Dos y dos
Dos y dos son cuatro, como dec¨ªa mi profesora? ?Acaso veintid¨®s como sosten¨ªa el bar¨®n de Rotschild? ?O el resultado de dos m¨¢s dos depende de la velocidad del viento, como argumentaba Queneau? Tengo que seguir yendo a la escuela primaria
(o ser¨ªa bueno que repitiese)
porque no s¨¦ la respuesta. Cada vez m¨¢s la realidad
(como la aritm¨¦tica)
se me antoja algo inestable, vacilante. Si me preguntan mi nombre, vacilo: he sido tantos diferentes. ?Cu¨¢l de ellos se despierta en medio de la noche? ?Cu¨¢l escribe?
(?cu¨¢les escriben?)
?Cu¨¢ntos, del que soy, hacen el amor? ?Por qu¨¦ motivo me convierto en otro cuando el tiempo cambia? ?Cu¨¢ntas cabezas piensan en mi cabeza? Hay un Ant¨®nio que quiere vivir, un Ant¨®nio al que no le importa, un Ant¨®nio que a¨²n observa la pistola en el caj¨®n del armario, envuelta en un pa?o, con su caja de balas, con una curiosidad que me da miedo. Y no obstante ¨¦se, el de la pistola, me parece, al mirarlo mejor, tan cargado de serenidad, de esperanza. ?Qu¨¦ quiere? ?Qu¨¦ espera? ?A qui¨¦n espera? ?La llamada telef¨®nica de un amigo muerto? ?Una sonrisa que lo obligue a sonre¨ªr? ?La se?a de la ayudante del dentista que lo elige, en la sala de espera, entre unos pocos candidatos a v¨ªctimas, escondiendo su p¨¢nico detr¨¢s de revistas que han perdido la tapa? ?Cu¨¢l es la respuesta a la pregunta de cu¨¢ntos son dos y dos? Me confund¨ªa la certidumbre vehemente de la profesora, me confunden las certidumbres vehementes de los vehementes, as¨ª como me confunde el se?or que a la salida de un ballet de Stravinsky, con escenograf¨ªa de Picasso, le comentaba a su mujer
Si me preguntan mi nombre, vacilo: he sido tantos diferentes
-Si hubiese sabido que era semejante tonter¨ªa, habr¨ªa tra¨ªdo a los ni?os
as¨ª como me confunden los ¨¢rboles por la noche, misteriosos, inmensos. Cuando era ni?o me tumbaba en el c¨¦sped, en el jard¨ªn de mis abuelos, durante horas, para mirarlos. Me gustan tanto los ¨¢rboles, su olor, el sonido de las ramas que me revelan el secreto del mundo y yo sin lograr entenderlo a pesar de
(me parece)
ser tan evidente, tan pr¨®ximo. Esta ma?ana, al salir del m¨¦dico, una gran cantidad de palomas en la fuente, la casa de mis padres a cincuenta metros, el sitio donde pas¨¦ mi infancia concentrado all¨ª. Reconozco algunos edificios, algunas tiendas, la iglesia, claro, la cervecer¨ªa: ?es tan raro volver por la ma?ana! Y hab¨ªa sol, todo brillaba. De repente, qui¨¦n sabe por qu¨¦, me apeteci¨® decir
-Padrecito
yo que nunca dije
-Padrecito
y es evidente que no hubo
-Padrecito
alguno, Dios me libre de semejantes mariconadas. Padrecito de qu¨¦: le rozo la cara con un beso y me siento inc¨®modo. Pero, ya que hemos llegado hasta aqu¨ª, haga el favor, no se muera. No es que me cueste mucho, pero francamente me molesta. Soy as¨ª de fr¨ªo, ?qu¨¦ quiere? Fr¨ªo, casi nada me afecta. Dir¨ªa que nada me afecta, francamente. Finjo. Si pido que no se muera estoy fingiendo, cualquier idiota se da cuenta. Al salir del m¨¦dico, temprano, a las diez, ya hab¨ªa un borracho entre las palomas de la fuente, de esos con charcos de agua en vez de ojos. Un borracho de opereta. ?Qui¨¦n le hace caso? Yo no, que acabo de salir del m¨¦dico y tengo otras cosas que hacer. Subo por la calle de mis padres, donde dej¨¦ el autom¨®vil. La enredadera daba sobre el muro, las dos ventanas con bancos de piedra que nos serv¨ªan de hitos durante los partidos de f¨²tbol, el portal con una pi?a a cada lado. No se muera. Marcharme lo m¨¢s deprisa posible. En Sete-Rios ya tengo los ojos normales. M¨¦dicos: si los dejamos nos mandan al cementerio en menos que canta un gallo. Conmigo no tienen suerte, no les sigo el rollo. Una se?ora sacaba de un cartucho comida para las palomas de la fuente mientras el borracho se re¨ªa y le casta?eteaban los dientes. El reloj de la iglesia, majestuoso, comunica horas gordas, lentas. Debe de tener el colesterol alto. Al callarse, todo se vuelve m¨¢s digno, con una gravedad de polic¨ªa. Me acuerdo de las campanas en mitad de la misa, de su timbre oto?al incluso en agosto. El borracho busca cigarros en los bolsillos, encuentra uno, roto, lucha con las cerillas. No encendedor: cerillas. U?as de guitarrista el cabrito. ?Volver¨¦ a encontrarlo? Una mujer rubia, con medias negras, me pone de acuerdo con el mundo a pesar de estar de espaldas a m¨ª, conversando con un cajero autom¨¢tico. Su cara me atraviesa sin verme y el mundo se agrisa. Camina como se desplaza un pez, circulando por el aire con una elegancia de l¨¢mina plateada que me duele y me exalta, mientras que un ni?o ucraniano hurga buscando tesoros en los cubos de basura. Cu¨¢ntos son dos y dos, Ant¨®nio, deprisa. ?Si hubiese sabido que eras tan tonto habr¨ªas tra¨ªdo a los ni?os? La mujer rubia desaparece en una esquina y tu presente se estrecha, tu futuro se reduce a la dimensi¨®n angustiosa de la pr¨®xima consulta, en la cual el m¨¦dico tal vez te diga que dos y dos al final son cero pero que la esperanza es lo ¨²ltimo que se pierde
(curiosa afirmaci¨®n)
y hay probabilidades de que dos y dos sean uno con estos tratamientos nuevos y un poco de suerte. Y, confiado en la suerte, me quedo observando el cajero autom¨¢tico vac¨ªo: con estos tratamientos nuevos puede ser que la mujer rubia regrese.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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