Desigualdades econ¨®micas y derecho penal
Cuanto m¨¢s sabemos del comportamiento humano, m¨¢s primitivas e injustificadas parecen nuestras instituciones pol¨ªticas y econ¨®micas. Que el funcionamiento de ¨¦stas se maneja con reglas bastante simples resulta especialmente evidente cuando prestamos atenci¨®n a las pol¨ªticas econ¨®micas y a las leyes penales que rigen en nuestras comunidades. Desde la econom¨ªa, se nos dice que con la desigualdad estimulamos la ambici¨®n individual y, de ese modo, el crecimiento econ¨®mico. Desde el derecho penal, a su vez, se nos insiste en que con el endurecimiento de las penas se disminuye el delito. En uno y otro caso, el supuesto de partida es el mismo: los seres humanos somos sujetos calculadores que s¨®lo nos movemos por premios y castigos. Seg¨²n parece, para que la sociedad funcione s¨®lo cabe la extorsi¨®n econ¨®mica y la amenaza penal, la desconfianza y la l¨®gica bruta del castigo.
Tales ideas sobre la naturaleza humana sirven de justificaci¨®n a nuestros modos de organizar la vida colectiva y, en buena medida por ello, aceptamos como lo m¨¢s natural del mundo vivir dentro de una econom¨ªa con profundas desigualdades y con un derecho fuertemente preocupado por abordar los problemas y las patolog¨ªas sociales, aumentando los castigos. Tales hechos son menos el producto del azar o de alguna temible conspiraci¨®n que una consecuencia obvia de una visi¨®n marcada por absurdos presupuestos acerca de nuestros intereses y motivaciones. Ante todo, dicha visi¨®n se basa en la idea de que nosotros, como ciudadanos, actuamos de modo ego¨ªsta, calculando a cada paso que damos qu¨¦ rumbo de acci¨®n es el que m¨¢s conviene a nuestros intereses. Porque quienes dise?an las pol¨ªticas de seguridad asumen que actuamos de este modo, cada vez que se registran conductas indeseables, procuran aumentar las penas frente a las mismas. La justificaci¨®n doctrinal ¨²ltima -y tambi¨¦n la m¨¢s inmediata- de ese dise?o apela al supuesto c¨¢lculo ego¨ªsta por parte de los delincuentes. El Estado, ante todo, apuesta por que los criminales se abstengan de realizar aquellas acciones en raz¨®n del miedo provocado por la amenaza de penas cada vez mayores.
En econom¨ªa, la presencia de ese modo de ver las cosas resulta todav¨ªa m¨¢s transparente. Muchos economistas pueden llegar a considerar la pobreza como mal socialmente indeseable, pero muy pocos entre ellos tienen la misma opini¨®n sobre la desigualdad. La codicia de acceder a m¨¢s y mejores bienes, junto con el miedo a perder los que ya tenemos -se nos dice-, representan el motor motivacional b¨¢sico del crecimiento econ¨®mico. Desde esa perspectiva, el Estado act¨²a bien cuando cultiva la codicia y el miedo econ¨®micos, porque de ese modo contribuye, indirectamente, al bienestar general. El ¨²nico modo de que las cosas funcionen es que los ciudadanos tengan conciencia de que carecen de protecciones sociales que no dependen de su buen comportamiento, que no son incondicionales, y transmitirles una sensaci¨®n de fragilidad e incertidumbre en sus decisiones vitales, fundamentalmente en las laborales. La permanente pol¨¦mica en torno a los impuestos, con los pol¨ªticos acus¨¢ndose de subirlos, como si aqu¨¦llos fueran esencialmente condenables, s¨®lo se entiende desde la presunci¨®n de que no podemos esperar ninguna sensibilidad c¨ªvica en las gentes.
Sin embargo, esa imagen se corresponde muy poco con lo que sabemos acerca de las motivaciones que inspiran nuestras acciones. Buena parte de las m¨¢s importantes movilizaciones pol¨ªticas (frente a la guerra) o de las acciones solidarias (la limpieza de la costa en el caso del Prestige) no responden a ninguna defensa de intereses personales. Y no se trata s¨®lo de impresiones de peri¨®dicos. En los ¨²ltimos a?os han proliferado investigaciones procedentes de la psicolog¨ªa econ¨®mica que muestran que los seres humanos est¨¢n lejos de ser ego¨ªstas sin m¨¢s. Los experimentos han mostrado que las personas no estamos dispuestas a ofrecer o a aceptar intercambios, incluso si obtenemos un beneficio, que juzguemos indignos. Tales investigaciones certifican que consideramos que hay unos niveles m¨ªnimos de bienestar que estamos dispuestos a asegurar a los dem¨¢s, sencillamente porque consideramos que es justo que as¨ª sea.
Ellos no hacen sino confirmar lo que percibimos a diario, la resistencia a actuar pensando exclusivamente en los costos y los beneficios. Si nuestro jefe nos dice que hemos de ir a vivir a otra ciudad por un periodo de tiempo y ello conlleva separarnos de nuestros seres queridos, podemos llegar a aceptarlo, seguramente a desgana. Si nos dice que nos paga dinero simplemente porque nos alejemos de nuestra familia, la reacci¨®n ser¨¢ de rechazo. Si estando en la cola de un cine, alguien nos ofrece dinero por nuestra posici¨®n, dif¨ªcilmente aceptaremos. Y si lo hacemos, recibiremos algo parecido a una reprobaci¨®n moral por parte de nuestros compa?eros de fila, aunque, de hecho, no hayan perdido ni ganado con la transacci¨®n.
Los experimentos y la vida muestran, por lo menos, que los humanos tenemos sentimientos que se imponen a las motivaciones ego¨ªstas, sentimientos de dignidad y tambi¨¦n sentimientos de justicia, incluso cuando las acciones que de ellos se siguen no nos reportan beneficios o incluso nos resultan costosas. Cada vez resulta m¨¢s claro -para la ciencia, como ya lo era para el sentido com¨²n- que tenemos una fuerte y estable disposici¨®n a comportarnos seg¨²n principios de reciprocidad, que tendemos a sacar ventaja de las acciones de los dem¨¢s si ellos hacen lo propio con nosotros, pero que al mismo tiempo tendemos a colaborar cuando reconocemos la misma inclinaci¨®n cooperativa en los dem¨¢s. En suma, que nuestras disposiciones motivacionales son mucho m¨¢s complejas que las que sirven de justificaci¨®n a nuestros dise?os institucionales. Sin duda, no somos altruistas incondicionales, pero con la misma rotundidad podemos decir que tampoco somos ego¨ªstas que nos limitemos a pensar s¨®lo en nuestros inmediatos intereses.
Tales resultados est¨¢n lejos de ser irrelevantes porque, entre otras cosas, ayudan a entender bastantes de los fallos de nuestras intervenciones sociales. Una muestra de ello es el fracaso sistem¨¢tico de las pol¨ªticas basadas en el ciego aumento de la represi¨®n penal. Los delincuentes no se sienten f¨¢cilmente disuadidos por las medidas represivas, y ello no tanto por su incapacidad para calcular sus intereses sino porque son muchas otras las cosas que entran en juego cuando toman la decisi¨®n de actuar de un modo contrario a derecho. As¨ª se explica, por ejemplo, que las tasas de cr¨ªmenes sean m¨¢s altas en sociedades en donde la falta de legitimidad del derecho es mayor, o m¨¢s bajas en aquellas m¨¢s vitales en t¨¦rminos de organizaci¨®n c¨ªvica. Particularmente, en comunidades en donde parte importante de la poblaci¨®n no se ve reflejada en, ni puede identificarse con el derecho, es muy dif¨ªcil que un aumento en las penas resulte en la correlativa disuasi¨®n del crimen. En definitiva, mientras que el maltrato y la exclusi¨®n de algunos sean lo que predomine, no va a haber aumento de penas que frene las reacciones violentas de aqu¨¦llos contra la comunidad.
Con mayor claridad si cabe, la mayor parte de las intervenciones en econom¨ªa asumen el inter¨¦s propio como la ¨²nica motivaci¨®n de los individuos. Asumen el ego¨ªsmo y lo alientan. Al hacerlo, sin embargo, tambi¨¦n socavan otros rasgos centrales de nuestra personalidad y de las propias normas -de confianza, de respeto, de compromiso con la palabra dada- sin las cuales ning¨²n sistema econ¨®mico, incluida la sociedad de mercado, puede funcionar. Las desigualdades, podr¨ªa decirse, corrompen nuestro car¨¢cter y, subsidiariamente tambi¨¦n, nuestras relaciones con los dem¨¢s. En este contexto, la solidaridad, si acaso, puede s¨®lo darse una vez cumplido el horario laboral. Aunque lo cierto es que, como han argumentado algunos economistas y soci¨®logos, cuando se echan las cuentas en la producci¨®n, se acaban por echar en todas partes. Por cambios cognitivos y tambi¨¦n por la elemental contabilidad que hace que dedicarle m¨¢s tiempo a la propia familia implique rest¨¢rselo a la creaci¨®n de ganancias eventualmente capaces de mejorar el bienestar familiar. Ocurre que las reglas econ¨®micas est¨¢n pensadas para incentivar la creaci¨®n de riqueza y no para mejorar la articulaci¨®n social. Sin duda, no se trata de eliminar sin m¨¢s el actual dise?o institucional, pero s¨ª de que se adopte una visi¨®n m¨¢s acorde con lo que sabemos acerca del modo como nos comportamos. Se trate de que las reglas y las instituciones, adem¨¢s de reprochar los cr¨ªmenes, sean sensibles a la virtud, reconozcan su valor y sepan promoverla.
Roberto Gargarella es profesor de Teor¨ªa Constitucional. F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de Etica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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