planta. Ya estaba a salvo. Apart¨¦ mis manos de las orejas. Me enjugu¨¦ el sudor. Intent¨¦ sosegarme. 'Tranquilo', me dije, 'est¨¢s en el coraz¨®n de La Mancha, llegaste en mal momento, no te desmoralices ni te entregues a la taquicardia'. A continuaci¨®n me asom¨¦ cautelosamente por el vomitorio para observar el curso de aquel conflicto armado. Pero ahora, inesperadamente, los ca?onazos hab¨ªan cesado. Los carros de combate hab¨ªan desaparecido. '?Se habr¨¢n matado todos?', pens¨¦. '?Habr¨¢n firmado un armisticio con la mediaci¨®n de Bono? ?O tal vez se tratar¨¢ de una breve tregua para irse a comer y reponer fuerzas a base de morteruelo, gazpacho, pisto o migas del pastor?'. Mir¨¦ el reloj y, en efecto, ya era la sagrada hora de la manducatoria.
En la oficina de informaci¨®n, en la Posada del Rosario, estaban a punto de cerrar, pero todav¨ªa me atendieron. Pregunt¨¦ si hab¨ªa alg¨²n tour de la ciudad en autob¨²s. O, en su defecto, coches de caballos. O, en ¨²ltima instancia, carromatos de los que arrastran al reba?o tur¨ªstico como ni?os en un parque de atracciones. Y me dijeron que no. Nada de eso exist¨ªa porque tampoco exist¨ªan los turistas. Y si a ¨¦sos les diera por venir a Albacete, ?d¨®nde se meter¨ªan los albacete?os que ya no caben por las calles, que siempre est¨¢n en las calles, haga fr¨ªo o calor?Como no sab¨ªa qu¨¦ hacer ni d¨®nde meterme, me col¨¦ en el Casino Primitivo, a ver qu¨¦ se ofrec¨ªa all¨ª, pero los tres ¨²nicos socios a los que hubiera preguntado algo dormitaban en sillones de piel y era una pena despertarlos. No obstante, uno de ellos abri¨® un ojo y me mir¨® sin decir ni buenas. Otro se quit¨® un hilillo de baba de la boca sin ninguna emoci¨®n, y continu¨® roncando. Les hice adi¨®s con la mano y busqu¨¦ la salida a la calle, que era puro fuego y se derret¨ªa al sol.
Motorista despendolado
Con un bote de coca-cola en una mano y un pa?uelo en la otra, recorr¨ª varias calles en obras y mat¨¦ el tiempo lo mejor que pude hasta que las famosas cuchiller¨ªas abrieran sus negocios al p¨²blico. Hab¨ªa o¨ªdo decir que no se debe abandonar Albacete sin comprar antes una t¨ªpica navaja fabricada en cualquiera de las setenta industrias locales. Ya me ve¨ªa, pues, empu?ando una daga o un sable, un machete o un cuchillo de monte, un estilete o una navaja capadora.
En la calle de Tesifonte Gallego, casi al lado de un Pro-Novias, hab¨ªa cuchiller¨ªas bien abastecidas. En una, su dependiente despleg¨® sus mejores armas blancas. Quer¨ªa endilgarme un pu?al¨®n monstruoso de casi medio metro con mango de cuerno quemado. Pero yo lo par¨¦ en seco: 'S¨®lo necesito un cortau?as', dije. Porque bien mirado, pensaba yo, lo que menos falta me hac¨ªa era esgrimir hierros afilados y agresivos en un atasco.
Por si acaso, cuando se reanud¨® la guerra vespertina, ya me encontraba a varios kil¨®metros del frente. Divis¨¦ el pueblo de Chinchilla, que, en lo alto de una colina recientemente quemada, parec¨ªa otra cosa a pesar de hallarse pr¨®ximo a un circuito de velocidad. Con sumo cuidado sub¨ª por sus empinadas y angostas callejuelas flanqueadas de casonas con escudos y blasones nobiliarios, y pens¨¦ que me adentraba en un remanso de paz. Pero de pronto se me ech¨® encima un motorista despendolado al que casi me puse por montera. No llevaba casco tal vez por falta de cabeza y de cerebro. El joven hizo una mueca beat¨ªfica, una medio sonrisa parecida a la de un moribundo preag¨®nico. Solt¨® pese a todo una fuerte pedorreta y gir¨® sobre su propio sill¨ªn para ascender la pendiente con m¨¢s br¨ªo. Ya en la plaza, se reuni¨® con amigos todos ellos a lomos de sus rugientes motocicletas. Chinchilla mostraba sus colmillos por los tubos de escape.
Para evitar desgracias irreparables, me deshice del coche en un barranco y me dirig¨ª, ahora a pie, a la iglesia parroquial con la esperanza de que los motoristas no entraran con sus m¨¢quinas. Pero falt¨® poco, pues parec¨ªan ser los ¨²nicos amos del pueblo.
Poco despues comprend¨ª que en Chinchilla es preferible caerse por uno mismo antes de que te tiren y pasen por encima los b¨¢rbaros del manillar.
El secretario del Ayuntamiento confirmar¨ªa mis sospechas. En efecto, el problema del tr¨¢fico era grave. Las motos, los coches y los vertidos incontrolados formaban una diab¨®lica trinidad, casi una maldici¨®n. La esposa del secretario del Ayuntamiento trabajaba en urgencias del hospital de Albacete y estaba horrorizada por las cifras de accidentes y la gravedad de los mismos. ?Qu¨¦ se pod¨ªa hacer? 'Muy poco', dijo el alcalde, Mart¨ªnez Correoso, 'porque si les quitas a los chavales la moto o a los mayores el coche, aqu¨ª se arma la revoluci¨®n'.
As¨ª que lo mejor era despedirse de este lugar cuanto antes. Y lo hice convencido de que la soluci¨®n del problema nunca ser¨ªa pol¨ªtica, sino funeraria. Que el remedio es la enfermedad. Y que a medida que aumente la cifra de muertos, descender¨¢ la del parque motorizado. Triste, pero es as¨ª.
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