El reportero que muri¨® con Custer
Los reporteros de guerra, desde Russell, que narr¨® la carga de la Brigada Ligera, o Villard, que sigui¨® subido a un cerezo la batalla de Bull Run, han sido grandes testigos de la terrible aventura b¨¦lica. El periodista Mark Kellogg, ca¨ªdo con Custer en Little Big Horne, entr¨® a formar parte de la leyenda heroica del general
El mismo a?o de 1876 en que Julio Verne publicaba Miguel Strogoff, novela en la que dos periodistas, el franc¨¦s Jolivet y el ingl¨¦s Blunt, acompa?an al protagonista y dan testimonio de sus haza?as siberianas, otro reportero, ¨¦ste de carne y hueso, mor¨ªa en una pradera del Far West junto a un h¨¦roe no menos legendario que el correo del zar y al que se le hab¨ªa acabado su proverbial buena suerte: el general -en puridad, teniente coronel- Georges Armstrong Custer. Enviado especial del Bismarck Tribune (un diario del Territorio de Dakota) con el S¨¦ptimo de Caballer¨ªa durante las guerras indias, Mark Kellogg (1833-1876) sigui¨® la ¨²ltima campa?a de Custer enviando sensacionales despachos. Periodista de raza siempre en pos de la gran exclusiva, fuera ¨¦sta un linchamiento, un tiroteo en el saloon o un rodeo, se uni¨® el 25 de junio al mediod¨ªa al malhadado contingente -cinco compa?¨ªas del regimiento- con el que el famoso militar cabalg¨® hacia su fatal destino en Little Big Horne. Kellogg, que montaba una mula, muri¨® en la batalla, como Custer y todos sus hombres, y su cuerpo fue igualmente profanado en aquella jornada de polvo, horror y masacre: le arrancaron la cabellera y una oreja, aunque, a diferencia de a los soldados, no lo desnudaron. Viudo desde 1867, dej¨® dos hijas, Cora Sue, de 14 a?os, y Mattie Grace, de 12.
"El general est¨¢ en forma para la lucha con los hostiles y dar¨¢ su merecido a esa banda de arrancacabelleras de Toro Sentado", escribi¨® el periodista
Resulta una iron¨ªa que nuestro periodista, al que los gu¨ªas indios de Custer denominaban con el delicioso apelativo de "hombre que hace hablar al papel", no debiera en realidad haber cubierto la campa?a: lo hizo porque su jefe, el coronel Clement A. Lounsberry, un director intuitivo donde los haya, se dio de baja de la expedici¨®n en el ¨²ltimo momento, aduciendo razones de salud.
La vida de Kellogg est¨¢ rodeada de leyendas. As¨ª, se ha dicho que cuando se present¨® a Custer por primera vez y le entreg¨® su tarjeta -estoy observ¨¢ndola ahora: incluye un retrato del reportero, con pajarita y una mirada so?adora enmarcada en un rostro firme y atractivo flanqueado por grandes patillas-, coment¨®: "El caballero Mark Kellogg, periodista de Bismarck, est¨¢ aqu¨ª para conseguir una buena historia, y creo que vamos a proporcion¨¢rsela". Unas palabras tan improbables como las que se cuenta lanz¨® el mismo Custer a sus hombres al cargar contra el gigantesco poblado lleno de sioux, cheyennes y hasta alg¨²n arapaho, junto al Little Big Horne: "?Hurra, muchachos, ya los tenemos!". Lo que s¨ª es hist¨®ricamente cierto es el texto del ¨²ltimo despacho que envi¨® a su diario Kellogg -que tambi¨¦n trabajaba para el New York Herald y Associated Press y se le honra como el primer corresponsal de la agencia ca¨ªdo en batalla-. Escrito el 24 de junio, el d¨ªa antes de la masacre, y dirigido a su editor, reza: "Dejamos el Rosebud ma?ana y cuando le llegue esto nos habremos encontrado con los diablos rojos, est¨¢ por ver con qu¨¦ resultado. Voy con Custer y estar¨¦ en la muerte". Resulta escalofriantemente prof¨¦tico, aunque el ¨²nico bi¨®grafo que conozco de Kellogg, Sandy Barnard, un gran especialista en asuntos custerianos, autor de la fuente principal de informaci¨®n sobre el corresponsal, I go with Custer, the life and death of Mark Kellogg (editado por el mismo Bismarck Tribune en 1996), recalca que la f¨®rmula "at the death", que us¨® el reportero, se empleaba entonces con el sentido de "en la batalla".
Otros despachos no fueron, sin embargo, tan perspicaces. Kellogg, que admiraba enormemente al "bravo y sin miedo" Custer, escribi¨®: "El general est¨¢ en forma para la lucha con los hostiles y dar¨¢ su merecido a esa banda de arrancacabelleras de Toro Sentado".
Kellogg no pudo, obviamente, enviar la que hubiera sido una de las m¨¢s grandes exclusivas period¨ªsticas de la historia, la noticia de la aniquilaci¨®n de Custer y sus hombres en Little Big Horne.No obstante, recibi¨® un gran tributo de la prensa de la ¨¦poca. "Cumpli¨® con su deber de corresponsal como Custer con el de soldado. Su hero¨ªsmo es un honor para la profesi¨®n", editorializ¨®, por ejemplo, el New York Evening Post.
Millares de teor¨ªas
De hecho, no qued¨® nadie del destacamento de Custer para contar qu¨¦ pas¨® exactamente, lo que, dado que los indios ten¨ªan su manera m¨¢s que particular de ver las cosas -y desde luego no homologable con la perspectiva historiogr¨¢fica (por no hablar ya de la pir¨¢mide informativa)-, ha motivado que no se pueda decir con seguridad c¨®mo se desarroll¨® la cat¨¢strofe de Custer. Pocos acontecimientos han sido sujeto de tantas interpretaciones y controversia. Se han propuesto millares de teor¨ªas acerca de c¨®mo sucedi¨® la fase central de la batalla (que ha dado lugar a innumerables pel¨ªculas, cuadros y hasta un poema de Walt Whitman, otro de Longfellow y ?un disco de Rick Wakeman! -Custer's Last Stand-) . La m¨¢s extravagante y descabellada que conozco es la que sostiene que Custer y los suyos murieron a causa del cannabis porque pisotearon un campo de marihuana que los indios manten¨ªan con fines rituales, enfureci¨¦ndolos. Lo cierto es que el batall¨®n de Custer (unos 225 hombres), imprudentemente escindido del regimiento, fue barrido por un enemigo que parece no haber sido s¨®lo superior en n¨²mero, sino en coraje y estrategia -Caballo Loco y Hiel habr¨ªan flanqueado magistralmente a los soldados impidi¨¦ndoles atrincherarse en las alturas-. Como siempre, apagada la ¨¦pica de las cornetas y los guiones flameantes, los bonetes de guerra y los tambores, lo que qued¨® sobre el terreno fue una miserable cosecha de dolor y mutilaci¨®n. Los indios se ensa?aron con los soldados. Puede que no reconocieran a Custer porque se hab¨ªa cortado el pelo ("ha renunciado a sus rizos dorados y luce ahora un corte militar", escribi¨® Kellogg). El orgulloso general, con un disparo en la sien y otro en el pecho, qued¨® desnudo, en posici¨®n sentada, y, parece ser, con una flecha clavada en el pene, al estilo indio.
El cuerpo de Kellogg, en avanzado estado de descomposici¨®n pero reconocible por su atuendo civil, fue encontrado por el coronel John Gibbon, de la columna de rescate en la ma?ana del 29 de junio, algo alejado del grupo principal de soldados masacrados en las colinas. En torno al periodista quedaron esparcidas las notas que iba tomando durante la acci¨®n para el que hab¨ªa de ser su gran scoop y que no interesaron a los indios. Kellogg est¨¢ enterrado en el mismo campo de batalla y es bonito imaginar que su esp¨ªritu sigue rondando por all¨ª para acabar de perfilar el soberbio reportaje que las flechas truncaron aquel salvaje d¨ªa t¨®rrido, en las anchas y estremecidas praderas de Montana.
Pluma, papel y carabina para cubrir la lucha con los indios
NACIDO EN BRIGHTON, Canad¨¢, pero ciudadano estadounidense, Marcus Henry Kellogg pas¨® gran parte de su vida en La Crosse (Wisconsin). Mas¨®n y tipo con notable sentido del humor, Kellogg ejerci¨® de peque?o empresario, bombero, telegrafista, editor, y fue un m¨¢s que aceptable jugador de b¨¦isbol (practic¨® tambi¨¦n el periodismo deportivo, y s¨®lo cabe conjeturar c¨®mo le hubiera ido la vida de no interesarle m¨¢s las campa?as contra los sioux). Instalado como reportero, se involucr¨® en la informaci¨®n pol¨ªtica, pero luego se dedic¨® a cubrir sucesos -el linchamiento de dos indios que hab¨ªan violado a una mujer blanca o las dificultades en la construcci¨®n del Northern Pacific, un AVE del Far West-. Cada vez le atra¨ªa m¨¢s la frontera, sus aventuras y peligros, y as¨ª se traslad¨® a Bismarck, donde pas¨® a ocuparse de los asuntos indios. Su mirada sobre los nativos americanos era, en consonancia con la ¨¦poca, indiscutiblemente racista. Los consideraba sucios, mentirosos, ladrones y degenerados (y eso que a¨²n no lo hab¨ªan matado); un pueblo salvaje a subyugar. No es raro que se sintiera a gusto con el S¨¦ptimo de Caballer¨ªa, que, por su parte, acogi¨® al civil como un hu¨¦sped. Hombre prevenido, portaba, adem¨¢s de sus ¨²tiles de periodista, una carabina Spencer. Aparte de los art¨ªculos que enviaba por medio de correos militares y que documentan emocionantemente la marcha del regimiento (los accidentes, los parajes, los rastros, las cacer¨ªas, las actitudes y declaraciones de Custer), Kellogg llev¨® un diario de la campa?a que se ha conservado. An¨¢lisis modernos han revelado que las legendarias manchas de sangre en las p¨¢ginas parecen ser m¨¢s bien de whisky.
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