La lecci¨®n de Pigmali¨®n
El temor a la p¨¢gina en blanco es le mal de l'¨¦crivain (o enfermedad del escritor), que se bloquea por la impotencia antes de comenzar a escribir. Este s¨ªndrome se suele atribuir a la par¨¢lisis causada por la anticipaci¨®n del fracaso, tal como sucede con la disfunci¨®n er¨¦ctil masculina. Pero igual puede ser explicado por su contrario: lo que da miedo no es tanto la impotencia escritora -el temor a no ser capaz de escribir nada- como la temible potencia de la escritura -el temor a no poder evitar escribir dema-siado-. Pues antes de escribir existe el riesgo de que lo escrito se rebele contra su autor si revela secretos inconfesables de ¨¦ste: por ejemplo, que se trata de un mal escritor, ya sea que su maldad se deba a simple falta de destreza t¨¦cnica o cualquier otra perversi¨®n moral, no menos peligrosa para la fama o la hacienda de nuestro escriba.
Es la paradoja de la creaci¨®n cuando la criatura se rebela contra su creador. Se trata de la dial¨¦ctica hegeliana del amo y el esclavo, que tiene un largo recorrido literario, desde el mito del escultor Pigmali¨®n hasta formas m¨¢s recientes, como el Golem, el doble y el robot, o el monstruo de Frankenstein, el aprendiz de brujo y la inteligencia artificial. Toda esta historia es bien conocida, pero aqu¨ª s¨®lo me interesa advertir su car¨¢cter reflexivo, bilateral o reversible, pues cuando la criatura se rebela es porque a su vez se convierte en creadora, recreando a su propio creador. G. B. Shaw lo supo reconocer, pues cuando Higgins se enamora se invierte la relaci¨®n de poder, quedando el autor dominado por su obra. Y entonces surge la figura del alguacil alguacilado, que se deja ganar por el p¨¢nico: le mal de l'¨¦crivain, que aqueja a todo creador.
Donde mejor se revela esta reflexividad transitiva es en la escritura, precisamente, cuyo doble es la lectura: el otro lado del espejo, o la cara oculta del acto de escribir. Si la p¨¢gina en blanco infunde miedo no es porque est¨¦ vac¨ªa, sino porque est¨¢ llena de lectores an¨®nimos, jueces impersonales que tanto pueden ser crueles como indulgentes, a su arbitrio. Pero el espejo de la p¨¢gina en blanco tambi¨¦n se atraviesa en direcci¨®n inversa, y el miedo que el autor experimenta est¨¢ doblado por el miedo del lector ante la p¨¢gina en negro sobre blanco. Los libros tambi¨¦n infunden p¨¢nico a sus lectores, amenazados por los peligros de las lecturas que encierran. Y esta enfermedad del lector (le mal du lecteur), reflejo sim¨¦trico de la del escritor, tambi¨¦n parece doble. De un lado es un miedo a la lectura en blanco, si la impotencia lectora impide comprender los libros dif¨ªciles de leer. Pero adem¨¢s, por el otro extremo, tambi¨¦n es un miedo a los peligros de la lectura, si ¨¦sta revela la maldad inconfesable de todo lector: sea por ser ¨¦ste un mal lector o por ser un lector malo si su gusto est¨¢ deformado o viciado. En todos estos casos, la lectura repele y atemoriza por lo que pueda revelar de nosotros, si denuncia nuestras carencias, nuestros secretos o nuestros fallos.
Lo cual erige a los libros en pigmaliones por partida doble: tanto de cara a su autor como del lado de todos y cada uno de sus posibles lectores. En efecto, nada como el libro para encarnar la met¨¢fora del bloque de m¨¢rmol que cobra vida propia, pasando a dominar tanto a su autor como a los lectores que caen bajo su poder. Cuando el escritor se enfrenta a la primera p¨¢gina en blanco, lo hace con la actitud del escultor que contempla su bloque de m¨¢rmol por primera vez, o la del gem¨®logo que aquilata un diamante en bruto, tratando de descubrir y adivinar cu¨¢les son sus vetas internas, sus capacidades innatas o su estructura cristalogr¨¢fica, con la esperanza de despertar as¨ª su aut¨¦ntico genio interior, oculto tras su blanca superficie externa. Luego va esculpiendo, tallando y puliendo su materia prima, en un lento proceso que busca revelar o poner de manifiesto su mejor forma posible, prefigurada por aquella predisposici¨®n interna antes descubierta. As¨ª se va exteriorizando una segunda naturaleza que debe respetar aquella otra naturaleza originaria debida a su genio interior. Y por ¨²ltimo, se produce la emancipaci¨®n de la obra que cobra vida propia y comienza a hacerse a s¨ª misma, escribi¨¦ndose sola, como si se hubiese liberado del poder de su autor.
Ahora bien, la emancipaci¨®n de Galatea s¨®lo es completa cuando a su vez se convierte en Pigmali¨®n, escapa a los designios de su creador y alumbra una progenie de futuras criaturas tan rebeldes como ella. Es lo que sucede cuando el libro, una vez acabado, se pone bajo el poder de sus lectores, que ser¨¢n quienes al leerlo encarnen la tarea de infundirle vida propia. Y la experiencia de la lectura tambi¨¦n es como la de Pigmali¨®n, pues enfrentarse al proceso de leer un libro escrito reproduce los mismos cuatro pasos apuntados en el proceso de escribirlo. Primero, antes de leerlo, la expectaci¨®n ante el diamante en bruto o el bloque de m¨¢rmol que parece visto por fuera todo libro cerrado. Despu¨¦s, el descubrimiento de su propio genio interior, que se oculta dormido y latente entre sus p¨¢ginas, y al que hay que despertar identificando cu¨¢l es su verdadera naturaleza originaria. Luego, el revelado, consistente en el desarrollo de su segunda naturaleza mediante la exteriorizaci¨®n progresiva de todas las potencialidades que encierra, conforme se avanza en su lectura. Y por ¨²ltimo, la emancipaci¨®n, que es el instante en que se adquiere el conocimiento acumulado en el libro, y ese conocimiento empieza a obrar efectos sobre la memoria: ya sea para confortarla, si confirma y satisface la propia identidad, o para transformarla, si surge la catarsis y el libro saca al lector de sus casillas, poniendo en tela de juicio su buena conciencia y su definici¨®n de la realidad.
Y esto no s¨®lo sucede con cada libro que escribimos o leemos, sino tambi¨¦n a todo lo largo de nuestra experiencia acumulada de escritores y lectores. La obra entera de un autor es tambi¨¦n como la ninfa Galatea, que se emancipa de la voluntad de su creador. Por eso no se puede programar ni planificar, pues se va escribiendo a s¨ª misma, alumbrando un destino aut¨®nomo que escapa fuera del poder de su paciente creador. Y lo mismo sucede con la carrera lectora de cada lector, que comienza en los a?os de aprendizaje con las primeras lecturas proyectivas, que pretenden colonizar el propio destino, pero que m¨¢s pronto o m¨¢s tarde cobra vida propia, escapando fuera de la voluntad del lector. Entonces puede sobrevenir un eclipse de la lectura, que se suspende o reduce durante un tiempo m¨¢s o menos prolongado, coincidente con la asunci¨®n adulta de cargas familiares. Pero pronto resurge su renacimiento tard¨ªo, que invierte adem¨¢s el sentido de la lectura, dejando de ser proyectiva para hacerse retrospectiva, con la reconstrucci¨®n en la memoria de las m¨²ltiples lecturas que cabe hacer de la experiencia hasta entonces vivida.
Y el c¨ªrculo puede llegar a cerrarse por completo, cuando Galatea se convierte a su vez en Pigmali¨®n. Es lo que sucede cuando el antiguo lector, una vez que su lectura se emancipa y cobra vida propia, experimenta la metamorfosis que le transforma en escritor. En tales casos, el letraherido poco puede hacer al respecto, m¨¢s que prestar su cuerpo y su memoria para que su lectura pueda cumplir su ¨²ltimo destino escritor, una vez aprendida la lecci¨®n de Pigmali¨®n.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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