La religi¨®n francesa
Para este turista (literario, sentimental, a¨²n f¨¢cil de embobar) que aguarda su turno en la puerta del Centro Pompidou donde ver¨¢ la exposici¨®n Jean Cocteau, ni Francia ni mucho menos Par¨ªs est¨¢n sumidos en ninguna crisis. ?Ah, no! Francia es la tierra prometida y Par¨ªs la Meca, aunque una Meca laica en cuyos liceos llevar velo isl¨¢mico despierta enconadas pol¨¦micas. A¨²n es temprano pero ya hay animaci¨®n en la explanada frente a ese gran centro cultural con un aire entre el invernadero enorme y la terminal de autobuses, que ayer nos pareci¨® otra incomodidad futurista y hoy los viejos consideramos con piadosa ternura. As¨ª fuimos, aqu¨ª crecimos... La cola ante la puerta de entrada la formamos sobre todo personas de cierta edad -los j¨®venes nunca madrugan, salvo cuando no se acuestan- llegados de cualquier parte en la que todav¨ªa se lean libros y se crea vagamente que pueden salvarnos de lo que nadie expresa por escrito.
Porque no es del todo cierto, como dijo Cocteau, que la poes¨ªa sea "una religi¨®n sin esperanza". No, hasta los m¨¢s resabiados y menos cursis padecen esperanza mientras frecuentan la poes¨ªa o visitan lugares en que la poes¨ªa tiene templos. Puede ser una esperanza modest¨ªsima, de acuerdo, pero que tambi¨¦n cautiva. La m¨ªa, ahora, consiste en recobrar durante un rato al Cocteau de mi adolescencia y despu¨¦s saborear unas tripes a la mode de Caen en el m¨¢s antiguo de los restaurantes de Les Halles, como aquellos que me hicieron tan feliz en una ¨¦poca remota en que el colesterol a¨²n no exist¨ªa...
El drama de Cocteau es que aspir¨® juntamente (y creo que con igual sinceridad) a la algarab¨ªa de la notoriedad -en medio de la cual reclamaba ser amado- y al anonimato del creador, que desaparece tras su obra y cuyo nombre es Nadie como el de Ulises. Multiplic¨® los autorretratos, pero algunos de ellos -especialmente significativos- con el rostro en blanco. Vivi¨® perturbado por un delicioso malentendido del que protestaba pese a haberlo buscado: "Si escribo, molesto. Si hago una pel¨ªcula, molesto. Si pinto, molesto. Si exhibo mi pintura, molesto y molesto si no la exhibo. Tengo la facultad de molestar. Me resigno a ello aunque preferir¨ªa convencer. Molestar¨¦ despu¨¦s de mi muerte. Ser¨¢ preciso que mi obra espere a la otra lenta muerte de mi facultad de molestar. Quiz¨¢ resurgir¨¢ de ella victoriosa, desembarazada de m¨ª, desenvuelta, joven y gritando: ?Uf!". Me parece que no ha sido as¨ª. Cuarenta a?os despu¨¦s de su muerte, fallecida tambi¨¦n la inquina que tantos le profesaron por ser promiscuo y parecer f¨¢cil y seguir desconcertando, su obra desenvuelta y joven renace pero sin desligarse de ¨¦l: de su gesto picudo y fr¨¢gil, de su espont¨¢nea teatralidad y de su implicaci¨®n mundana, que ahora se le envidia por la calidad de sus relaciones y ayer se le reprochaba. Su obra no ha desaparecido pero tampoco le ha ocultado ni sabr¨ªa durar sin ¨¦l: ahora vuelve en letras, dibujos y fotogramas para constituir el blas¨®n del pr¨ªncipe bohemio que encarn¨® un modelo de vida est¨¦tica en una era vanguardista y surreal: aquella primera mitad del pasado siglo europeo, sobrecargada por sus convulsiones emancipadoras o sanguinarias.
La Francia que le recuerda a los cuarenta a?os de su desaparici¨®n (a ¨¦l y a la mujer m¨ªtica que fue su amiga y que muri¨® el mismo d¨ªa, Edith Piaf, la voz m¨¢s conmovedora del pasado siglo junto a Maria Callas, aquella "m?me" a la que acaba de dedicar un libro Charles Aznavour) es sin embargo hoy un pa¨ªs desasosegado por su presente y francamente inquieto por su futuro. Se multiplican los malos augurios desde que el economista Nicolas Baverez public¨® su libro La Francia que cae, un alegato provocador contra un modelo econ¨®mico y pol¨ªtico que seg¨²n hacen las cuentas los neoliberales embarca aguas por muchos agujeros. Da la impresi¨®n que a la patria de Tartarin y Ast¨¨rix se la penaliza ideol¨®gicamente por haber pretendido encabezar la "excepci¨®n pol¨ªtica" frente a la belicosa e imperial Administraci¨®n norteamericana. ?C¨®mo se atreven...! Pero hay otras alarmas sociales que no pueden ser desde?adas como meros montajes interesados. Por ejemplo, este mismo verano, el abandono de tantos ancianos que perecieron achicharrados de calor en soledad, muchos de cuyos cad¨¢veres nunca fueron reclamados por nadie; o la cadena de infanticidios ocurridos en Estrasburgo y algunas otras localidades del sur del pa¨ªs, incluso mezclados con detalles de torturas capaces de sublevar a los m¨¢s curtidos. No, ciertamente: algo no va bien en Francia. La pregunta pertinente es si va mejor en los dem¨¢s miembros de esta Uni¨®n Europea desgarrada por la insolidaridad confortable, que pretende acorazarse ante desgracias que ya no est¨¢n s¨®lo en el horizonte, sino dentro de ella misma.
En una entrevista aparecida en Le Monde con Alain Duhamel, Marcel Gauchet -uno de los fil¨®sofos de la pol¨ªtica democr¨¢tica m¨¢s estimables de las ¨²ltimas d¨¦cadas, de quien acaba de aparecer un libro antol¨®gico de conversaciones con Fran?ois Azouvi y Sylvain Piron titulado La condici¨®n hist¨®rica- no se muestra tierno con el sistema franc¨¦s e incluso habla de crisis moral. ?Motivo? "Los franceses han estado convencidos durante mucho tiempo de que Europa ser¨ªa como Francia pero en m¨¢s grande y en m¨¢s fuerte; este horizonte lleg¨® a ser una especie de remedio de nuestro mal nacional. Ahora comienzan a darse cuenta con sorpresa y dolor que gran parte de Europa no piensa como ellos, lo cual les priva de una especie de proyecto pol¨ªtico compensatorio". Algunos afrancesados no tenemos m¨¢s remedio que asumir tambi¨¦n esa decepci¨®n como propia, porque so?amos en nuestros corazones quintacolumnistas con unos europeos jubilosamente diversos en lo cultural pero pol¨ªticamente unificados en valores democr¨¢ticos que la tradici¨®n revolucionaria (perd¨®n por el ox¨ªmoron) francesa parece encarnar mejor que ninguna. Y sin embargo ahora, aqu¨ª, aguardando turno frente al Pompidou en la ma?ana fresca de un oto?o parisino que huele a rentr¨¦e (?qu¨¦ bien conozco este aroma estimulante!), aun compartiendo algunas cr¨ªticas me resisto al des¨¢nimo.
Uno de los libros se?alados de esta rentr¨¦e se debe a Pierre Lepape (excelente bi¨®grafo de Andr¨¦ Gide y de Voltaire) y se titula El pa¨ªs de la literatura. Es una historia tan apasionada como erudita de los grandes escritores franceses a lolargo de once siglos, desde los Serments de Estrasburgo hasta el entierro de Sartre. La publicidad de la obra se pregunta, con algo de ret¨®rica comprensiblemente chovinista: "?Es la literatura una religi¨®n francesa?". No oculto mi partidismo, pero tiendo a pensar que s¨ª. S¨®lo en Francia el escritor tiene estatuto de pr¨ªncipe, incluso entre aquellos a los que no se les ocurrir¨ªa nunca leerle: quiz¨¢ especialmente entre ellos. Hasta el distinguido encargado de los Asuntos Exteriores, Dominique de Villepin, cultiva su afici¨®n a la poes¨ªa (con bastante mejor gusto que el grotesco Berlusconi) y prepara antolog¨ªas de los mejores creadores modernos, de las que excluye perversamente a grandes poetas norteamericanos... Mejor eso que tantos otros pr¨®ceres que conocemos, los cuales s¨®lo hacen ostentaci¨®n de su afici¨®n a las ceremonias clericales o al f¨²tbol.
Cuenta Cocteau que el precioso nombre "Heurtebise" con que denomin¨® al ¨¢ngel que tanta presencia tuvo en su obra escrita y filmada lo encontr¨® en la placa de un ascensor, cuando sub¨ªa al apartamento que Picasso ten¨ªa en la calle La Bo¨¨tie. Un ¨¢ngel en ascensor no es mal emblema para aquel polipoeta y para aquella ¨¦poca en que la modernidad conoci¨® su estado de gracia. Fueron los d¨ªas m¨¢s cultivadamente parisinos de Par¨ªs y de ellos vivimos todav¨ªa un poco los europeos que no queremos dejar de serlo, pese a que en otras latitudes haya m¨¢s m¨²sculo at¨®mico o se hagan mejores negocios. No queremos renunciar al ascensor ni al ¨¢ngel y apostamos porque Francia sabr¨¢ salir de su epis¨®dico desconcierto. Vaya, llega mi turno: vamos a saludar de nuevo a Cocteau.
Fernando Savater es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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