Un hombre tranquilo
?Qu¨¦ motivos podemos tener para leer la autobiograf¨ªa de otra persona, mientras a¨²n estamos ocupados en devanar la nuestra? El amante de este g¨¦nero literario nunca carece de coartadas. Ciertas memorias nos atraen por el protagonismo hist¨®rico del personaje o por lo ins¨®lito de sus experiencias; tambi¨¦n cuentan lo admirable de sus logros en cualquier campo -"?c¨®mo se las arregl¨® para...?"- o su visi¨®n testimonial de una ¨¦poca que queremos conocer mejor. En todos estos casos, es la peculiaridad vital del narrador quien justifica el inter¨¦s por su relato. Otras veces, sin embargo, el protagonista no importa tanto por lo que ha vivido sino por c¨®mo cuenta lo que vivi¨®. Nos atraen m¨¢s las reflexiones que le ha suscitado su vida que los incidentes que ha vivido, en s¨ª mismos intercambiables con muchos otros. Por ejemplo, aunque Chateaubriand no fue precisamente un cualquiera, sus Memorias de ultratumba deslumbran m¨¢s como ejercicio de estilo reflexivo sobre el paso del tiempo que por las peripecias personales e hist¨®ricas que narra en ellas.
PERSONAS Y LUGARES
George Santayana Traducci¨®n de Pedro Garc¨ªa Mart¨ªn Trotta. Madrid, 2002 593 paginas. 28 euros
Y a¨²n es m¨¢s v¨¢lido este criterio aplicado a la autobiograf¨ªa de Santayana, un personaje de intelectual voluntariamente menor y desapegado de lo pintoresco o de lo monumental, observador del mundo y de s¨ª mismo desde un talante pl¨¢cido hasta lo enigm¨¢tico, casi hasta la desesperaci¨®n. Personas y lugares -que re¨²ne en un solo volumen sus tres libros de memorias, ofrecidas ahora al lector de nuestra lengua en una edici¨®n bien cuidada y anotada- constituye, a mi juicio, la obra m¨¢s destacada de su g¨¦nero escrita por un espa?ol en el siglo XX (quiz¨¢ junto a Vida en claro, de Jos¨¦ Moreno Villa). Eso s¨ª, escrita por un espa?ol... en ingl¨¦s.
La personalidad de George
Santayana (o Jorge Ruiz de Santayana, como figuraba su nombre en su pasaporte y ahora en la l¨¢pida de su tumba romana) no ha logrado abrirse paso suficientemente en el aprecio de sus compatriotas. Aqu¨ª valoramos m¨¢s a los personajes extravagantes o estrafalarios que a los meramente originales; aceptamos de buen grado al inequ¨ªvocamente distinto, siempre que se someta m¨¢s o menos al perfil del energ¨²meno, lo que permite reconocerle satisfactoriamente como "muy espa?ol". Nacido en Madrid, criado en ?vila y Boston, madurado en Inglaterra, Alemania y Francia, feliz en Venecia, anciano en Roma (donde muri¨® y est¨¢ enterrado), poeta y fil¨®sofo en lengua inglesa que nunca renunci¨® a su nacionalidad espa?ola, Santayana es un esp¨ªritu profundamente original pero nada estrafalario y vocacionalmente anti-energum¨¦nico. No padeci¨® el destierro, lo que le hubiera servido de timbre de gloria sobre todo si fuese por razones pol¨ªticas, sino que lo eligi¨® con un resignado deleite casi perverso. Quiz¨¢ fue a su modo un aventurero pero opt¨® -como dir¨ªa Borges- por "las secretas aventuras del orden". De modo que nunca terminar¨¢ del todo por ser "de los nuestros"... salvo para un pu?ado de adictos que le consideramos como la contrafigura m¨¢s notable de la generaci¨®n del 98, a la que cronol¨®gicamente pertenec¨ªa aunque vivida al otro lado del Atl¨¢ntico.
Quienes deseen adentrarse en su pensamiento pueden acudir a algunas de sus obras reeditadas por Tecnos, como Tres poetas fil¨®sofos (que tradujo Ferrater Mora) y sus magn¨ªficos Di¨¢logos en el limbo. O a¨²n mejor, a su libro recientemente publicado por Losada, Escepticismo y fe animal, sin duda la mejor introducci¨®n a su sistema filos¨®fico (porque, para colmo, Santayana pretendi¨® ser un fil¨®sofo sistem¨¢tico). Tambi¨¦n su gran novela El ¨²ltimo puritano, si no est¨¢ ya descatalogada, es una v¨ªa placenteramente ¨²til para familiarizarnos con ¨¦l. Pero sin duda lo mejor para conocerle de cuerpo entero, en la flor de su talento y tambi¨¦n de sus limitaciones, son estos fragmentos de autobiograf¨ªa que ahora se nos facilitan.
La vida de Santayana tiene
algo de perpetuamente inacabado, como si s¨®lo fuera el esbozo de un retrato, algunas de cuyas partes -una mano apoyada en una mesa, por ejemplo, o un fragmento de perfil- estuviesen pintadas con perfecto detalle mientras el resto son s¨®lo trazos vagamente alusivos. Esta caracter¨ªstica fragmentaria no s¨®lo pertenece al relato que Santayana hace de su biograf¨ªa sino tambi¨¦n y sobre todo a la existencia misma all¨ª narrada. Por ejemplo, habit¨® en muchos lugares y nunca tuvo una casa propia. Fue el perpetuo hu¨¦sped (la tercera parte de esta autobiograf¨ªa se llam¨® Mi anfitri¨®n, el mundo pero tambi¨¦n pod¨ªa haberse titulado Todo el mundo fue mi anfitri¨®n). Le hospedaron hoteles, amigos generosos y quiz¨¢ resignados, espor¨¢dicos parientes y hasta santas monjitas. Vivi¨® muchas veces de prestado y las dem¨¢s, de alquiler: quiz¨¢ a todos nos ocurre lo mismo, aunque creamos haber "fundado" un hogar.
Sigui¨® una carrera acad¨¦mica estertorosa y la abandon¨® al poco de haber conseguido una posici¨®n envidiable como profesor en Harvard y colega de William James. S¨®lo quer¨ªa ser estudiante, un perpetuo estudiante viajero que nunca estudiaba nada demasiado en serio y se marchaba siempre antes de los ex¨¢menes. Pol¨ªticamente conservador, desde luego, coet¨¢neo del desastre espa?ol en Cuba frente a Estados Unidos, de nuestra guerra civil y de otras dos tremendas guerras mundiales que apenas le merecen comentario, pero que de pronto anota al desgaire: "Las sociedades son como los cuerpos humanos, todos acaban corrompi¨¦ndose, a menos que se los queme a tiempo". Convencido materialista, sin fe en ninguna trascendencia ultramundana, siempre se declar¨® cat¨®lico y sostuvo que "cada religi¨®n, con la ayuda de m¨¢s o menos mito que toma m¨¢s o menos en serio, propone un m¨¦todo de fortalecer el alma humana y permitirle hacer las paces con su destino". Observa con minucia entomol¨®gica lugares y personas, siendo capaz de trazar en pocas l¨ªneas vi?etas v¨ªvidas de aquello que presenci¨® y hasta de lo que le contaron, como cuando se refiere a la hora del paseo en Manila, la ciudad en la que se conocieron sus padres y que ¨¦l nunca visit¨®: "Cuando sonaba el ¨¢ngelus todos los carruajes se deten¨ªan, los hombres se quitaban los sombreros, las se?oras, si quer¨ªan, susurraban el Ave Mar¨ªa y los caballos orinaban".
Debi¨® de ser de trato agradable y buena compa?¨ªa, aunque nunca demasiado efusivo o verdaderamente cordial ("ser cordial es como alborotarle a alguien el pelo para alegrarle, o besar a un ni?o que no lo pide. Se siente uno a gusto cuando eso acaba"). Incluso los retratos de sus mejores amigos -como el de Frank Russell, el hermano mayor de Bertrand- resultan demasiado penetrantes para ser realmente simp¨¢ticos. Nunca se ciega, nunca se obnubila, nunca se entrega ni se descubre. Dir¨ªamos que permanece asexuado si no conoci¨¦semos por testimonios externos su afici¨®n homoer¨®tica, en la que tampoco es cre¨ªble que se permitiera grandes desbordamientos. Paso a paso, sin declarar melancol¨ªa, refleja el deambular del tiempo y la vanidad irremediable de nuestros empe?os, de los que no excluye los suyos. Le podemos imaginar con el mismo talante en cualquier ¨¦poca, pero se atuvo con fidelidad al retrato sin estruendos de la suya, de la que abundan con raz¨®n las cr¨®nicas tremendistas. De pronto, tras pormenorizados encuadres arquitect¨®nicos o perspicaces anotaciones costumbristas, concluye: "Quiz¨¢ el universo no sea m¨¢s que un equilibrio de imbecilidades". Nada autoriza a tomarlo como una queja, es una simple constataci¨®n. ?Qu¨¦ m¨¢s? ?Ah, s¨ª! Leer este libro proporciona un raro y desasosegante placer.
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