D.
Qu¨¦ amargo este viernes santo. Fui al MacDonald's y traje el almuerzo, dentro de un cartucho, a la mesa donde escribo. Un tiempo de mierda fuera, la novela esperando, el tel¨¦fono callado. Abro la caja de la hamburguesa, sumerjo la pajita en el vaso: me gusta sumergir la pajita en el vaso, en la parte de la tapa marcada con una cruz en el interior de un c¨ªrculo, me gusta el sonido de los cubitos de hielo en el pl¨¢stico. Casi nadie en la calle. La tienda de comestibles de al lado cerrada. La cafeter¨ªa cerrada. Un claxon a lo lejos. Tal vez haya personas vivas en el barrio siguiente. Ni siquiera ha venido el gato que suele encaramarse en el tejadillo de mi coche. Son varios: hay uno, pardusco, siempre acostado en el escal¨®n de la puerta: tampoco ha venido. Las cosas, a mi alrededor, tan quietas, libros, fotograf¨ªas, sillas. La bombilla de la l¨¢mpara que se apaga constantemente
No s¨¦ por qu¨¦ demonios me estoy inclinando a la sensibler¨ªa
(un mal contacto cualquiera)
y yo enciendo a la portuguesa: a golpes. Se queda temblando de miedo hasta que al fin se decide. Ahora el ladrido de un perro, cosa extra?a porque no tengo noticia de perros por aqu¨ª cerca. Mentira: hay uno peque?ito, siempre pegado a su ama. El negro que me vendi¨® la comida me dese¨® felices pascuas. Y bien dispuesto. Y sonre¨ªa. No estoy exagerando, fue realmente as¨ª:
-Le deseo felices pascuas
y como soy educado le dese¨¦ felices pascuas tambi¨¦n. A¨²n debe de estar sonriendo, poniendo patatas fritas en los cartuchos. Con los mismos gestos del hombre que, cuando yo era peque?o, encajaba la bola de helado en el cono. ?se, el hombre de los helados, no sonre¨ªa nunca. Cuando no hab¨ªa clientes se sentaba en un banco, se arremangaba el pantal¨®n y pon¨ªa las piernas al sol. Con un suspiro que lo vaciaba todo. La bombilla de la l¨¢mpara volvi¨® a apagarse.
Tengo una camisa azul, un su¨¦ter azul, unos pantalones azules: el cielo soy yo. Y hace fr¨ªo. Cartas sin responder en el mueble de al lado, los poetas latinos que suelo intentar traducir para entrenarme: Virgilio, Horacio, Ovidio. El color de la luz en el cristal ha cambiado: tal vez mi su¨¦ter se ha deste?ido por fuera. Y sol: un rombo t¨ªmido en las baldosas, que casi llega hasta el sof¨¢. Despu¨¦s palidece, desiste. En la claraboya, al fondo, una suave palidez. El busto de un compositor cualquiera de espaldas a m¨ª. El silencio. Mi blus¨®n, sin yo dentro, un trapo en el respaldo. Las cuatro y media de la tarde.
Ayer fui a casa de Jo?o. Es gracioso c¨®mo, al mirarlo, veo todas sus edades. ?Nos conocemos tan bien! Y sin palabras in¨²tiles, sin efusiones, de lejos, ceremoniosos, salpic¨¢ndonos de ternura. De todos mis hermanos, es el que m¨¢s me conmueve. Me gustar¨ªa tanto que fuese feliz. Mi padre, en la cena, repentinamente viejo. Lejos de ¨¦l no es ¨¦ste el padre que recuerdo. Ni ¨¦sta la madre. ?Viejos o disfrazados de viejos, confundi¨¦ndome? Disfrazados de viejos, claro. No os mur¨¢is. Ocupaos de eso, como dicen los mec¨¢nicos, no os mur¨¢is. La sonrisa de Miguel. Yo por ah¨ª inm¨®vil, mirando. Casi nunca hablo. ?Para qu¨¦? Decimos tanto as¨ª. Me puse contento porque Jo?o ten¨ªa la foto de nosotros dos en su despacho. Fue siempre digno y valeroso en los momentos dif¨ªciles. Lo s¨¦. Estuve en Nueva York con ¨¦l. Y durante m¨¢s de veinte a?os en la misma habitaci¨®n: eso hace nacer una unidad indestructible, tan fuerte que nunca hizo falta mencionarla. O, mejor dicho: fingimos no darle importancia. No s¨¦ por qu¨¦ demonios me estoy inclinando a la sensibler¨ªa. Punto final.
?Por d¨®nde iba, pues? Porque hoy viernes santo, cuatro y media de la tarde, la escritura empujada a cigarrillos as¨ª como, durante la tuberculosis, empujaba la comida con agua: un asco, una desgana. Era un ni?o pero me acuerdo de todo: de los dolores en el cuerpo, de la fiebre. De que hac¨ªan regalos y los tiraba al suelo. Virgen Santa, la cantidad de cosas que a lo largo de la vida, por estupidez, he tirado al suelo. Me acuerdo del horror de la llegada de la noche cuando me sub¨ªa la fiebre. No sab¨ªa lo que era la muerte
(no exist¨ªa la muerte)
y sin embargo un abandono en m¨ª, una rabia, los sonidos que dol¨ªan, los olores que dol¨ªan. Mi abuelo, muy serio, observ¨¢ndome desde la puerta. Pasaban los reba?os, al atardecer, por el port¨®n, y las esquilas me hac¨ªan da?o. Todo me hac¨ªa da?o. Hay momentos en que todo sigue haci¨¦ndome da?o. Punto final.
Qu¨¦ amargo este viernes santo. No es de soledad: nunca me he sentido solo. Cuando estoy solo soy todo m¨ªo, dec¨ªa Leonardo, y me entiendo conmigo. Las cuatro y media, no: casi las cinco ahora. Las plumas en el plumier de Praga. La gu¨ªa telef¨®nica un cementerio por orden alfab¨¦tico, con todo el mundo acostado. El rombo de sol ha llegado al sof¨¢, comienzo a arrellanarme. Tiro los restos del McDonald's a la basura. Se quedan all¨ª, fermentando. Observo el autom¨®vil con la esperanza de ver al gato de vuelta. Ning¨²n gato. S¨®lo yo en la calle y ahora ni siquiera yo. Las tipas escu¨¢lidas, estos edificios. Me apetecer¨ªa ver el lago de los peces pero ya no est¨¢ el jard¨ªn. El lago mayor, el parral, los rosales, el invernadero, las estatuas de cer¨¢mica con los nombres de las estaciones. Me apetecer¨ªas realmente t¨² en ese sill¨®n, tu cuerpo. El mar de la Praia das Ma??s, por la ma?ana, con su fragancia de pinos. En agosto. Y, despu¨¦s de la cena, sentir las olas a lo lejos. Creo que s¨®lo eso: sentir las olas a lo lejos. Sentir las olas a lo lejos. Sentir las olas a lo lejos.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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