Tras la estela negra del pirata

Weir hace un expert¨ªsimo trabajo de puesta en pantalla transparente, pero se pasa de bondadoso en el retrato de la vida cotidiana dentro del barco. La deriva de esta cotidianidad se beneficia del esmero del gran director de El a?o que vivimos peligrosamente y ?nico testigo, pero se resiente del toque en exceso blando de los esbozos de los pobladores del buque, una tripulaci¨®n no de toscos bucaneros acosados por la claustrofobia, sino de un coro de saltarines sonrientes y a ratos casi ang¨¦licos, que hacen que incluso la escena de la flagelaci¨®n tenga un tono versallesco. Pero nos hacen pasar el rato, animados por el padre capit¨¢n que Russell Crowe clava con su abundancia de recursos, pero cayendo de nuevo en una interpretaci¨®n demasiado visible: se le ve desde fuera su andamiaje interior. No vemos a un capit¨¢n bucanero, sino a Crowe fingiendo serlo. Con la eficacia del comedimiento, su colega Paul Bettany mueve su personaje con menos pero m¨¢s elegantes, o menos toscos, recursos que Crowe. Y ambos tienen el m¨¦rito de sostener a d¨²o Master and Commander y, a cuerpo limpio, cubrir un vac¨ªo originado en una grave ligereza en la visi¨®n de Weir: un largu¨ªsimo recorrido -desde La Mancha al Caribe, y luego Brasil y la espeluznante haza?a de doblar a vela el cabo de Hornos y subir oc¨¦ano arriba a las islas Gal¨¢pagos-. Y este abismal recorrido pasa sin que se perciba en los rostros sensaci¨®n de erosi¨®n, de deterioro, de tr¨¢nsito, de gasto moral, de captura interior de tan descomunal itinerario f¨ªsico y an¨ªmico. No interioriza Weir la dram¨¢tica dilataci¨®n del espacio esc¨¦nico y su pulcro y gozoso buque, en realidad, no se mueve de la confortable y quieta cala californiana donde se rod¨® el filme.