Estrecheces cr¨®nicas
Durante mucho tiempo existi¨® en mi casa la costumbre -casi elevada a la categor¨ªa de rito- de acudir a la cocina a degustar un cola-cao despu¨¦s de haber asistido a la proyecci¨®n en televisi¨®n de una pel¨ªcula de las consideradas como m¨¢s o menos "potables", que pon¨ªan despu¨¦s de la hora de la cena (me refiero, claro est¨¢, a aquella ¨¦poca en la cual esto no constitu¨ªa un acontecimiento excepcional en la televisi¨®n). Sin que se tratase de algo premeditado, y mucho menos de una suerte de cine-forum nocturno y alevoso, suced¨ªa que, habitualmente, este rito daba pretexto para comentar el argumento de la pel¨ªcula en cuesti¨®n, y he de confesar que, en detrimento de la l¨ªnea y del merecido descanso, hubo veces en que llegamos hasta dos y tres tazas del brebaje chocolateado. No recuerdo con precisi¨®n la fecha (aunque sin duda fue al comienzo de la d¨¦cada de los noventa), pero el caso es que una de aquellas noches, despu¨¦s de haber visto Presunto culpable (Presumed Innocent, 1990), protagonizada por el siempre admirable Harrison Ford, nos dimos cuenta de que nuestras reuniones hab¨ªan dejado de ser posibles. En cuanto nos pon¨ªamos a recapitular ingenuamente el gui¨®n de la historia, bastaban dos minutos para que el argumento se nos hiciera a?icos entre las manos y nos qued¨¢semos sin nada que comentar. Lo cual no permite colegir una merma en el talento de los directores contempor¨¢neos sino m¨¢s bien todo lo contrario, ya que las pel¨ªculas de marras consegu¨ªan perfectamente la finalidad de entretenernos durante las casi dos horas de su exhibici¨®n. La narraci¨®n cinematogr¨¢fica resultaba amena y manten¨ªa adecuadamente la intriga; el ¨²nico problema era que las tramas que en esos d¨ªas empezaron a generalizarse no resist¨ªan un cola-cao. La debilidad argumental pasaba completamente desapercibida durante la proyecci¨®n del film, pero se manifestaba de forma fatal en cuanto era sometida a la menor dosis de cavilaci¨®n.
En cuanto nos pon¨ªamos a recapitular, bastaban dos minutos para que el argumento se nos hiciera a?icos y nos qued¨¢semos sin nada que comentar
Aparte de la consiguiente destrucci¨®n de la cohesi¨®n familiar, de trascendencia ¨²nicamente privada, esta circunstancia es testigo de un fen¨®meno muy caracter¨ªstico de nuestro tiempo: un fen¨®meno cuya naturaleza se nos escapa cuando lo definimos simplemente por el agobio de las prisas y por el incremento de la velocidad. La aceleraci¨®n del movimiento en todas sus facetas, sea en las vidas particulares o en la historia colectiva, trae como consecuencia -Paul Virilio lo ha mostrado de un modo nada trivial y muy dram¨¢tico- un estrangulamiento del espacio que empeque?ece el mundo, en el l¨ªmite, hasta las dimensiones de una habitaci¨®n o de una sala de espera, ya que basta un ordenador personal para tocar virtualmente sus confines, y un avi¨®n o un tren-bala para hacerlo en el acto. Los trances de hacinamiento y aglomeraci¨®n que resultan de esta estrechez espacial han sido objeto de estudio y cr¨ªtica desde los d¨ªas de La rebeli¨®n de las masas, de Ortega, y los Tiempos modernos de Chaplin. Pero tan relevante como este hecho es otro, sobre el cual se ha reparado en menor medida, y que no puede reducirse al anterior: lo que podr¨ªamos llamar el estrechamiento del tiempo.
No es que, ahora, el tiempo du-
re menos porque recorramos el espacio con mayor rapidez, es que se dispensa en tramos cada vez m¨¢s cortos y con plazos de caducidad progresivamente m¨¢s y m¨¢s breves: da igual cu¨¢l sea la velocidad a la que circulemos, la posibilidad de mantener la continuidad argumental de una historia es tan fugaz como la de esas pel¨ªculas cuya fecha de caducidad vence en el momento mismo de su consumo y cuyo enredo mantiene su validez por tan poco tiempo como los tipos de inter¨¦s variable de los cr¨¦ditos que modulan el endeudamiento mundial. Y la analog¨ªa no es casual: el viejo sistema de compra "a plazos" supon¨ªa una tasa fija de gasto mensual a lo largo de un periodo dilatado y, por tanto, una continuidad del hilo que anudaba los pagos hasta llegar al desenlace final con el saldo de la deuda; una continuidad comparable a la de los cap¨ªtulos de un libro o incluso a la de las entregas de un follet¨ªn, que otorgaba credibilidad a cada uno de los episodios y un car¨¢cter estable a los personajes. Tambi¨¦n en este punto los lapsos se han vuelto tan angostos que un espectador o un lector formados en la nueva era no solamente rechazan En busca del tiempo perdido o Ulises, sino que incluso encontrar¨ªan culebrones como Dallas o Falcon Crest insufriblemente largos o, lo que es lo mismo, no ser¨ªan capaces de enhebrar los fragmentos sucesivos en la urdimbre de un ¨²nico argumento. N¨®tese que lo que hoy llamamos "series" no son sino comedias (o tragedias) de situaci¨®n, es decir, tramas fr¨¢giles sostenidas por personajes poco consistentes que mantienen relaciones superficiales y ocasionales, cuya falta de compromiso de cara al futuro permite a sus actores cambiar de serie, de cadena, de guionista o de car¨¢cter sin que el "conjunto" (que en realidad no es tal) se resienta lo m¨¢s m¨ªnimo y a condici¨®n, eso s¨ª, de que ninguna familia conserve costumbres similares a las que alguna vez tuvo la m¨ªa.
Si esto fuera un acontecimiento que afectase ¨²nicamente a la forma de las ficciones, la cosa no pasar¨ªa de ser uno m¨¢s de los transitorios vaivenes de la moda. Pero las ficciones no son s¨®lo el reflejo de las peripecias de quienes las producen y consumen, sino tambi¨¦n las matrices ejemplares a partir de las cuales las gentes construyen su experiencia y su identidad. As¨ª, saltando crudamente a la realidad, comprobamos que una guerra de s¨®lo veinti¨²n d¨ªas, como la habida hace poco en Irak, ha resultado tan tediosamente larga que ya a los tres o cuatro d¨ªas de su comienzo todos sus espectadores y algunos de sus actores la encontraban de una extensi¨®n desmesurada y auguraban su fracaso por exceso de duraci¨®n (?no dec¨ªais que esto ser¨ªa breve? ?Por Dios, acabad pronto, la presi¨®n es insoportable!). Comp¨¢rese esto con las guerras antiguas, que f¨¢cilmente se prolongaban durante cincuenta o cien a?os, o con las m¨¢s modernas, que requer¨ªan un m¨ªnimo de dos o tres para ser tenidas en cuenta como tales. Aviso: no estoy diciendo c¨ªnicamente que hubiera sido deseable que esta guerra (o cualquier otra) hubiese sido m¨¢s larga -cualquier longitud es atrozmente excesiva para algo as¨ª-, sino que las prisas por verla terminada no proced¨ªan s¨®lo del piadoso discurso moral que acabo de evocar (toda guerra es siempre demasiado larga), sino tambi¨¦n de la reducci¨®n de los plazos y de la penuria argumental de la que venimos hablando: el argumento de esta guerra -que dif¨ªcilmente podemos recordar o imaginar s¨®lo unas semanas despu¨¦s- era tan d¨¦bil y precario que, si ya result¨® asaz inveros¨ªmil su continuidad a lo largo de tres semanas, de haber durado dos o tres meses nadie hubiese podido cre¨¦rsela. Y as¨ª con todo lo dem¨¢s.
Desde hace ya alg¨²n tiempo, en mi casa nos acostamos pronto, y ni se nos ocurre acercarnos de noche a la cocina: tenemos terror a que se nos venga abajo la impresi¨®n superficial de que el d¨ªa que ha terminado ha tenido alg¨²n sentido en nuestras vidas o en las de nuestros conciudadanos.
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