El mundo en un pa?uelo
En las tres salas de la Galer¨ªa Moriarty, apretada en un segundo piso del barrio m¨¢s cosmopolita de Madrid, el espectador puede dar una vuelta al mundo bastante m¨¢s r¨¢pido que los ochenta d¨ªas que le tom¨® el desplazamiento al celeb¨¦rrimo viajero de Jules Verne, Phileas Fogg. Atsuko Arai, la peripat¨¦tica fot¨®grafa, ha a?adido a sus im¨¢genes unas leyendas que enriquecen de an¨¦cdotas y chismograf¨ªas los ex¨®ticos o convencionales lugares sobre los que puso el ojo -quiero decir, la c¨¢mara- en su interminable periplo por las ciudades y lugares del globo que documenta la exposici¨®n.
Aqu¨ª aparecen, en las estepas de Siberia, el pozo de agua junto al cual pas¨® cinco a?os de campo de concentraci¨®n Alexandr Solzhenitsin, document¨¢ndose en carne propia para escribir El Archipi¨¦lago del Gulag; la lanzadera de astronaves, en Houston, Texas, de donde parti¨® el primer cohete con tripulaci¨®n humana hacia la luna; la pir¨¢mide de Egipto en que recostaba su afrodisiaca silueta Elizabeth Taylor, cuando filmaba Cleopatra; la cervecer¨ªa de M¨²nich a la que acud¨ªa diariamente Paul Klee a tomarse un porr¨®n y a dibujar, horas de horas, sus figuritas liliputienses; el lago de Suiza donde veraneaba Johannes Brahms y que le inspir¨® el c¨¦lebre Intermezzo; la hoster¨ªa de M¨¦xico que ense?¨® a Laura Esquivel los secretos er¨®ticos de la gastronom¨ªa criolla que desvela su apetitosa primera novela Como agua para chocolate; el rinc¨®n de Mosc¨² donde el esp¨ªa Richard Sorge perdi¨® su contrase?a cuando iba a informar sobre el estado de los ej¨¦rcitos japoneses en la Manchuria China; la caseta de los bouquinistes de Par¨ªs junto a la cual Amadeo Modigliani conoci¨® a su inmortalizado gran amor, Jeanne; el rascacielos neoyorquino en el que trabaj¨® como ascensorista Shirley MacLaine a fin de adiestrarse para su papel en El apartamento y la playita de arenas gris¨¢ceas del Mar Negro en la que se refugi¨® Nadia Comaneci luego de ganar su medalla en los Juegos Ol¨ªmpicos de Montreal. En Berl¨ªn o en Tokio, en Chicago o en Cuba, en Vancouver, Nairobi o las selvas del Amazonas, Atsuko Arai no ha rehuido ese color local que rom¨¢nticos y modernistas adoraban y del que los artistas de nuestros d¨ªas escapan como de la peste; por el contrario, lo ha buscado y retratado con la viciosa delectaci¨®n de una turista japonesa. Su diario de viaje es una desembozada exaltaci¨®n de lo pintoresco y lo folcl¨®rico, de esas fachadas y decorados llamativos de las ciudades y los pueblos que suelen atizar las sensibler¨ªas patrioteras.
Ahora bien: se trata de un ficci¨®n. O, mejor dicho, de un enga?o. Todas las fotograf¨ªas de esta vuelta en im¨¢genes al abigarrado mundo de las arquitecturas, las culturas y las costumbres multicolores a lo largo del planeta han sido tomadas en Madrid, en un per¨ªmetro que no debe superar el casco viejo de la ciudad. Atsuko Arai no es s¨®lo una ingeniosa fot¨®grafa; es una ilusionista, una notable embaucadora, y, tambi¨¦n, sin propon¨¦rselo ni sospecharlo, una dinamitera feroz de las fronteras, las convenciones y los s¨ªmbolos patrios, esos emblem¨¢ticos espejismos en que se sustentan las ideolog¨ªas nacionalistas. Cuando la mirada del espectador desborda el marco dentro del cual se halla apresada la imagen a la que alude la leyenda, descubre, con asombro, que aquello que parec¨ªa un atestado and¨¦n del metro de Tokio, un restaurante de Pek¨ªn, un pedazo de maleza de la Amazon¨ªa o el tr¨¢fago asfixiante de Manhattan, son s¨®lo escorzos, detalles, astutamente desgajados por la c¨¢mara de la coleccionista de paisajes folcl¨®ricos, de la m¨¢s cotidiana realidad madrile?a. Atsuko Arai se las ha arreglado para dar la vuelta al mundo sin salir del pu?ado de manzanas que circundan el Parque del Oeste, el Retiro, el Palacio de Oriente y la Puerta del Sol. Sus ojos de zahor¨ª han descubierto que esa limitada geograf¨ªa escond¨ªa, como la caverna de Al¨ª Baba o el Aleph de Borges, todos los tesoros y maravillas del mundo.
Lo fascinante de su exposici¨®n se debe a la buena factura de sus fotograf¨ªas, desde luego; pero, tambi¨¦n, a la sutileza e inteligencia con que ha sido concebida cada una de ellas para dar fuerza persuasiva a esta tesis: que, en los tiempos en que vivimos, el mundo es de veras un pa?uelo, pues cada ciudad contiene de alg¨²n modo a todas las ciudades, es un peque?o microcosmos en el que se refractan gentes, paisajes, usos y semblantes del conjunto de la humanidad. La hermosa supercher¨ªa art¨ªstica que es la muestra lleva enredada entre sus delicadas y risue?as imposturas una verdad robusta como un templo: aquella provinciana capital, cerrada a piedra y lodo del resto del mundo que describieron P¨¦rez Gald¨®s y Baroja, se ha vuelto una Torre de Babel, en el sentido multi-ling¨¹¨ªstico de la met¨¢fora, y, tambi¨¦n, en el racial y cultural. Basta dar una vuelta en la tarde del domingo por el Retiro para escuchar todas las variantes hispanoamericanas del espa?ol, y otra, m¨¢s especializada, por el parque del Oeste para advertir la prodigiosa gama de registros y matices fon¨¦ticos que, sin salir del Ecuador, tiene la lengua de Cervantes. Cuando estoy en Madrid, camino en las ma?anas entre bosnios y croatas en los jardines de Sabattini, y todas las tardes cruzo la irregular placita de Pontejos, donde s¨®lo se habla rumano o alban¨¦s. En la plaza Benavente, en cambio, escucho un franc¨¦s muy tropical y subsahariano, el ¨¢rabe, y variados aunque indiferenciables dialectos africanos. Madrid ya no es del todo madrile?a ni espa?ola; es, cada vez m¨¢s, como Par¨ªs, Londres, New York o Berl¨ªn, un complicado h¨ªbrido, un creciente espejo del mundo. Y por eso ha podido Atsuko Arai -una artista japonesa nacida en Kioto en 1959 y transplantada desde 1994 a Barcelona, seg¨²n leo en el cat¨¢logo- sentirse aqu¨ª como en su casa y, tomando posesi¨®n de Madrid, radiografiar en sus calles los signos de identidad m¨¢s inequ¨ªvocos de una veintena de urbes y paisajes for¨¢neos.
La visita a la Galer¨ªa Moriarty me record¨® una frase de Flaubert -'Basta mirar intensamente una cosa para que se vuelva interesante'-, que calza como un anillo a lo que ha conseguido Atsuko Arai escrutando Madrid, la c¨¢mara bajo el brazo, con la paciencia y la minucia que exige el amor y el esp¨ªritu abierto de una ciudadana del mundo: entrever en estas callecitas anodinas, en estas esquinas y edificios repetibles, en la banalidad de sus calzadas y rotondas, unos fondos de magia y de milagro, unas se?ales y presencias in¨¦ditas, desconcertantes, a veces temibles, otras exaltantes, y siempre sorprendentes. 'La vuelta al mundo en Madrid' hace en im¨¢genes por esta ciudad lo que hicieron literariamente por Par¨ªs Louis Aragon en Le Paysan de Paris y Andr¨¦ Breton en Nadja: sacar a la luz su secreta fisonom¨ªa, lo que el surrealismo llamaba lo maravilloso-cotidiano de la vida.
Y me record¨®, tambi¨¦n, una conversaci¨®n con Julio Cort¨¢zar, en un bistrot parisino, a mediados de los sesenta, una ¨¦poca en que nos ve¨ªamos con cierta frecuencia. El editor Orfila, de Siglo XXI, le ped¨ªa un libro hac¨ªa tiempo y ¨¦l daba vueltas a una idea que se le escurr¨ªa. Hasta que ese d¨ªa la atrap¨®. Estaba excitado y feliz: 'Un viaje por todo el mundo, como el de Phileas Fogg, pero sin salir de mi escritorio. Un libro loco, de piantado, hecho de retazos y desechos, como un gran collage'. Revisar¨ªa viejos proyectos abandonados a medio hacer, rescatar¨ªa textos perdidos en revistas ef¨ªmeras, escribir¨ªa notas o semblanzas o pastiches inspirado en los discos, fotos u objetos de su entorno y el resultado ser¨ªa un libro sobre todos los temas o ninguno. Cuando La vuelta al d¨ªa en ochenta mundos apareci¨®, uno o dos a?os despu¨¦s de aquella charla, en 1967, el libro en cuesti¨®n era tambi¨¦n, en su ingenio an¨¢rquico, como la muestra de Atsuko Arai, involuntariamente sedicioso y rompedor de las fronteras y los g¨¦neros, una mescolanza de humor y seriedad, de poes¨ªa, juego, pintura, pol¨ªtica y locura, en la que chisporroteaba, con alegr¨ªa e insolencia, la curiosidad universal y el esp¨ªritu adolescente de ese cincuent¨®n que era ya entonces Cort¨¢zar, y su voracidad cosmopolita, su entra?a generosa y su candor. Un libro que era todos los libros que ya hab¨ªa escrito y los que no tendr¨ªa ya tiempo ni ganas para escribir, s¨®lo para desearlos y so?arlos y esbozarlos en una simple frase o un desplante po¨¦tico. Armado con la ayuda del pintor Julio Silva, bastaba pasar los ojos por las p¨¢ginas de ese libro poli¨¦drico, para sentir c¨®mo se hab¨ªan divertido y gozado los dos Julios, recortando disparates en los peri¨®dicos, confundiendo baratijas y obras de arte, solapando y cruzando las materias, los textos, los objetos, en un enloquecido disfuerzo creador, que los hac¨ªa sentir vivos y j¨®venes, mientras, con ayuda de la fantas¨ªa, exploraban todas las geograf¨ªas del arte y la literatura.
Hay quienes sienten un miedo cerval a ese mundo que ya comienza a ser el nuestro, un mundo sin cuadr¨ªculas ni se?as de identidad reconocibles, mestizo y cuarter¨®n, salvajemente adobado de sangres y costumbres dis¨ªmiles, donde todos somos todos y nadie es nadie a la manera tradicional. A m¨ª, en cambio, y espero que a muchos m¨¢s, esas magn¨ªficas mezclas me entusiasman. Porque me hacen so?ar en una humanidad menos est¨²pida, menos prejuiciada, menos xen¨®foba, racista y patriotera, m¨¢s tolerante y liberal, es decir m¨¢s libre. Para decirlo a la manera de Julio Cort¨¢zar: todos los mundos, el mundo. Todas las patrias, la patria.
? Mario Vargas Llosa, 2002. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2002.
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