La puerta del cielo
Los que creen que el arte ha muerto o no tiene ning¨²n porvenir o se ha hecho definitivamente in¨²til -en especial, los que viven de estas afirmaciones, mercenarios de la necrofilia art¨ªstica- har¨ªan bien en acercarse a la ¨²ltima exposici¨®n barcelonesa de Anthony Caro (en La Pedrera) y, con particular atenci¨®n, a la escultura templo laberinto denominada El Juicio Final. Ser¨ªa interesante saber qu¨¦ creen una vez terminado el recorrido, si es que a¨²n est¨¢n en condiciones de ver m¨¢s all¨¢ de sus visiones preconcebidas y de sus t¨®picos rutinarios.
Para los que nunca han cre¨ªdo en aquel prolongad¨ªsimo crep¨²sculo ni han confundido por completo el simulacro con la creaci¨®n, el recorrido de la obra de Caro puede ser la confirmaci¨®n del poder del arte para captar los signos m¨¢s profundos de una ¨¦poca sin por ello abandonar la m¨¢s radical libertad expresiva. Ante El Juicio Final palidecen toneladas de arte impotente y miles de p¨¢ginas de teor¨ªa impotente sobre el arte. Es una obra que lleva dentro de s¨ª lo que George Steiner llam¨® "presencias reales".
En 'El Juicio Final', de Anthony Caro, se hallan representadas las tres grandes tradiciones de Europa: la jud¨ªa, la cristiana y la griega
Con todo, no deja de ser un experimento abrumador en la trayectoria de su autor, alguien que, de acuerdo con el t¨ªtulo general de la exposici¨®n, se ha pasado su vida dibujando el espacio mediante la escultura. Disc¨ªpulo de Henry Moore, Anthony Caro ha sido un privilegiado testigo del viraje de la escultura en el siglo XX. Frente al escultor tradicional, creador de figuras surgidas de la piedra o el metal, el escultor del ¨²ltimo siglo ha tratado de horadar el espacio y aun el tiempo mediante el vaciado de formas arrebatadas a la materia. Part¨ªcipe de esta concepci¨®n, Caro se ha aproximado en algunas ocasiones a la abstracci¨®n grave y geom¨¦trica de Oteiza o Chillida, con quienes ha compartido la nobleza introspectiva del hierro; en otras, sin embargo, ha sido proclive al vuelo vertical de Julio Gonz¨¢lez o Brancusi. Durante muchos a?os la obra de Anthony Caro ha comprometido la escultura con la ligereza, el movimiento y la luz. ?stos han sido sus grandes recursos para "dibujar el espacio".
Pero El Juicio Final se aparta abruptamente de estas premisas, como si, de pronto, el mundo ya no pudiera ser redibujado mediante la tr¨ªada gozosa de la luminosidad, la fluidez y la levedad. O, tal vez, en una perspectiva m¨¢s hist¨®rica, como si el siglo XX -el siglo por el que ha transcurrido la existencia de Caro- debiera ser juzgado con el recurso a otros instrumentos.
As¨ª la invitaci¨®n al vuelo sensorial, tan recurrente en las obras de Caro, es sustituida por una exigencia diferente. En El Juicio Final el espectador es invitado a adentrarse en la propia escultura. Al hacerlo aparentemente entra en su templo aunque pronto percibe que se trata, asimismo, de un laberinto. La atm¨®sfera tiene algo de carcelario y mucho de claustrof¨®bico. La luz ha sido sustituida por una oscuridad ocre; la ligereza, aplastada por una pesadez agobiante; el movimiento, vencido por un microcosmos est¨¢tico y m¨®rbido. Hay un magnetismo extraordinario en esa cueva del horror y de la piedad.
Aunque la inspiraci¨®n m¨¢s inmediata de El Juicio Final haya sido la guerra de Kosovo apenas es posible albergar dudas sobre su proyecci¨®n m¨¢s universal. Es el entero siglo XX, con su inigualable balance tr¨¢gico, el que est¨¢ en el banquillo de los acusados. El espectador, atrapado ¨¦l mismo en la escultura, asiste a las distintas secuencias de este juicio a medida que avanza por en medio de los 25 grupos escult¨®ricos. Quiz¨¢ no sea s¨®lo el siglo XX sino que sea Europa misma -su historia, sus mitos, sus haza?as- la que est¨¢ en el banco de la acusaci¨®n puesto que Anthony Caro se muestra cuidadoso en el momento de elegir a los protagonistas de su laberinto.
En El Juicio Final se hallan representadas las tres grandes tradiciones de Europa: la jud¨ªa, la cristiana, la griega. El espectador es transportado a la escalera de Jacob o a la danza de Salom¨¦ con la misma misteriosa complicidad con que es enfrentado a la traici¨®n de Judas, a la barca de Caronte o a la profec¨ªa de Tiresias. Pero junto a las ra¨ªces culturales y a las m¨¢s expl¨ªcitamente literarias -Virgilio, Dante, Joyce- llama la atenci¨®n la presencia de lacerantes met¨¢foras, t¨®temes sacrificiales casi, que est¨¢n m¨¢s all¨¢ de las tradiciones particulares y que pertenecen a todas las ¨¦pocas porque no son patrimonio exclusivo de ninguna de ellas en particular: la confesi¨®n, los prisioneros, garita de torturas, carne, sin piedad.
Para poner en pie este teatro de sombras no le han faltado a Anthony Caro ilustres precedentes en el arte occidental, desde Giotto a Miguel ?ngel, con el m¨¢s inmediato de Rodin en el ¨¢mbito de la escultura. No obstante, ninguno de estos precedentes es suficiente para explicar la densidad de presencias convocadas por Caro mediante esos amasijos maravillosamente ordenados de cemento, lat¨®n, acero y madera. Al fusionar modernidad y tradici¨®n, al deshacer con tanta solvencia el falso dilema entre abstracci¨®n y figuraci¨®n, Anthony Caro nos ofrece, pese a la negrura de su obra, un horizonte esperanzador para el propio arte.
Acaso en esta direcci¨®n el ¨²ltimo grupo escult¨®rico de El Juicio Final sea La puerta del cielo, una promesa de retorno a la luz o, cuando menos, de resistencia a la oscuridad que no deber¨ªa caer en saco roto en nuestros d¨ªas.
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