?Memoria de Espa?a?
Por alguna raz¨®n, cuando entre los representantes pol¨ªticos se hace una invocaci¨®n expl¨ªcita al pasado, suelo experimentar una gran incomodidad, un prurito personal. Insisto: esas palabras, generalmente altisonantes, me producen malestar como individuo y como historiador, y este hecho simple me obliga a interrogarme. ?Por qu¨¦ padezco esa desaz¨®n cada vez que oigo dichas apelaciones? Creo que son dos las razones del malestar. Hay, en primer lugar, una raz¨®n acad¨¦mica: la que diferencia la historia de la memoria. Un colega franc¨¦s, el historiador Pierre Nora, lo dijo expresamente. Perm¨ªtanme una cita extensa de sus atinadas palabras: "La memoria es la vida, siempre acarreada por los grupos vivos y, a este respecto, est¨¢ en evoluci¨®n permanente, abierta a la dial¨¦ctica del recuerdo y la amnesia, inconsciente de sus sucesivas deformaciones, vulnerable a todos los usos y manipulaciones, susceptible de estar latente durante mucho tiempo y de manifestar s¨²bitas revitalizaciones. La historia es la reconstrucci¨®n siempre problem¨¢tica e incompleta de lo que ya no es. La memoria es siempre un fen¨®meno actual, un v¨ªnculo vivido en el eterno presente: la historia, una representaci¨®n del pasado. Dado que es emocional y m¨¢gica, la memoria s¨®lo se acomoda a aquellos detalles que la confortan: se nutre de recuerdos borrosos, chocantes, globales o flotantes, particulares o simb¨®licos, sensibles a todas las transferencias, velos, censura o proyecciones. La historia, en tanto que operaci¨®n intelectual y laica, apela al an¨¢lisis y al discurso cr¨ªtico". Por eso, cuando se mezcla historia y memoria, el resultado no suele ser la mejora cr¨ªtica del recuerdo o el examen significativo del vestigio, sino la recreaci¨®n del pasado en t¨¦rminos emocionales y m¨¢gicos, simb¨®licos. Un horror, pues.
Aunque, tal vez, mi irritaci¨®n contra el pasado como apelaci¨®n p¨²blica se deba, en segundo lugar, a las condiciones que me rodearon en la infancia. Nac¨ª cuando acababa la autarqu¨ªa del primer franquismo, cuando ya se atisbaban el turismo y una revoluci¨®n sexual -esa que hoy deploran los en¨¦rgicos obispos-, turismo y revoluci¨®n que ciertamente parec¨ªan amenazar la estabilidad del orden cat¨®lico. Nac¨ª cuando empezaba la oposici¨®n universitaria al R¨¦gimen y, sobre todo, cuando comenzaba la televisi¨®n, cuando se daba inicio a las emisiones de la televisi¨®n en Espa?a. Es decir, m¨¢s que cat¨®lica, es la m¨ªa la primera generaci¨®n cat¨®dica -por decirlo con Umberto Eco-, la generaci¨®n que aprendi¨® a ver el mundo y el entorno gracias a la peque?a pantalla. Nac¨ª, adem¨¢s, en el seno de una familia adaptada al R¨¦gimen, silenciosa, prudente, una familia del franquismo sociol¨®gico en la que se mezclaban la obstinaci¨®n, el esfuerzo, el empe?o, el miedo. En aquella ¨¦poca, entre mis parientes, entre mis abuelos concretamente, fueron habituales la invocaci¨®n al pasado colectivo y el recuerdo de un desastre, de un p¨¢nico, el de la guerra del 36. Aquellos ancianos hac¨ªan continuos ejercicios de memoria para instruirme, para educarme, para aplacarme. No les culpo ahora, pero vivir as¨ª -me dec¨ªa entonces- era sobrevivir aherrojados, cosa que yo odiaba. La idea de pasado, de que hay un pasado al que estaba obligado y que me libraba de m¨ª mismo, era un atentado contra la vida, contra mi vida. Si se concibe lo pret¨¦rito como lastre, si se apela al cataclismo antiguo como amenaza, s¨®lo nos cabe una tarea, la de recordar sin vivir, sumidos en la triste analog¨ªa de lo que son vaticinios retrospectivos. No tengo existencia alternativa -parec¨ªa decirme entonces, cuando p¨²ber-: s¨®lo dispongo de esta vida ordinaria, finita, y en ella resuelvo mi destino personal. ?Ego¨ªsta? No estaba tan equivocado: el coraje y la elecci¨®n, esas peque?as tareas en las que nos empe?amos cada d¨ªa, se hacen contra el pasado de los mayores. Enti¨¦ndaseme: quien s¨®lo es fiel a lo que sus ancianos hicieron, quien es temeroso de lo que su linaje tambi¨¦n padeci¨®, se agosta sin hacer nada nuevo.
Es posible que entre cierta izquierda espa?ola a¨²n sobreviva la menci¨®n expl¨ªcita al 36, como hemos o¨ªdo en alguna de las ¨²ltimas intervenciones de Pasqual Maragall. Es verdad que entre ciertos nacionalistas imaginativos lo pret¨¦rito ha sido objeto de recreaciones fantasiosas, melanc¨®licas, reparadoras, incluso falsas. Pero no es menos verdad que una parte de la derecha espa?ola, la m¨¢s arisca, la m¨¢s intemperante, la que creci¨® con frufr¨² de las casullas, ha invocado ese mismo pasado para denostar, para atemorizar o para afirmar marcialmente una identidad indiscutible. Es m¨¢s: en los ¨²ltimos a?os, han sido los gobiernos populares los que han hecho de la historia un territorio para la renacionalizaci¨®n. Y a ello han contribuido culpablemente colegas m¨ªos, historiadores profesionales que como Fernando Garc¨ªa de Cort¨¢zar profesan una ardiente fe espa?olista. Hacen uso de un nacionalismo redivivo que mezcla historia y memoria, que idea una unidad de destino desde tiempos prebab¨¦licos. El pasado ha servido as¨ª para la identificaci¨®n colectiva que nos ata: la ventaja del reconocimiento es que me permite localizar a los m¨ªos o, al menos, a aquellos antepasados con quienes creo compartir reflejo, filiaci¨®n, linaje. Con ello, aspiro a darme una defensa contra las ofensas potenciales que siempre parecen venir de los otros, de los extra?os, de los vecinos. Sin embargo, la historia deber¨ªa servir hoy para colectivismos menos ¨¦tnicos, menos afirmativos, menos castrenses. M¨¢s que para el reconocimiento, que es un modo de uniformar, de establecer la fatalidad de unas ataduras, la historia deber¨ªa emplearse para el conocimiento propio, para mostrar lo que me diferencia de aquellos de quienes procedo, para hacer ver todo lo que ignoro de m¨ª mismo, esa parte remota que tambi¨¦n me constituye, lo que es deuda o lo que es logro, el azar de que yo est¨¦ aqu¨ª. En la vida de cada uno no hay necesidad ni tarea que cumplir y s¨®lo una suma de casualidades me ha hecho: por tanto no hay desastres antiguos, incluso seculares, que me amenacen y que me impidan vivir, ni hay fardos que est¨¦ obligado a acarrear y que me libren de ese ser contingente que soy yo mismo. La historia me permite regresar para averiguar qu¨¦ hicieron de sus existencias los antepasados, c¨®mo afrontaron sus incertidumbres, tan ignorantes como yo, tan distintos. A ese modo de pensar lo llamamos saber, examen, no identificaci¨®n ni reconocimiento, pues ante los hom¨ªnidos de Atapuerca no veo analog¨ªa ni memoria que fatalmente me vayan a reflejar.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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