Elogio del padre
?Qu¨¦ compartimos con el padre? Indicaba Freud que una parte fundamental de nuestra vida se nos va mientras intentamos alejarnos de ¨¦l: nos distanciamos de sus maneras, de sus antojos, de sus rasgos, de sus h¨¢bitos. Nacemos desasistidos y s¨®lo el auxilio de la madre alimenticia, su voz acogedora, nos devuelve el sosiego. Del padre tambi¨¦n recibimos cari?o, ternura, apegos, pero, al decir de Freud, de ¨¦l nos vienen principalmente la ley y esa sociedad con normas en la que ingresamos. Es, pues, la suya una tarea de represi¨®n, de tutela, de gu¨ªa, gracias a la cual accedemos a la cultura ved¨¢ndosenos la fusi¨®n con la madre originaria. El padre es, as¨ª, para Freud una figura de autoridad, temida y precisa, un modelo o, a la postre, un contramodelo, aquel frente a quien nos definimos. Crecer es madurar, hacerse una vida propia y alejarse de la madre nutricia de la que tomamos el temprano alimento y los primeros datos culturales, la voz, los afectos. Pero hacerse mayor es tambi¨¦n apartarse del progenitor que nos reprime y educa, ese se?or que nos proh¨ªbe los deseos lascivos, libidinosos y primitivos. ?Por qu¨¦ raz¨®n? Porque la maduraci¨®n no es s¨®lo socializarse, adaptarse normativamente a la cultura que encarna el padre, sino tambi¨¦n satisfacer pulsiones que escandalizan a ese mismo gu¨ªa. Qu¨¦ sensaci¨®n de alivio da saberse due?o de uno mismo, comprobar, como dir¨ªa Nietzsche, que el yo no es mero producto del tiempo ni del padre, que el yo puede enfrentarse al determinismo y a la corriente y a la fatalidad, que el yo navega contra la corrupci¨®n de esa corriente. ?Es as¨ª?
Sumamos a?os, nos avejentamos y, de repente, una ma?ana ante el espejo, mientras nos afeitamos y cumplimos con el aseo ordinario, frente a esa imagen reverberada de uno mismo, descubrimos algo sobrecogedor: vemos reaparecer el rostro del padre, distinguimos sus rasgos, los mismos pliegues que roturan su piel, el destello empa?ado de sus ojos, esa calvicie irremediable que en ¨¦l ya era un vaticinio. No hace falta aceptar el diagn¨®stico de Freud, no es preciso acatar el psicoan¨¢lisis, pero hemos de admitir que su creador nos dio una verdad fundamental, que es ¨¦sta: tanto esfuerzo por rehacernos, tanto empe?o por componer incluso un cuerpo propio que nada deba al progenitor, y repentinamente un d¨ªa, de forma inesperada, observamos el calco irremediable que somos, en que nos hemos convertido. ?Qu¨¦ fisonom¨ªa es ¨¦sa que advertimos, justo cuando nos cre¨ªamos due?os de nuestro rostro? No acabamos de creerlo y, por eso, afectamos gestos y gui?os, ademanes, tratando reparar el aspecto que nos record¨¢bamos hasta hoy mismo, tratando de fijar aquella imagen propia que era la nuestra. Pero no, con fatalidad gen¨¦tica reaparece la cara del padre y se corroboran el linaje y la estirpe, y con aturdimiento, en fin, nos rendimos. ?S¨®lo la cara? Perm¨ªtanme hacerles una peque?a revelaci¨®n: es la breve historia de un amigo cuarent¨®n al que hac¨ªa tiempo que no ve¨ªa y al que, para proteger su intimidad, llamar¨¦ Fernando. Lo que ahora les cuento es la lecci¨®n de una vida, de su vida.
No pecar¨¦ de impudor si digo que su padre es un consumado lector, afici¨®n o furia que el heredero tambi¨¦n comparte. Lo que no suelen compartir es el tipo de libro que les procura satisfacci¨®n. Al progenitor le gustan unos t¨ªtulos y al hijo, otros. Justamente por eso, es raro que coincidan aprobando una misma obra: cuando se da, lo excepcional del hecho confirma lo distintos que son. Pero hay m¨¢s. Fernando, al menos de momento, suele retener en su memoria muchos de los libros que frecuenta y con los que quiere remendarse el interior. En cambio, su padre olvida las p¨¢ginas sobre las que con tanto apasionamiento se volc¨® horas atr¨¢s, de modo que semanas despu¨¦s de haber concluido el volumen s¨®lo conserva un vago recuerdo que ¨²nicamente le permite evocar la narraci¨®n, sin saber por qu¨¦ le gust¨® o por qu¨¦ no. Por eso, para no repetirse o errar, lleva desde 1973 (es decir, desde hace m¨¢s treinta a?os) una libreta, un registro de las obras que ha le¨ªdo (miles, hemos de suponer) y una calificaci¨®n particular en donde anota su valoraci¨®n del volumen: de 3 a 7, no me pregunten por qu¨¦. Cuando un libro le tienta, le seduce, le persuade, entonces le concede un siete, la m¨¢xima puntuaci¨®n, que, seg¨²n me indica mi amigo, es efectivamente un sobresaliente. Adem¨¢s de esos datos, a?ade otros que precisan su tasaci¨®n, escuetos siempre, casi indescifrables, como si quisiera caligrafiar un diario ¨ªntimo, en parte secreto, en parte inaccesible para un extra?o, para ese extra?o que es el propio hijo.
Una ma?ana, a comienzos de los noventa, cuando proced¨ªa a asearse, cuando lo dispon¨ªa todo para el afeitado, Fernando vio a su padre frente al espejo, una especie de holograma o ectoplasma, un padre cuyo perfil borroso reemplazaba al del hijo. Seg¨²n confiesa, sinti¨® estupor y derrota, la confirmaci¨®n de aquel diagn¨®stico que estableciera el Doctor Freud. Fue m¨¢s tarde, tiempo despu¨¦s, cuando Fernando empez¨® a resignarse a ese hecho irrevocable, a la repetici¨®n, al duplicado imperfecto que de su padre ha acabado siendo. Pero, ahora que lo piensa, lo que mayor pasmo le produce es advertir que fue tambi¨¦n por entonces, por aquellas fechas, cuando ¨¦l mismo empez¨® a llevar unos cuadernos de lectura. Hace ya diez a?os de eso. Se trata de un registro en el que anota o apunta escrupulosamente los datos del volumen y las sugerencias que sus p¨¢ginas le provocan. Hay en ello algo de la tarea escolar, de los deberes que a¨²n cumple con puntualidad, como un alumno aplicado, pero hay tambi¨¦n una reposici¨®n, un homenaje que rinde a ese lector minucioso que siempre ha sido su padre, un reconocimiento de que todo lo que vale la pena otros ya lo hab¨ªan dicho o lo hab¨ªan hecho frente al espejo: la certidumbre de que, como le ense?o Faulkner en ?Absal¨®n, Absal¨®n!, "la mayor¨ªa de las acciones que puede realizar el hombre, sean malas o buenas, obtengan recompensa, alabanzas o reprobaci¨®n, hab¨ªan sido realizadas ya, y s¨®lo pod¨ªan aprenderse en los libros".
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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