M¨¢s control sobre el buen gobierno
En 1932, dos profesores estadounidenses, Berle y Means, publicaron un trabajo sobre las principales corporaciones americanas, en el que sentaron las bases de la moderna teor¨ªa del gobierno de empresas. En ¨¦l constataron que la separaci¨®n de la propiedad y el control, resultado de la creciente apelaci¨®n de las empresas a los mercados de capitales, hab¨ªa originado un conflicto potencial entre propietarios y gestores. Los primeros se hab¨ªan transformado en accionistas, es decir, en receptores pasivos de riqueza, delegando en los segundos la responsabilidad de orientar el uso de los recursos disponibles. El riesgo de este desplazamiento del poder empresarial desde el propietario al gestor radica en que este ¨²ltimo, en ausencia de mecanismos efectivos de control, tome decisiones ineficientes, atendiendo exclusivamente a sus intereses personales.
"Los estatutos de muchas sociedades cotizadas permiten a consejeros y ejecutivos 'atrincherarse' en sus cargos"
Uno de los mecanismos, destinado a corregir el citado conflicto entre propietarios y gestores que m¨¢s atenci¨®n ha recibido recientemente, ha sido el consejo de administraci¨®n, hasta el punto de propugnarse una aut¨¦ntica refundaci¨®n del mismo. Siguiendo la pauta marcada en 1992 por el C¨®digo Cadbury, numerosos pa¨ªses han optado por la v¨ªa de la autodisciplina, alentando a las empresas a adherirse a lo principios recogidos en un manual de buenas pr¨¢cticas. Espa?a no se ha quedado al margen de esta corriente, y en 1998 sal¨ªa a la luz el C¨®digo Olivencia. Dados los cambios experimentados por nuestro pa¨ªs en las dos ¨²ltimas d¨¦cadas, la aparici¨®n de dicho c¨®digo no pudo ser m¨¢s oportuna. El desequilibrio existente entre un entorno empresarial cada vez m¨¢s competitivo, por un lado, y unos consejos de administraci¨®n instalados en la autocomplacencia y en la pasividad, por otro, hab¨ªa llegado a ser insostenible.
Aunque algunos sonados esc¨¢ndalos han podido empa?ar sus resultados, debe admitirse que la reforma de los consejos ha sido en general positiva. En el caso espa?ol, un primer logro ha sido establecer sin ambages que el criterio que debe servir de gu¨ªa a sus actuaciones es la creaci¨®n de valor para el accionista. De esta forma, adem¨¢s de facilitar el acceso de la empresa a unos mercados de capitales crecientemente globalizados, se evitan las ambig¨¹edades ocasionadas por el deseo de armonizar intereses eventualmente contrapuestos. La dificultad con este planteamiento reside en ponerse de acuerdo en el algoritmo y en el horizonte temporal requeridos para cuantificar dicha creaci¨®n de valor. Ahora, al menos, se sabe que hacerla descansar sobre la variaci¨®n anual del precio de las acciones, tal y como ocurri¨® en numerosas empresas durante la burbuja especulativa de la pasada d¨¦cada, con demasiada frecuencia conduce a cometer graves errores. No en vano la mayor parte del valor creado para el accionista a corto plazo se explica por factores ajenos a la posici¨®n competitiva de la empresa, como son el comportamiento del mercado y del sector.
Otra de las aportaciones del C¨®digo Olivencia es la de habernos recordado el valor que tiene la figura del consejero independiente en el gobierno de la empresa. Pocas dudas caben de que la independencia, entendiendo por ¨¦sta el hecho de no estar vinculado al equipo directivo ni al n¨²cleo de accionistas de control, es un atributo necesario para supervisar y, en su caso, penalizar al equipo directivo. Desafortunadamente, sin embargo, la realidad es m¨¢s compleja de lo que cabr¨ªa esperar de un enunciado aparentemente tan sencillo, ya que la pr¨¢ctica demuestra la existencia de numerosos procedimientos para debilitar dicha independencia. As¨ª, en lo concerniente al sistema de selecci¨®n, es habitual que sea el presidente, que en la mayor¨ªa de nuestras empresas es ejecutivo, el que fija la composici¨®n del consejo. Si a la gratitud por la concesi¨®n del cargo, se une una retribuci¨®n excesiva y desconectada de los resultados de la empresa, lo m¨¢s probable es que dicha independencia no sea tal, especialmente cuando el voto en las decisiones del consejo no es secreto.
Quiz¨¢ el mayor reproche que puede hacerse a esta estrategia de control interno y autorregulaci¨®n es que obvia el arraigo que tiene entre nosotros la cultura normativa. No deja de ser significativo, a este respecto, la resistencia de las empresas espa?olas a hacer p¨²blico algo tan elemental como es la retribuci¨®n por conceptos de cada consejero. Algo similar cabe decir de los estatutos sociales de buen n¨²mero de sociedades cotizadas, que, ampar¨¢ndose en el amplio margen que otorga la legislaci¨®n vigente, permiten a consejeros y ejecutivos atrincherarse en sus cargos. As¨ª, en contra de los intereses de los accionistas, se impide que otro equipo de gesti¨®n m¨¢s capacitado tome el control, mediante el pago de una prima sobre el precio de la acci¨®n. De este breve resumen se desprende, por tanto, que el gobierno de la empresa requiere, de una parte, que se ampl¨ªe la gama de mecanismos de control y, de otra, que se creen las condiciones para que el funcionamiento del consejo de administraci¨®n dependa de algo m¨¢s que de la buena voluntad del presidente ejecutivo.
Juan Bengoechea es economista.
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