Los cinco del naipe
Vinieron en orden disperso a lo largo de un quinquenio. La Agencia les hab¨ªa aconsejado discreci¨®n: pasar inadvertidos, no asomarse a la calle, no confiar en nadie, guardar silencio ante los dem¨¢s hu¨¦spedes si coincid¨ªan con ellos en el comedor, el sal¨®n con circuito televisivo o la vasta terraza con vistas a la laguna, separada del oc¨¦ano por un banco de arena fina en el que los turistas se esponjaban al sol o se proteg¨ªan de ¨¦l con sombrillas de colores vistosos. La distancia les resguardaba de los gritos infantiles y el estridor de los fueraborda. La esbeltez de las palmas reales (o, ?ser¨ªan carandeyes?) completaba la dulzura convencional del cuadro.
Era una lujosa villa de descanso, alejada del bullicio de las urbanizaciones y la promiscuidad de los chal¨¦s adosados, con un servicio dom¨¦stico eficaz y discreto, invisible casi. Si se cruzaban con alg¨²n criado, ¨¦ste bajaba los ojos y respond¨ªa al saludo con una reverencia. Seg¨²n descubrieron luego, la Agencia los hab¨ªa escogido entre los miembros de la asociaci¨®n local de sordomudos. Su fisonom¨ªa era vagamente oriental, tal vez de Melanesia o Insulindia.
El primero en llegar fue el monje. Vest¨ªa el h¨¢bito de los monasterios que coronan las cordilleras de Montenegro, en donde se hab¨ªa refugiado, huyendo del mundo, para entregarse a su primer amor: la composici¨®n de poemas. Las cr¨ªticas acerbas de los resabiados y envidiosos no le importaban ya: por espacio de m¨¢s de tres a?os hab¨ªan recibido lo suyo. Ahora pod¨ªa poner su musa al servicio de los ideales que siempre le inspiraron: dram¨¢tica evocaci¨®n de Lazar y el Campo de los Mirlos, fe inc¨®lume en la victoria final contra la enturbantada perfidia.
Semanas m¨¢s tarde, tropez¨® en el pasillo con su viejo compa?ero de armas: no vest¨ªa ya esas guerreras y gorras de plato de tiempos del imperio austroh¨²ngaro a las que era tan aficionado y, pese a su apetito pantagru¨¦lico, hab¨ªa perdido peso y flotaba en una sudadera de marca. Sus bermudas de turista descubr¨ªan unas piernas rollizas, francamente obscenas. Hab¨ªa aprendido media docena de frases en ingl¨¦s y las soltaba ante los sirvientes para reforzar su improbable estampa nativa: huevos con jam¨®n, okey?, y mantequilla, m¨¢s mantequilla.
Se reun¨ªan los dos en la bodega del subsuelo y, botella de vodka a mano, intercambiaban recuerdos y confidencias sobre asedios y limpiezas ¨¦tnicas. Lo hac¨ªan en voz baja, por temor a que la Agencia les grabara y se sirviera alg¨²n d¨ªa de aquel material contra ellos. Aunque protegidos, la experiencia les ense?aba a extremar las cautelas. Durante un buen tiempo, fueron los ¨²nicos moradores de la casa: los invitados de honor de su due?o invisible.
Este periodo de paz y camarader¨ªa ces¨® con la venida escalonada de otros dos visitantes. No obstante la cirug¨ªa facial del mayor y m¨¢s alto, no tardaron en identificarlos.
El millonario se hab¨ªa afeitado su barba legendaria y se tocaba con un elegante sombrero de paja, del modelo que Mastroianni gastaba en sus filmes. Su rostro luc¨ªa rejuvenecido y el ment¨®n desnudo, reci¨¦n afeitado, desment¨ªa la autenticidad de los v¨ªdeos del anciano escalamonta?as apoyado penosamente en el pomo de su bast¨®n.
Su compa?ero, m¨¢s bajo, cubierto el cr¨¢neo con una llamativa gorra de b¨¦isbol, parec¨ªa aturdido por la novedad del lugar y sus costumbres b¨¢rbaras. Se asegur¨® ante todo de la existencia de un oratorio y de una dieta conforme a sus creencias y h¨¢bitos. Se hab¨ªa fundido en un abrazo con el m¨¢s alto y ambos rememoraban emocionados las circunstancias de su ocultaci¨®n: el galope a caballo de uno hacia la cumbre de las Monta?as Blancas y a horcajadas de una modesta motocicleta del que fue su anfitri¨®n. De sus mujeres, patulea de hijos y vacas lecheras, el santo var¨®n echaba especialmente de menos a ¨¦stas: ?qui¨¦n las cuidar¨ªa, orde?ar¨ªa y dar¨ªa de comer en su ausencia?
Los cuatro se dividieron en dos grupos que evitaban rozarse y no se dirig¨ªan la palabra. Unos observaban de reojo los alimentos y bebidas impuros del monje letraherido y su ex brazo armado. Los otros envidiaban en secreto la gran proeza del millonario, pero no se recataban de menospreciar la tosquedad e ignorancia de su compadre. Y as¨ª conviv¨ªan, como perros y gatos domesticados, hasta la venida del quinto.
?ste apareci¨® un buen d¨ªa de improviso, depositado en la puerta de entrada de la villa por un veh¨ªculo blindado de la Agencia: atendi¨® a las instrucciones de sus acompa?antes de rostro cubierto con pasamonta?as y se acomod¨® en la gran habitaci¨®n de lecho con dosel y sillones de terciopelo granate con respaldos y brazos dorados, id¨¦nticos a los de sus palacios. Desbigotado, su rostro hab¨ªa perdido su habitual fiereza y, como para apuntalar su deca¨ªda estampa, se hab¨ªa alcoholado los p¨¢rpados y te?ido de rubio cejas y patillas. Aunque disminuido, se esforzaba en aparentar arrogancia y desd¨¦n y no se separaba un instante del telefonito multiservicios que goteaba minuto a minuto noticias de su pa¨ªs.
Fieles a las instrucciones de la Agencia, candaban el pico: s¨®lo inclinaciones de cabeza y muecas de cortes¨ªa. En realidad, carec¨ªan de un idioma en el que comunicarse, fuera de un ingl¨¦s chapucero, entreverado de sonidos y frases de sus lenguas nativas. Segu¨ªan tambi¨¦n horarios distintos y, con excepci¨®n del quinto, encastillado en su soledad, paseaban por el jard¨ªn en pareja, envueltos en un silencio grave y meditativo. El desbigotado de las estatuas enviaba de vez en cuando se?ales de aprobaci¨®n al d¨²o del millonario y el de las vacas. El d¨ªa en el que primero exhibi¨® un ch¨¢ndal con el n¨²mero 11 estampado en el pecho, alz¨® el dedo pulgar de la mano derecha y esboz¨® una agrietada sonrisa.
Con todo, la inmediatez y el com¨²n denominador de sus designios y enfrentamientos avivaron su curiosidad rec¨ªproca y el af¨¢n de conocer el pleamar y bajamar de sus reveses y venturas.
"Nuestros aliados tradicionales nos abandonaron", dec¨ªa el monje poeta.
"?Qu¨¦ hicieron los colonizadores con los pueblos ind¨ªgenas? ?No los exterminaron?".
"Por eso nos tienen aqu¨ª. Para que no revelemos sus complicidades y nuestras juergas secretas".
Los otros tres escuchaban y, vencida su inicial reticencia, aprobaban con la cabeza.
"?Qui¨¦n nos ayud¨® y suministr¨® armamento pesado contra el invasor ateo?".
"?No nos llamaban Cruzados de la Libertad?".
"Cuando emple¨¦ armas qu¨ªmicas contra mi poblaci¨®n rebelde y las milicias fan¨¢ticas del pa¨ªs vecino nadie dijo ni p¨ªo. Al rev¨¦s, me felicitaron por mi firmeza".
Los cinco terminaron por hablar y confiarse mutuamente sus cuitas. Una pregunta les acuciaba: ?por qu¨¦ los hab¨ªan exfiltrado y conducido a aquel paraje id¨ªlico mientras de puertas afuera pon¨ªan a precio de oro sus cabezas y llamaban a la guerra contra el terrorismo? ?Eran acaso los tontos ¨²tiles del nuevo orden que reg¨ªa el mundo?
"?No nos quieren muertos ni vivos, sino todo lo contrario!".
"?Una guerra sin l¨ªmites de espacio ni de tiempo!".
"Al convertir en terroristas virtuales a pueblos enteros y decretar una emergencia perpetua nos echan una mano".
"Puesto que nos procuran a diario nuevos adeptos, ?ayud¨¦mosles!".
Aquello se parec¨ªa al argumento de El hombre que fue jueves: los malhechores eran polic¨ªas y viceversa. O mejor a¨²n, al pasaje de Candide en el que cinco reyes destronados se re¨²nen por un misterioso azar en la posada de un pa¨ªs remoto, ignorando cada uno de ellos la identidad de los otros. ?C¨®mo pod¨ªan el monje y su adl¨¢tere, el Hombre de las Monta?as y el pat¨¢n de las vacas y, m¨¢s a¨²n, el antiguo socio estrat¨¦gico transformado en Malvado, explicar su asombrosa coincidencia en aquella mansi¨®n de reposo, de c¨¦spedes crujientes, playas de ensue?o y paisajes de pel¨ªcula, a escasos kil¨®metros del Centro de Mando Operacional de Tampa, en Florida?
?Eran intercambiables los papeles, invocaciones a Dios y recurso a la inmolaci¨®n sangrienta y guerra preventiva?
A veces pensaban que s¨ª. Pero, ?qui¨¦n diablos hab¨ªa le¨ªdo a Chesterton y a Voltaire en la Casa Blanca, si el presidente y sus consejeros estaban mortalmente re?idos con la inteligencia y no hojeaban sino las estad¨ªsticas macroecon¨®micas y los ¨ªndices alentadores de crecimiento de la industria armament¨ªstica?
Juan Goytisolo es escritor.
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