Versiones de concierto
La actuaci¨®n en Valencia de la Wiener Staatsoper (Filarm¨®nica de Viena cuando no act¨²a con la compa?¨ªa de la ?pera del Estado), evidenci¨® de nuevo la dificultad para conseguir, en Salom¨¦, el equilibrio entre solistas y orquesta. M¨¢s a¨²n en las versiones de concierto donde, al sacar a los instrumentos del foso, se coloca a los cantantes en situaci¨®n de desventaja frente a la masa orquestal, al tiempo que los imperativos de claridad y lirismo deben mantenerse. Las exigencias son tremendas, especialmente en el caso de la protagonista, aunque tambi¨¦n la parte de Herodes presenta una complejidad notable.
La lectura de Ozawa fue colorista y expresiva, pero nada misericordiosa con la voz. Consciente del fuerte peso que el sinfonismo program¨¢tico tiene en esta partitura, la batuta otorg¨® a la orquesta todo lo que le corresponde (y hasta, quiz¨¢s, un punto m¨¢s), y pareci¨® dejar que los cantantes solucionaran como pudieran el problema de tener los instrumentos detr¨¢s de ellos en lugar de a sus pies. Con el agravante, adem¨¢s, de que la ac¨²stica del Palau tiende a reforzar los planos traseros. Peter Weiber aguant¨® bien y su Jokanaan no se resinti¨® demasiado. El personaje es ext¨¢tico y no exige grandes matizaciones ni sutilezas. Se trata de un profeta iluminado e imp¨¢vido, para el que se requiere un bar¨ªtono potente y poco m¨¢s. Margarete Hintermeier tambi¨¦n hizo una Herod¨ªas estimable, aunque de voz algo entubada. Arnold Bezuyen, como Narraboth, luci¨® un instrumento vigoroso y grato.
Salom¨¦
De Richard Strauss. Wiener Staatsoper. Solistas: Eliane Coelho, Michael Roder, Margarete Hindermeier, Peter Weber y Arnold Bezuyen. Director: Seiji Ozawa. Palau de la M¨²sica. Valencia, 30 de noviembre de 2002.
M¨¢s dif¨ªcil lo tuvieron, l¨®gicamente, Eliane Coelho (Salom¨¦) y Michael Roider (Herodes). Este ¨²ltimo evidenci¨® signos de cansancio desde la tercera escena, y result¨® tapado por la orquesta demasiadas veces. Dise?¨®, sin embargo, un personaje cre¨ªble y matizado de principio a fin, con toda la debilidad y el nerviosismo que el libreto atribuye al tetrarca. La soprano, por su parte, se esforz¨® en moldear cada una de las frases con la complejidad que se le exige en la partitura. Y, aunque en la memorable escena final no pudiera aguantar el embate de la orquesta, su Salom¨¦ supo desplazarse desde la sensualidad hasta la ira, y desde la venganza hasta el arrobamiento. Hubo, sin embargo, cierta indefinici¨®n en cuanto al car¨¢cter: el personaje no era la Salom¨¦ adolescente y caprichosa -la que parece desprenderse del texto de Oscar Wilde- ni tampoco la mujer cruel y lasciva que debemos a la iconograf¨ªa de Beardsley.
La orquesta, como cab¨ªa esperar, respondi¨® de forma admirable y contribuy¨® a iluminar la escena con los colores adecuados. Para ello, cada instrumento y cada secci¨®n proporcion¨® pinceladas magistrales. Los tres interludios fueron toda una exhibici¨®n de t¨¦cnica interpretativa, aunque no siempre se siguiera el consejo del compositor de ejecutar esta m¨²sica "como si se tratara de una pieza de Mendelssohn". La Danza de los siete velos se hizo con elegancia y sin caer en lo m¨¢s facil¨®n de la sensualidad. Pero lo mejor fue la capacidad, casi cinematogr¨¢fica, de sugerir lo que subyace al texto, luciendo, adem¨¢s, la singular sonoridad vienesa.
Con todo, la orquesta tuvo un protagonismo excesivo. Strauss le dio un gran peso en la obra, pero tambi¨¦n fue con cuidado al elegir qui¨¦n deb¨ªa cantarla: conoc¨ªa mejor que nadie la necesidad de que las voces se escuchen con limpieza y ocupen el lugar que en toda ¨®pera les corresponde.
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