Una ciudad de cine
Los que vivimos Bilbao como una intensa pasi¨®n no dejamos de observar cualquiera de sus mutaciones, por m¨ªnimas que sean. Y una de las m¨¢s tradicionales es la fuga general que provoca el verano, un fen¨®meno n¨ªtidamente verificable en los primeros fines de semana de julio, cuando las aceras comienzan a convertirse en desoladas autopistas, en largas avenidas solitarias desprovistas de peatones.
El cambio es paulatino, pero asombrosamente regular. La llegada de julio suscita en la ciudad domingos deshabitados, notorios s¨¢bados des¨¦rticos. Nada importa que, como este a?o, la lluvia no nos haya abandonado durante largas semanas: salir de la ciudad se transforma en un compromiso. Y esa progresiva desolaci¨®n se va extendiendo a los d¨ªas laborables cuando llega el mes de agosto. Semana a semana se constata c¨®mo queda menos gente que a¨²n trabaja, c¨®mo los comercios desisten al fin de alzar diariamente la persiana, c¨®mo la ciudad sestea y adquiere un nuevo ritmo, melanc¨®lico y pausado.
Pero las fiestas de las capitales vascas (en esa breve letan¨ªa que comienza con Vitoria y termina con Bilbao) proporcionan a las ciudades un bal¨®n de ox¨ªgeno demogr¨¢fico. De pronto todo vuelve a llenarse de gente, y lo hace en medio de un ambiente l¨²dico que rechaza la enfebrecida actividad laboral del resto del a?o. Una ciudad llena de gente, pero que adem¨¢s se ha propuesto firmemente renunciar al trabajo, es una especie de milagro. Algo parecido pasa con Bilbao durante la Aste Nagusia. Se trata, en efecto, de un milagro, de una transitoria multitud que luego otra vez, a finales de agosto, rehuir¨¢ la ciudad y apurar¨¢ en otra parte sus ¨²ltimos d¨ªas de descanso. Pero, ahora, ?de d¨®nde vienen?, ?de d¨®nde venimos?
La Aste Nagusia se puebla de bilba¨ªnos que descansan en pueblos pr¨®ximos y visitan de nuevo la ciudad para una farra. La Aste Nagusia cuenta incluso con almas comprometidas que ajustan sus vacaciones y regresan exactamente para disfrutar las fiestas. Por ¨²ltimo, la Aste Nagusia cuenta incluso con turistas, un fen¨®meno que en el imaginario de Bilbao habr¨ªa parecido absolutamente irrealizable hace apenas unos pocos a?os.
Me asombra (nos asombra) la lealtad del extranjero. Esos an¨¢lisis pesimistas que hablan del descenso de visitantes a Bilbao son profundamente falsos, sin duda porque toman de referencia el asombroso a?o 1999, en que la ciudad se transform¨® en una especie de leyenda internacional. Sin duda han bajado las cifras alcanzadas en aquella temporada y quiz¨¢s existan empresarios hoteleros que ya no est¨¢n haciendo su agosto, pero lo cierto es que en las calles de Bilbao se sigue oyendo hablar ingl¨¦s, catal¨¢n, italiano, incluso idiomas extra?os que uno no identifica. Los informes macroecon¨®micos dir¨¢n que nos vienen menos guiris. Pero cuando uno recuerda que hace s¨®lo cinco a?os ver a un guiri en Bilbao era un milagro mariano, convendr¨ªa levantar el ¨¢nimo, al menos, como digo, si uno no es hotelero.
Lo cierto es que la Aste Nagusia hierve de visitantes y paisanos, y eso es lo mejor que en cualquier momento le puede ocurrir a una ciudad: convertirse en un hervidero, en una fauna abigarrada de seres variopintos dispuestos a rozarse y a encontrarse. ?sa es la oportunidad que ofrecen unas fiestas urbanas. Incluso el espejismo de que, al final, parece que uno vive en una aut¨¦ntica metr¨®poli en la que puede pasar de todo, una ciudad permanentemente despierta, propicia a la aventura, a los argumentos de cine. Disfrutemos del enga?o, aunque sea durante unos pocos d¨ªas.
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