Un paisaje de Pla
Josep Pla tiene citas para, pr¨¢cticamente, casi todo, por lo que resulta poco original mencionarlo. Pero creo que cometer¨ªa un desaire a su memoria si me pongo a hablar del faro de Sant Sebasti¨¤ sin pasar, aunque sea de soslayo, por alguna de sus p¨¢ginas, y es que nadie cant¨® tantas loanzas ni se ha emocionado tanto ante la contemplaci¨®n de este paisaje marino como Pla. 'Sant Sebasti¨¤ ¨¦s una for?a sentimental, una imatge que portem, tant si en som lluny com si hi som a prop, gravada en la imaginaci¨® del cor'. Pla se refer¨ªa a la emoci¨®n que siente uno que ha nacido all¨ª, en la zona de Palafrugell y sus playas. Yo, que soy de bastante m¨¢s al sur, y por lo tanto forastera en esa tierra, me inclino ante tanta belleza y pido permiso al insigne escritor ampurdan¨¦s para, humildemente, redactar esta cr¨®nica a¨²n con sabor a verano.
En Sant Sebasti¨¤ hay un acantilado que impresiona al que tenga v¨¦rtigo y un mar que parece no tener fin
Para los que no conozcan esta tierra de maravillas, diremos que el faro de Sant Sebasti¨¤ est¨¢ situado en una colina de 175 metros sobre la playa de Llafranc, en Palafrugell. Tiene una ermita dedicada al santo y, hasta 1992, una hospeder¨ªa que se ha transformado en un hotel de cuatro estrellas (s¨®lo ocho habitaciones, pero de ensue?o) con un restaurante que se llena, d¨ªa y noche, de visitantes -como yo- absortos ante el paisaje, la luz, el aire. Pla ascend¨ªa -a pie- por la carretera que -como hoy- cruza un bosque de pinos, aunque ¨¦l ve¨ªa a un pay¨¦s labrando la tierra roja y hoy s¨®lo se ven urbanizaciones. Tambi¨¦n habla del 'silenci pat¨¨tic, sobre l'alta remor dels pins', algo que hoy es dif¨ªcil de encontrar en verano.
Sub¨ª a Sant Sebasti¨¤ una noche de lluvia y volv¨ª por la ma?ana con un sol m¨¢s bien p¨¢lido y unas nubes color ceniza que iban oscureciendo el mar poco a poco. R¨ªos de gente -domingueros como yo- paseaban con los cr¨ªos correteando entre las sillas del bar mientras los mayores se quedaban fascinados ante el paisaje: un acantilado que puede impresionar al que tenga v¨¦rtigo y un mar que parece no tener fin. Rocas de color oxidado que contrastan con el verde 'espaterrant' -quiz¨¢ dir¨ªa Pla- de las copas de los pinos. ?gaves, acebuches (el ullastre en catal¨¢n) y pitas manchan de color y de fuerza al blanco inmaculado de la ermita, con su torre y su terraza y el exquisito hotel renovado. Tanta belleza ahoga. Por esto los m¨¢s despabilados se sientan a la terraza del bar -otro lujo- y toman el aperitivo, mientras los curiosos o los amantes de caminar siguen el camino de ronda -otro lujo del lugar- que los lleva a la cala de Tamariu.
A Sant Sebasti¨¤ sub¨ªan los palafrugellenses -y siguen subiendo- en el d¨ªa del santo, que cae en enero, o los lunes de Pascua, para presentar las nuevas pubilles del pueblo. En algunas de las fotos que cuelgan de las paredes del restaurante se pueden ver carros aparcados y grupos de gente sentada en las escaleras del patio central o sacando agua del pozo. Era la d¨¦cada de 1920 y, naturalmente, no se ve¨ªa ni un coche, pero la fisonom¨ªa del entorno sigue siendo la misma. Los actuales responsables de dar vida a ese entorno (hotel, restaurante, bar) han cuidado de que todo se parezca lo m¨¢s posible a la ¨¦poca en que Josep Pla se extasiaba ante esa maravilla que luego glos¨® en El meu pa¨ªs. L¨¢stima que los exvotos que colgaban de las paredes de la iglesia hayan desaparecido del decorado: es una de mis debilidades, lo primero que busco cuando entro en esas ermitas medio perdidas que me tienen fascinada. Silencio, soledad, miedo, mucho polvo, trastos viejos -inservibles-, olor a moho, a cirio quemado, santos y v¨ªrgenes que parecen apariciones... Ahora la ermita de Sant Sebasti¨¤ es casi de dise?o -impecable-, con un Cristo moderno del artista gerundense Dom¨¨nec Fita, digna de grandes bodas, pero puedo imaginarla como la vio Pla, con sus piernas de cera colgando y la costilla de ballena y la casaca de terciopelo rojo del diminuto santo, y, sobre todo, con el rugido furioso de la tramontana, algo que el paso del tiempo no ha podido ni podr¨¢ borrar nunca.
Y queda el faro. Inaugurado en 1857 y modernizado en 1964. Un faro que deslumbra a sirenas y navegantes (es el m¨¢s potente del litoral mediterr¨¢neo peninsular), que aparece entre los ¨¢rboles mientras se sube la empinada carretera y que ilumina -intermitente- las cenas del restaurante El Far. Cuenta Isabel Villena, la actual directora del establecimiento, que a ella le toca pasar el d¨ªa encerrada en el restaurante, pero cada vez que se asoma al acantilado no puede dejar de pensar en el privilegio de esta tierra. Y me explica, emocionada, los d¨ªas de tormenta que parecen pronosticar el fin del mundo, los d¨ªas grises, cuando el cielo llega a ser m¨¢s oscuro que el mar... No me extra?a la fiebre que tuvo Pla, ni la que tiene la gente, por el Empord¨¤. Ya s¨¦ que est¨¢ de moda, que es cita imprescindible de pol¨ªticos m¨¢s o menos progres, artistas de lujo e intelectuales de dise?o que no dejan de cantar sus gracias. Yo tambi¨¦n lo hago, aunque siga muy apegada al sur, a una tierra que no tiene nada que ver con ¨¦sta, ¨¢spera y dura, por suerte casi virgen. Am¨¦n.
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