Heston y Amilibia
Creo que retendr¨¦ sobre todo la secuencia que se desarrolla hacia la conclusi¨®n de la pel¨ªcula. En ella la c¨¢mara sigue de cerca a Charlton Heston, que se ha negado a contestar m¨¢s preguntas de Michael Moore, mientras el viejo actor, ya jorobado y con el andar dificultoso, procede hacia una puerta oscura que se vislumbra al fondo de su lujosa casa de Beverly Hills y, como si volviera a una cueva o guarida, finalmente desaparece de vista.
Bowling for Columbine, que estos d¨ªas se proyecta en algunas salas andaluzas, es uno de los documentales m¨¢s escalofriantes que he visto nunca. En ¨¦l, Heston, represent¨¢ndose a s¨ª mismo, encarna al yanqui duro y maduro -por algo ha sido presidente de la Asociaci¨®n Nacional del Rifle muchos a?os- para quien ser¨ªa inconcebible no poseer armamento particular suficiente para destrozar al primero que se atreva a entrar sin permiso en su propiedad.
Once mil personas mueren cada a?o en EE UU v¨ªctimas de armas de fuego. Otras muchas, debido a la permisividad actual, se convierten en minusv¨¢lidos para el resto de su vida (dos de ellas figuran en la pel¨ªcula). Heston se muestra incapaz de atender las preguntas de Moore. Su ¨²nico discurso: cada norteamericano tiene el derecho, derecho sagrado, a defender lo suyo con un arma en la mano. Canad¨¢, el vecino, con siete millones de escopetas destinadas a la caza -la pasi¨®n nacional-, ?por qu¨¦ no arroja resultados similares de muertos, por qu¨¦ suelen los canadienses dejar sus puertas abiertas? El decr¨¦pito (aunque muy trabajado por los cirujanos pl¨¢sticos) Ben Hur dice no saber. ?Podr¨ªa ser que los canadienses no padecen una psicosis del miedo manipulada, como en EE UU, por las empresas especializadas en la venta de armas y seguridad? El Cid no tiene la m¨¢s m¨ªnima idea. O no quiere.
C¨®mo somos los hombres. En Europa, donde por suerte no podemos acceder a las pistolas con la facilidad de los norteamericanos, nuestra agresividad se aprecia sobre todo en la manera de comportarnos al volante. D¨¦jame ver c¨®mo conduces y te dir¨¦ qui¨¦n eres. El otro d¨ªa, en el carril r¨¢pido de la circunvalaci¨®n de Granada, yendo a 120 por hora, veo en el retrovisor que viene a gran velocidad, detr¨¢s m¨ªo, un BMW rojo. Tengo varios veh¨ªculos a mi derecha. Por el momento no puedo cambiar de sitio. El delincuente, que ya est¨¢ casi encima, empieza con los faros. Veo sus ojos en el espejo. Son los de un man¨ªaco. Resisto la tentaci¨®n de acelerar y, cuando unos segundos despu¨¦s le cedo el paso, me hace un gesto de desprecio. Luego, en seguida, tuerce a la derecha delante de m¨ª y doscientos metros m¨¢s all¨¢ sale de la autov¨ªa (maniobra, ¨¦sta, cada vez m¨¢s frecuente). Noto que me siento agredido, que la adrenalina est¨¢ fluyendo. Se me ocurre que a lo mejor, si pudiera, le pegaba un tiro. ?No fue lo que le pas¨® al periodista Amilibia hace algunos a?os? Lo terrible de los matones es que nos fuerzan o a someternos a ellos y tragar nuestro orgullo, o a rebajarnos a su nivel y reaccionar violentamente. Siendo as¨ª, qu¨¦ alivio no tener derecho a m¨¢s arma que, en su caso, los propios (y torpes) pu?os.
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