Un pie balance¨¢ndose, desnudo, fuera de la s¨¢bana
Cuando yo era practicante en el Hospital de Santa Maria, me destinaron a un servicio pedi¨¢trico donde hab¨ªa ni?os con enfermedades terminales. Me encari?¨¦ con uno de ellos, un chiquillo llamado Z¨¦ Francisco: ten¨ªa cuatro o cinco a?os, era muy bonito, muy dulce y, por extra?o que parezca, muy alegre en su sufrimiento. Se volv¨ªa cada vez m¨¢s delgado, perd¨ªa el pelo, se consum¨ªa. Cuando un adulto muere en una enfermer¨ªa vienen dos enfermeros y se lo llevan en una camilla, cubierto con una s¨¢bana. Pero Z¨¦ Francisco no era una persona, era un ni?o y los ni?os no tienen derecho a camilla: ?para qu¨¦ gastar una camilla entera con una criatura insignificante? Por consiguiente, cuando Z¨¦ Francisco muri¨® no lleg¨® la camilla ni llegaron los dos enfermeros, lleg¨® solamente uno con la s¨¢bana de los difuntos. Envolvi¨® a Z¨¦ Francisco en la s¨¢bana y lo traslad¨® en brazos por el pasillo. Uno de los pies del peque?o se balanceaba, desnudo, fuera de la tela. Un pie min¨²sculo: sigo vi¨¦ndolo, desapareciendo al fondo, por la puerta. A veces se me ocurre pensar que escribo para ese pie. Hay cosas que se nos adhieren, no nos sueltan, insisten, sin que comprendamos el motivo: trozos de canciones, por ejemplo, frases escuchadas en la radio, mi padre jugando al tenis en Urgeiri?a, con pantalones largos blancos y jersey blanco, yo andando en bicicleta, como un burro de noria, alrededor del casta?o, y la voz, no s¨¦ de qui¨¦n, que me ordenaba
"Vas a ir al infierno", me dijo. Lo que no me asust¨® porque yo no era tan est¨²pido como para morirme
-Haz un ocho, muchacho, haz un ocho
yo que s¨®lo puedo hacer ceros, por miedo a caerme. El casta?o se sec¨® y lo cortaron. ?Por d¨®nde iba? Iba por el pie de Z¨¦ Francisco, dec¨ªa que el pie de Z¨¦ Francisco sigue estando conmigo. Nada importante: un piececito de ni?o que muri¨® de c¨¢ncer, mientras yo contin¨²o dando vueltas alrededor del casta?o. La Serra da Estrela azul, salpicada de lucecitas. El olor que, desde Carregal do Sal, nos acompa?a. Nunca quise ser m¨¦dico, quer¨ªa ser empleado en una biblioteca, en una librer¨ªa, atiborrarme gratuitamente con todas aquellas p¨¢ginas porque, con el dinero que ten¨ªa, muy poco era lo que pod¨ªa comprar. Me iba los s¨¢bados a las librer¨ªas de viejo, contando las monedas que llevaba en el bolsillo: nunca alcanzaban. Si por casualidad le dijese al librero
-Ya s¨¦ hacer ochos
?se conmover¨ªa? Lo m¨¢s seguro ser¨ªa que me respondiese
-S¨®lo faltaba que un grandull¨®n como t¨² no supiese hacerlos
o se demorase mir¨¢ndome, como si yo fuese el representante de una juventud sin futuro:
-?Eso es lo que te han ense?ado en el colegio, tontainas? ?A hacer ochos?
cuando en el colegio aprend¨ª (cosa important¨ªsima) a detestar al colegio, y a¨²n lo agradezco. Qu¨¦ enfermizo el instituto, los profesores, la imb¨¦cil tiran¨ªa del rector, obligar a los ni?os a volverse mal¨¦volos, c¨ªnicos, a fin de sobrevivir a aquello: s¨®lo los hijos de puta respiran, sean hijos de puta. El profesor de Moral nos palpaba bajo los pantalones cortos, nos obligaba a besarle la mano, nos daba, en respuesta, besitos en las orejas, nos apretaba la cabeza contra su barriga. Uno de los profesores de Dibujo nos hac¨ªa ir al mingitorio, ordenaba
-S¨¢cala
y, si aparec¨ªa un compa?ero, nos abofeteaba con fuerza
-Sinverg¨¹enza.
La ferocidad de los bedeles, que vend¨ªan lencer¨ªa de contrabando a las profesoras: Dios m¨ªo, c¨®mo he so?ado con los sostenes negros con encajes rojos que ellas se probaban
-Creo que es demasiado peque?o, se?or Gerv¨¢sio
por encima de la ropa. El escote de la que daba Geograf¨ªa y nos dejaba pasmados, tartamudeando los r¨ªos, inclin¨¢ndonos hacia aquellos mundos que se hinchaban, sub¨ªan, casi llegaban a rozarnos. Su falda ajustada me impidi¨®, para siempre, comprender los husos horarios: veo los relojes en los aeropuertos y no entiendo nada: las manecillas abandonaban la esfera y se cruzaban despacio bajo el escritorio, mientras toda la clase recog¨ªa reglas del suelo para poder mirar. El se?or Gerv¨¢sio, el de la lencer¨ªa de contrabando, pill¨® la oportunidad e inici¨® con nosotros un comercio pr¨®spero de fotograf¨ªas de mujeres desnudas, tumbadas en sof¨¢s, enigm¨¢ticas y generosas, que escond¨ªamos de nuestros padres bajo los forros de los libros. El sof¨¢ de la m¨ªa era de piel de tigre, y el profesor de Moral, el de los besitos, descubri¨® esa bendita visi¨®n, la rasg¨® con gestos teatrales
-Pecado, pecado
y me aplic¨® una sanci¨®n como castigo asegurando
-Vas a ir al infierno, guarro
lo que no me asust¨® demasiado porque yo no era tan est¨²pido como para morirme. Quienes se mor¨ªan eran los viejos y las gallinas que la cocinera desplumaba y, no siendo viejo ni gallina, siempre habr¨ªa en alguna parte una mujer desnuda, tumbada en su sof¨¢, esper¨¢ndome: a¨²n debe de seguir tumbada la pobre, porque no hay manera de dar con ella. ?C¨®mo se llamar¨¢? ?Clementina, Berta, Mil¨²? ?C¨®mo la reconocer¨¦ si me cruzo con ella en la calle, sin maquillaje, con blusa y pantalones? Si tuviese la bicicleta har¨ªa un ocho perfecto, Clementina (o Berta, o Mil¨²)
-Te adoro
y le comprar¨ªa la lencer¨ªa negra con encajes rojos de las profesoras. Conseguir¨ªa un sof¨¢ de piel de tigre. Ser¨ªa feliz. Recoger¨ªa la regla del suelo para ver mejor, trastornado por la armon¨ªa de los tobillos: gracias, se?or Gerv¨¢sio. Gracias a su ayuda casi olvid¨¦ al ni?o del servicio pedi¨¢trico de Santa Maria, un chiquillo de cuatro o cinco a?os, muy bonito, muy dulce, muy alegre en su sufrimiento. Casi olvid¨¦ el pie que se balanceaba desnudo, por el pasillo, fuera de la s¨¢bana. Casi olvid¨¦ las cosas que se nos adhieren, insisten, perduran, sin que comprendamos el motivo: trozos de canciones, frases escuchadas en la radio, mi padre jugando al tenis en Urgeiri?a, con pantalones largos blancos y jersey blanco, yo andando en bicicleta, como un burro de noria, alrededor del casta?o, ¨²nicamente capaz de hacer ceros por miedo a caerme. En la ventana de la enfermer¨ªa ni una nube. Los ¨¢rboles all¨¢ abajo, pero demasiado lejos como para tocarlos: que conste que lo intent¨¦. El casta?o se sec¨® y lo cortaron. Qued¨® un hoyo en su lugar. El mismo en el que a veces, en momentos muy secretos, me apetece meterme. Y o¨ªr, bajo tierra, la bomba para sacar agua del pozo, que un d¨ªa de ¨¦stos, no s¨¦ cu¨¢ndo, ya no me sacar¨¢ m¨¢s.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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