Antoni?o clavel rojo I
Ant¨®nio Lobo Antunes Los afectos destinados a convertirse en nostalgia se forman en silencio. Como a traici¨®n. Incluso en situaciones que en teor¨ªa parecen adversas para ganarse un lugar en los sentimientos. Se cuelan, sobre todo, en d¨ªas infantiles donde las apariencias dominan parte del mundo y se mira de soslayo lo que no est¨¦ en predios del deseo. Hasta que el tiempo o una partida descubre que en aquellos d¨ªas des¨¦rticos de querencias estaban creciendo amores sinceros.
Salvo ella, a m¨ª nadie me llam¨® nunca as¨ª. Dec¨ªa
-Antoni?o clavel rojo
dec¨ªa
-Ojal¨¢ tuviera tu edad
y no obstante se cas¨® con otro. Tambi¨¦n m¨¢s joven que ella, un a?o o dos m¨¢s joven que ella. No entiendo por qu¨¦ prefiri¨® quedarse con ¨¦l y no conmigo, que ten¨ªa menos de veinti¨²n a?os, estaba acabando la primaria, me consideraba un as en el hockey y para colmo era de la familia. El problema no resid¨ªa en que yo quisiera casarme con ella: resid¨ªa en que no quer¨ªa que se casara con nadie, que se quedase siempre all¨ª, en casa de mis abuelos dando clases de piano. Compr¨® mi aprobaci¨®n con la promesa de que ser¨ªa padrino de uno de sus hijos. Los padrinos eran, para m¨ª, personas importantes, y ser promovido, a los ocho a?os, a persona importante, afloj¨® mis resistencias. Me prometi¨® tambi¨¦n que me ense?ar¨ªa a bailar y, durante fiestas y m¨¢s fiestas de cumplea?os no hac¨ªa m¨¢s que pisarla, desgarbado, r¨ªgido, con la boca a la altura de su ombligo, turbado de torpeza y verg¨¹enza. Pasodobles, tangos, valses, y yo con escobas en lugar de piernas segu¨ªa sus pasos, resoplando angustiado contra la hebilla del cintur¨®n, olisqueando un perfume que me produc¨ªa un cosquilleo y un sue?o rar¨ªsimos cuyo origen y naturaleza siempre prefer¨ª no entender. En contrapartida, tuve que aceptar aprender piano. Pero mis dedos eran como morcillas y no pas¨¦ de Nini Beb¨¦ y los Martillitos. Su hermana mayor, mi t¨ªa Madalena, decidi¨® tomar en sus manos el problema de mis morcillas y cambi¨¦ de profesora. Yo al piano, ella a mi lado llena de paciencia. A la segunda nota la o¨ª lamentarse
El problema resid¨ªa en que no quer¨ªa que se casara con nadie
-Ay, hijo
como si la hubiesen traspasado con un hierro candente. Pens¨¦ que le iba a dar algo. Pens¨¦ que sus ojos revirados eran el anuncio de una trombosis. A¨²n p¨¢lida, a¨²n no recompuesta del todo, insisti¨®
-Vamos a volver al principio
las morcillas atacaron las teclas
(no me sentaba en el taburete, sino encima de dos libros de m¨²sica posados sobre el taburete)
el
-Ay, hijo
retorn¨® en un grito de agon¨ªa, la t¨ªa Madalena sugiri¨®, al recuperarse
-Es posible que no tengas ya remedio
y me vi libre de la m¨²sica. Fuera de eso, no faltaban en el c¨ªrculo familiar pianistas de todos los sexos y edades. Me asombraba que tocasen con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza en estado de ¨¦xtasis, y que, al acabar, regresasen despacio de regiones celestes, con las manitas suspendidas, pesta?eando felicidades prolongadas, de vuelta a un mundo de sopa de espinacas, cajones combados y autobuses repletos que la ausencia de Chopin hac¨ªa inhabitable. Durante las piezas, algunos saltaban en el taburete
(no les hac¨ªan falta libros de m¨²sica)
otros alzaban hacia el techo las tortolitas et¨¦reas de las mu?ecas. Yo, que jugaba como atacante en el hockey sobre patines y recib¨ªa del entrenador promesas de noches de gloria al recomendarme
-Dales duro
consideraba que todo aquello era una tremenda mariconada. Para colmo los pelos largos de los compositores y sus ojos gelatinosos en blanco confirmaban mis sospechas, dejando de lado el caso de Beethoven, tan feo y tan poco espiritual, con una cara como la del jardinero de mi abuelo que se llamaba Marciano. Durante alg¨²n tiempo, pens¨¦ que Beethoven compart¨ªa con Marciano los favores de la cocinera y se alternaban, por la tarde, en el riego del jard¨ªn, aunque ni uno ni otro me parec¨ªan muy dados a las flores. El aspecto feroz de Beethoven me manten¨ªa a distancia, con temor a que me ordenase:
-Puerta
como hac¨ªa Marciano si lo encontraba en la despensa, con los ojos abiertos y sin la cabeza en ¨¦xtasis, perdiendo las manitas en los pliegues del delantal del que me llegaba un penetrante olor a alb¨®ndigas. Y el otro era Bach, parecido a la estatua del marqu¨¦s de Pombal, pero a?adi¨¦ndole el despecho de que le hubiesen robado el le¨®n, con sus bucles postizos y su doble papada, que me miraba un poco de soslayo con una severidad de estadista. Parec¨ªa que siempre estaba a punto de preguntarme
-?Y el le¨®n, chaval?
y su silencio con respecto al animal me dejaba intrigado.
Sin la melena podr¨ªa ser entrenador de hockey y tal vez saborear alg¨²n manjar de la cocinera de los vecinos. Estos dos meros principiantes produc¨ªan m¨²sica que en mi opini¨®n no era m¨¢s que una serie de soniquetes al alcance de las morcillas de mis dedos.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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