El embrollo innecesario
Que una entidad hist¨®rica venerable como la Corona de Arag¨®n se convierta en objeto de debate pol¨ªtico en el siglo XXI no es de recibo. La acritud que su mera referencia despierta es igualmente sorprendente. Ambas cosas revelan mucho, pero explican poco. No ser¨ªa mala idea dotar al debate intelectual sobre estas cuestiones de mayor serenidad y calma, al mismo tiempo que deber¨ªamos ser lo m¨¢s rigurosos posible en la elecci¨®n de los elementos del pasado que traemos a colaci¨®n en los debates actuales. Las cosas ya son lo bastante complicadas para rizar el rizo con ejemplos o referencias hist¨®ricas distorsionadas o sacadas de contexto. Una advertencia m¨¢s, tambi¨¦n ser¨ªa de gran inter¨¦s romper filas en este debate. Ni, por fortuna, los catalanes pensamos todos igual, ni en el debate pol¨ªtico y de ideas debemos esperar una respuesta un¨ªvoca m¨¢s all¨¢ del Ebro o m¨¢s all¨¢ de los confines remotos de la Corona de Arag¨®n.
Pero vamos directamente al grano, que el tiempo es oro. La Corona de Arag¨®n no es una referencia v¨¢lida del debate pol¨ªtico actual sencillamente porque no periclit¨® sin remedio cuando su abolici¨®n manu militari por Felipe V, sino bastante m¨¢s tarde, cuando las Cortes de C¨¢diz proclamaron solemnemente, con la Constituci¨®n de marzo de 1812, que la soberan¨ªa de la naci¨®n resid¨ªa en el pueblo. ?ste es el hecho fundamental y fundador de la Espa?a contempor¨¢nea. Antes de aquella solemne proclamaci¨®n, el recuerdo de las constituciones particulares de los reinos que formaban la Corona de Arag¨®n pudo ser, fue al parecer, aunque no sabemos hasta qu¨¦ punto, un recuerdo operativo frente al creciente absolutismo mon¨¢rquico, frente a algo que, s¨®lo con gran esfuerzo y bastante impropiamente, puede identificarse con Espa?a, puesto que se trataba de un Estado mon¨¢rquico-imperial muy alejado de la idea de naci¨®n moderna, aunque una cierta idea de patriotismo p¨²blico la prefigurase quiz¨¢s a lo lejos. El recuerdo de las instituciones eliminadas en 1714 consist¨ªa, por consiguiente, en un historicismo pol¨ªtico que sobrevivi¨® penosamente hasta principios del siglo XIX, cuando la afirmaci¨®n del proyecto liberal de C¨¢diz y del Trienio Liberal (1820-1823) asumi¨® el pasado diferencial de los distintos reinos hisp¨¢nicos y los transmut¨® en una realidad pol¨ªtica nueva, que suprimi¨® las realidades anteriores en funci¨®n del principio de igualdad pol¨ªtica. Por esta raz¨®n, C¨¢diz form¨® una comisi¨®n de recopilaci¨®n y revisi¨®n de las constituciones y fueros antiguos, presidida por Sanz de Romanillos y con una participaci¨®n destacada de la venerable figura del catal¨¢n Antoni de Capmany, al mismo tiempo que daba forma a la naci¨®n nueva de ciudadanos.
La Espa?a del siglo XIX es la forjada entonces por la pol¨ªtica y la cultura del liberalismo, por la pol¨ªtica moderna. En ella participan de buena gana los liberales de los territorios de matriz castellana, pero tambi¨¦n todos los dem¨¢s. Para los habitantes de los antiguos territorios de la Corona de Arag¨®n, aparte de los factores de adhesi¨®n generales, empezando por los de orden social (abolici¨®n de privilegios pol¨ªticos, supresi¨®n de la Inquisici¨®n, lo que llamaban metaf¨®ricamente "feudalismo"), significaba la elevaci¨®n de su condici¨®n de ciudadanos de primera clase, lejos de los aspectos denigrantemente vengativos de la Nueva Planta borb¨®nica. Por esta raz¨®n, el cimiento de legitimidad del nuevo orden liberal no pod¨ªa ser otro que el patriotismo espa?ol compartido, un patriotismo que funde la idea de la Espa?a-naci¨®n con el ideario de los derechos y deberes del ciudadano. Esta legitimidad se reforzar¨¢ de manera impresionante frente al legitimismo carlista, que se funda en otros valores y apela a otra lectura del pasado. Huelga decir que, en consecuencia, el ideario liberal hermana a los patriotas constitucionales de Barcelona, Zaragoza, Bilbao, M¨¢laga o Madrid, al tiempo que les separa de los carlistas del norte catal¨¢n, del Maestrazgo o de Navarra. Es en este contexto que una rama de la familia real y de la Iglesia fueron nacionalizadas, una afirmaci¨®n que no contradice sus aspectos problem¨¢ticos, que ahora no podemos desarrollar.
Una vez se afirm¨® el nuevo orden, el proceso hist¨®rico decant¨® las cosas en direcciones bastante complejas, a las que debemos acercarnos con cautela y sin apriorismos innecesarios. Me refiero, ciertamente, a la conjunci¨®n desde mediados de siglo XIX de dos tendencias que se entrelazan de manera muy interesante y sin ning¨²n orden de prelaci¨®n: un desarrollo extremadamente desigual de las estructuras de la sociedad moderna y, en segundo lugar, el potencial diverso de los discursos historicistas que acompa?an la construcci¨®n de la naci¨®n moderna, del patriotismo espa?ol de cu?o liberal. Como sucede en tantas partes de Europa, hasta el punto que podr¨ªa decirse que m¨¢s bien es la norma, el espacio impecable del derecho constitucional no reproduce sin m¨¢s su unidad en el territorio de las realidades materiales, aquellas sobre las que, en el reino de la necesidad, como dir¨ªa Marx, se construyen y modifican las estructuras sociales. Una industrializaci¨®n muy r¨¢pida y destructora de la sociedad anterior en el caso de Catalu?a dio pie a lecturas necesariamente nost¨¢lgicas de un pasado medieval sin las tensiones, sin la ciudad industrial, sin el naciente proletariado de f¨¢brica, a imagen de lo que suced¨ªa en la Inglaterra victoriana. Al igual de nuevo que en el "taller del mundo", tampoco el alma moderna de la Catalu?a del siglo XIX -el industrialismo y el liberalismo reformista de un sector de la clase media urbana, de los t¨¦cnicos y de la aristocracia obrera, aquella Catalu?a que se proyecta hacia la capital tras el cambio pol¨ªtico de 1868 y durante la Primera Rep¨²blica- encontr¨® un f¨¢cil acomodo en la pol¨ªtica general espa?ola. Es en el interior de las lecturas historicistas de aquellas generaciones, y no gracias a una continuidad inexistente de recuerdo hist¨®rico, que el pasado regional, que inclu¨ªa la evocaci¨®n de la Constituci¨®n vigente hasta 1714, en ocasiones se proyecta sobre la pol¨ªtica contempor¨¢nea. Esta variedad de interpretaciones del pasado se da por igual en el resto del pa¨ªs. La Espa?a naci¨®n es pensada y repensada de forma variada, pero continua, desde el pasado castellano e imperial, con muy poca capacidad para incorporar por lo general la iconograf¨ªa y el sentido hist¨®rico de aquellos que no formaban parte del tronco del gran ¨¢rbol de la patria. Jos¨¦ ?lvarez Junco muestra en un libro reciente c¨®mo la pretensi¨®n de dotar a Espa?a de un perfil cultural reconocible ocup¨® a diversas generaciones de intelectuales y pol¨ªticos. Sea como sea, el patriotismo liberal del siglo XIX nunca fue ajeno a lecturas diversas que respond¨ªan a din¨¢micas regionales distintas, en las que el pasado m¨¢s remoto no pod¨ªa ser excluido por razones obvias. Unas y otras eran manifestaciones claras del proceso de formaci¨®n nacional, de la construcci¨®n de la naci¨®n de ciudadanos/patriotas, con su perentoria necesidad de fortalecer una identidad pol¨ªtica y cultural que dominase y ocultase las identidades de otro tipo, que no otra cosa es el nacionalismo.
A fines del siglo XIX este proceso se rompi¨® por ambos brazos de la balanza y la ruptura psicol¨®gica y sentimental entre lo que denominamos incorrectamente como centro y periferia se acentu¨® sin remedio la d¨¦cada posterior a la fecha fat¨ªdica de 1898, tan mal interpretada generalmente. Por el lado catal¨¢n, el resentimiento muy extendido de las clases medias por las insuficiencias del Estado (en ocasiones, por todo lo contrario, por ejemplo, por su injerencia en el control del trabajo infantil) se resolvi¨® en un proyecto nacionalista cl¨¢sico, basado en argumentos hist¨®ricos (la reivindicaci¨®n de la Corona de Arag¨®n fue bastante marginal), sociales (los h¨¢bitos de trabajo) e incluso raciales en ocasiones (como en Almirall o Gener). Todo ello se condensa en un motto ideol¨®gico que es la m¨¦dula del nacionalismo catal¨¢n: Catalu?a es la naci¨®n; Espa?a, el Estado; Catalu?a, la realidad natural; Espa?a, un artefacto artificial y, por lo tanto, contingente. A corto plazo, sin embargo, los viejos h¨¢bitos y las inexorables necesidades de la pol¨ªtica liberal impusieron su ley de hierro sobre la pol¨ªtica catalana y, cuando la pulsi¨®n nacionalista se convirti¨® en pol¨ªtica pr¨¢ctica, el nacionalismo tuvo que buscar acomodo a dos ideas en apariencia contradictorias, pero ambas derivadas en l¨ªnea recta de la pol¨ªtica liberal en el mundo del cambio de siglo: la autonom¨ªa a la canadiense para organizar la regi¨®n; el imperialismo a la brit¨¢nica para rehacer la relaci¨®n con Espa?a, ahora en una posici¨®n privilegiada. Pero esta modificaci¨®n crucial de la vida catalana que alcanza hasta el presente no pretende la separaci¨®n ni elimina de ra¨ªz una parte esencial de los reflejos de los patriotismos compartidos del siglo XIX. ?stos se prolongan en el republicanismo y obrerismo hasta la Segunda Rep¨²blica con mucha fuerza, en una dial¨¦ctica regional constante con el nacionalismo cultural y pol¨ªticamente hegem¨®nico de la Lliga Catalana. Por esta raz¨®n, y aunque las ciencias sociales ayuden poco con sus taxonom¨ªas demasiado n¨ªtidas, el caso catal¨¢n no es el de un proyecto nacionalista con vocaci¨®n de separaci¨®n, sino un regionalismo fuerte con un polo nacionalista decisivo en su interior.
No obstante, una cosa es hacer solitarios y otra jugar a las cartas en la mesa del casino del pueblo. Mientras los catalanes ensayan el salto de la regi¨®n con historia a la naci¨®n como proyecto de futuro, la reacci¨®n espa?ola a su propio fracaso como naci¨®n transatl¨¢ntica encierra a sus grupos dirigentes (los realmente concernidos por el Desastre) con el juguete del nacionalismo que hab¨ªa emergido con el integrismo en Cuba como una fuerza movilizadora nueva. ?ste contiene muchos ingredientes como en Catalu?a y como en cualquier parte, pero todos son de manejo problem¨¢tico. Sin pretensi¨®n de simplificar una cuesti¨®n tan compleja, el factor m¨¢s din¨¢mico ideol¨®gicamente en el nuevo siglo es el eco de la idea que el joven Ram¨®n Men¨¦ndez Pidal hab¨ªa tratado de vender a C¨¢novas del Castillo de un fundamento "castellanista" para una Espa?a en crisis, un idealismo retrospectivo que se vende ahora como rosquillas hasta culminar en el dictum orteguiano del "Castilla se hizo Espa?a". El trabajo filol¨®gico (y po¨¦tico) e hist¨®rico (y esencialista) de aquella generaci¨®n es vital al respecto. Despu¨¦s, la crisis de la democracia liberal en 1923 y 1934-36 har¨¢ el resto, al fundir aquella idea seminal con el nacional-catolicismo que viene de Men¨¦ndez y Pelayo y con la idea imperial espa?ola, el pr¨¦stamo m¨¢s notorio que el nacionalismo espa?olista toma de Camb¨® y los catalanes, tal como explica magn¨ªficamente el historiador Enric Ucelay Da Cal en un libro de pr¨®xima aparici¨®n.
La cat¨¢strofe estaba servida, pero lo que estamos desarrollando aqu¨ª es s¨®lo una parte de la historia, no toda la historia. Lo que sucedi¨® en 1939 y la prolongaci¨®n de la victoria militar sin paliativos durante m¨¢s de tres d¨¦cadas casi me parecer¨ªa obsceno repetirlo de nuevo en funci¨®n del argumento que trato de defender. Est¨¢ en la mente de todos, o deber¨ªa estarlo, porque sus efectos fueron tan devastadores que nos condicionan a todos, tanto que todav¨ªa ahora estamos cerrando una herida que no admite curas impacientes.
Este breve y abusivo repaso hist¨®rico deber¨ªa permitir algunas conclusiones. La primera es que nadie deber¨ªa escandalizarse por las implicaciones del recuerdo hist¨®rico, aunque todos deber¨ªamos ser igualmente precisos y coherentes a la hora de escogerlas e introducirlas en el debate pol¨ªtico. La Corona de Arag¨®n era una idea-f¨®sil ya en el siglo XIX, cuando no juega otro papel que el de pieza de una visi¨®n historicista tan cargada de sentido hist¨®rico como la reivindicaci¨®n de los comuneros y las libertades castellanas o los fueros navarros. Pero debemos distinguir la ret¨®rica de cultura del nacionalismo de sus fundamentos hist¨®ricos y sociales profundos, los que originan justamente la reivindicaci¨®n y reinvenci¨®n del pasado, su manipulaci¨®n desconsiderada en tantas ocasiones. Esto nada tiene que ver con la percepci¨®n del pasado catal¨¢n, susceptible de discusi¨®n hist¨®rica, t¨¦cnica y filol¨®gica, como el de cualquier otra parte de la piel de toro. En segundo lugar, si el pasado es un arma ideol¨®gica vital es porque no hay proyecto nacionalista que sea una estricta proyecci¨®n de la comunidad de ciudadanos. Tampoco el patriotismo constitucional existe hoy ni existi¨® jam¨¢s en estado puro. Al ciudadano hay que educarle (o domesticarle foucaultianamente si se quiere), para ello sirvi¨® y sirve la historia o las invocaciones a caracter¨ªsticas comunes que supuestamente unen a los ciudadanos, se trate de la lengua, de la religi¨®n o de las costumbres o los rituales compartidos. En tercer lugar, los nacionalismos suelen apelar a pasados lejanos porque ¨¦stos son m¨¢s manejables que las realidades pr¨®ximas. Conocemos bien la funci¨®n de los mitos en la formaci¨®n de la cultura de los nacionalismos, pero tendr¨ªa poco sentido revitalizarlos y convertirlos en arma arrojadiza. Tampoco ser¨ªa razonable pedir que unos guarden los esqueletos en el armario mientras se saca lustre a los propios. En cuarto y ¨²ltimo lugar, la relectura del pasado es inevitable, como hemos aprendido en propia piel los historiadores no nacionalistas en los ¨¢speros debates de estos a?os, pero tambi¨¦n lo puede ser la de nuestro ordenamiento pol¨ªtico desde la esencia de la pol¨ªtica liberal, que en nuestro tiempo calificamos de democr¨¢tica. Que la historia nos condiciona es una verdad de manual, pero sus enso?aciones es preferible que no sean una losa sobre nuestras mentes ni sobre las de las generaciones venideras. Esto vale para todos.
Josep M. Fradera es catedr¨¢tico de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad Pompeu Fabra y autor del libro Cultura nacional en una sociedad dividida. Catalu?a, 1838-1868.
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