Ardor fallero
Las Fallas son una obligaci¨®n y una repetici¨®n: bajo el pretexto de la vida peatonal acaban con la pac¨ªfica rutina andarina del caminante y con la excusa del ingenio reiteran, a?o tras a?o, la misma circunstancia ya vivida, ya vista, ya sabida. La juerga explosiva se adue?a de las calles sin dar descanso al vecindario m¨¢s necesitado; el rugido de las motocicletas petardea, sabedores todos de que hay licencia para el decibelio; el desenfreno y el estr¨¦pito de la p¨®lvora y de las explosiones amenazan a quienes temen el estruendo y el fuego; y la alcaldesa y sus adl¨¢teres se suman con alegr¨ªa expansiva y condescendiente al libertinaje municipal, alentando, jaleando, entregados con la furia propia de una campa?a electoral. Y lo peor es que todo, absolutamente todo, resulta ser predecible. No hay nada de extra?o en ello. Como corresponde a la fiesta ritual, las Fallas son previsibles y no hay casi nada que las contrar¨ªe: su vuelta es as¨ª un vaticinio cierto y venidero. Se trata de saber esperar y de adivinar lo que irreparablemente habr¨¢ de suceder.
Algo semejante ocurre en otras partes, sitios en los que podemos detectar el mismo entusiasmo por los regocijos p¨²blicos. Por ejemplo, seg¨²n denunciaba a?os atr¨¢s Antonio Mu?oz Molina en La huerta del ed¨¦n, Andaluc¨ªa estaba siendo recreada de acuerdo con ideales pobretones, contemporizadores, unos ideales que nada ten¨ªan que ver con la nobleza personal, con la cultura, con la educaci¨®n, con la instrucci¨®n p¨²blica, con el civismo. Eran ¨¦stas im¨¢genes complacientes de flamencos y faralaes en juerga permanente, en una interminable sevillana de Feria o camino del Roc¨ªo. Y esa fiesta continua se completaba, adem¨¢s, con mistificaciones hist¨®ricas que serv¨ªan de legitimaci¨®n y de orgullo: el legado andalus¨ª, sin ir m¨¢s lejos. Es decir, habr¨ªa un presente en el que se baten palmas incesantemente como si esa tarea fuera el rasgo propio y b¨¢sico de los andaluces y habr¨ªa un pasado en el que se recrean im¨¢genes rom¨¢nticas y enga?osas de un Islam melanc¨®licamente a?orado, el de los aseos y el ba?o semanal. La irritaci¨®n quiz¨¢ vehemente y agraviada de Mu?oz Molina se formulaba contra esas operaciones de pura invenci¨®n, de indolencia y de obligaci¨®n jaranera.
?Tenemos todav¨ªa libertad o hueco o resquicio para poder manifestar el escepticismo ante las Fallas y no ser por ello vilipendiado? ?Es posible objetar la alegr¨ªa y la turbamulta vecinales sin ser perseguido? Hay conciudadanos contritos y bienintencionados que deploran su estado mostrenco a?orando aquella ¨¦poca en que era una fiesta popular que hac¨ªa sarcasmo de los desatinos del poder. Hay tambi¨¦n otros convecinos que echan en falta un arte fallero m¨¢s audaz, menos expl¨ªcito, y que, por eso mismo, reclaman la vuelta originaria a una est¨¦tica del desecho, menos deudora del barroquismo local. Pero hay otros a quienes estas fiestas simplemente les incomodan, est¨¦n como est¨¦n. Se dir¨¢ que esta actitud revela extrav¨ªo, alguna patolog¨ªa que impide disfrutar del solaz colectivo o del esparcimiento de la masa que cada a?o se renueva libremente. ?Se renueva libremente? Yo creo, sin embargo, que este cargo que algunos hacen a la juerga popular, este descontento, lejos de resultar un mal, una anomal¨ªa o una chifladura, es una ajustada descripci¨®n de lo que ocurre: es obligatoria y es repetitiva.
Sus responsables nos fuerzan a vivir las Fallas con la misma alegr¨ªa, con el mismo desprendimiento que demuestran sus cofrades sevillanos y, como siempre, llegan estacionalmente, con puntualidad fatal. Se pronuncia la misma proclama de nuestra alcaldesa, ese ditirambo inaudible con que se abre cada a?o la juerga del pim pam pun, ese serm¨®n festivo con que la en¨¦rgica mun¨ªcipe agita al vecindario y a los forasteros. Se instalan las mismas carpas, que ocupan el espacio como si fueran gigantescas tiendas de campa?a, con una multitud que vivaquea al raso. Regresan los cohetes cuyo estruendo se apag¨® y ni?os fieros con id¨¦ntica furia desenvuelta, espoleados por unos padres incendiarios, nos aturden con una pirotecnia temeraria. Se levantan unos monumentos que cre¨ªamos desaparecidos, combustible de otras Fallas, pero que reviven igual, con la misma est¨¦tica acomodaticia, con esos mu?ecos que ya ten¨ªamos vistos, con esos petimetres gobernados por mujeronas de grandes curvas y de pechos nutricios. Se engalanan las calles con id¨¦nticas banderitas y perillas de colores, unas calles en las que estalla durante d¨ªas y d¨ªas una jarana desconsiderada y non stop. Reaparecen vecinos a quienes hab¨ªamos perdido la pista, habitualmente comedidos y silenciosos, ahora convertidos en portavoces uniformados del contento multitudinario. Se amontona la misma inmundicia: los mismos papeles, las mondas de fruta, los cascos y los vidrios rotos de otros tiempos. M¨¢s a¨²n, da grima oler, como siempre, a ciudad meada, a amoniaco: el mismo rinc¨®n de todos los a?os es bueno para el alivio mingitorio. Un vandalismo recreativo que destruye y quema con ardor los enseres del mobiliario urbano transforma el aspecto de la ciudad y nos la deja como tiempo atr¨¢s, como hace doce meses. No hay nada nuevo: siempre el mismo estr¨¦pito y la misma ilusi¨®n. Arrastrados por el gent¨ªo, empujados por el vecindario, los pac¨ªficos habitantes se suman a un frenes¨ª previsible y fuerzan a cada uno a la fiesta obligatoria.
Sin embargo, ahora que lo pienso, quiz¨¢ no sea todo igual y tal vez s¨ª que se est¨¦ dando un cambio inaudito y esto sea algo m¨¢s que una mera repetici¨®n. George Politzer public¨® hace muchos a?os unos Principios elementales y principios fundamentales de filosof¨ªa. Politzer era un desprendido amigo del pueblo, un estalinista muy imaginativo, muy dotado para la met¨¢fora, el s¨ªmil y el ejemplo. Fue, efectivamente, un pedagogo del marxismo m¨¢s elemental y eso se reflej¨® en algunas de las ilustraciones que propuso para explicar la dial¨¦ctica. Seg¨²n pregonaba la cuarta ley, la que dicta la transformaci¨®n de la cantidad en calidad o ley del progreso por saltos, cuando ponemos a hervir un recipiente de agua, ¨¦sta permanece como tal entre uno y noventa y nueve grados: contin¨²a siendo agua modific¨¢ndose s¨®lo su temperatura. Pero hay un brev¨ªsimo instante en que el cambio cuantitativo, el aumento del n¨²mero, deviene cambio cualitativo, alteraci¨®n de su cualidad. Es justamente cuando se alcanza el punto de ebullici¨®n, cuando el agua se transforma en vapor, cuando la dial¨¦ctica de la naturaleza hace pasar del estado l¨ªquido al gaseoso. ?No es maravilloso ese prodigio? ?No es admirable el ejemplo que nos propone con esforzada pedagog¨ªa? Si aceptamos lo anterior, entonces deber¨ªamos preguntarnos qu¨¦ ha de pasar con el n¨²mero creciente de los elementos falleros: m¨¢s monumentos, m¨¢s calles cortadas, m¨¢s carpas, m¨¢s p¨®lvora cada a?o. ?Qu¨¦ ocurre cuando se da un cambio cuantitativo incesante y qu¨¦ suceder¨¢ cu¨¢ndo, en fin, lleguemos al inevitable cambio cualitativo? ?Habremos alcanzado ya el punto de ebullici¨®n?
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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