Retazos para una estrategia mundial de paz
Los jud¨ªos mataron a Jes¨²s. En esta lac¨®nica afirmaci¨®n, expresiva de la secular tradici¨®n antisemita de la cultura popular cristiana, se condensa muy precisamente la fuente del esc¨¢ndalo que ha suscitado, en la sociedad angloamericana y en menor grado entre nosotros, la pel¨ªcula La Pasi¨®n de Cristo de Mel Gibson.
La interpretaci¨®n hist¨®rica de la condena y muerte de Jes¨²s que ofrece esta filmograf¨ªa ha suscitado la r¨¦plica en otras que tratan, por el contrario, de eximir del crimen al pueblo jud¨ªo cargando la responsabilidad del mismo sea sobre el gobernador romano Poncio Pilato, sea sobre el propio Jes¨²s, quien, por su conducta provocadora e insolente de atacar la tradici¨®n sacrificial jud¨ªa en Jerusal¨¦n expulsando a los mercaderes del Templo, se hizo merecedor de su suplicio.
Este Jes¨²s casi suicida ejerciendo de insolente y aturdido agitador pol¨ªtico no cuadra con lo que sabemos de su vida, porque los textos evang¨¦licos se entienden con coherencia ¨²nicamente cuando comprendemos que Jes¨²s de Nazaret no pretende desafiar la autoridad jud¨ªa, ni monta en c¨®lera contra los mercaderes porque comercien, sino porque lo hacen utilizando para ello el Templo, subvirtiendo as¨ª el orden de valores al poner lo sagrado al servicio del inter¨¦s terrenal.
Pese a ser hijo de un pueblo sometido al poder de Roma, Jes¨²s nunca se pronunci¨® como defensor de la causa nacionalista jud¨ªa. No vino a predicar ni a imponer un nuevo orden pol¨ªtico y en repetidas ocasiones ("... dad al C¨¦sar lo que es del C¨¦sar...", "Mi reino no es de este mundo"...) dej¨® bien claro que su misi¨®n no era la de servir al orden mundano necesario al encauzamiento de los quehaceres humanos, sino la de colmar con la buena nueva inici¨¢tica que ¨¦l anunciaba la sed inextinguible de infinitud que habita en el coraz¨®n del hombre.
El Jes¨²s de los textos evang¨¦licos nada tiene que ver con esa figura, tan frecuente en la historia de la Iglesia, del prelado politizado, disidente o adicto al orden pol¨ªtico reinante, que compromete su autoridad eclesial para ponerla al servicio de una causa pol¨ªtica, sin poner reparo en predicar sus juicios y opiniones personales desde la altura que le otorga su magistratura eclesi¨¢stica. Grave confusi¨®n perpetuada en el seno de una Iglesia triunfalista y sempiterna c¨®mplice del poder terrenal, confusi¨®n que degrada y pervierte la buena nueva evang¨¦lica.
Para medir la gravedad de esta confusi¨®n en el registro de lo grotesco trate el lector de representarse a Jes¨²s oficiando de nacionalista m¨¢s o menos solapado, como hac¨ªa, en el tiempo de sus pastorales, el obispo Seti¨¦n de San Sebasti¨¢n cuando defend¨ªa con unci¨®n paternal la causa nacionalista vasca, olvid¨¢ndose por lo dem¨¢s de las v¨ªctimas de la barbarie etarra que aqu¨¦lla pretend¨ªa explicar cuando no justificar.
La versi¨®n que presenta al pueblo jud¨ªo exento de culpa en la condena y muerte de Jes¨²s, basada en el hecho de que judicialmente Poncio Pilato ten¨ªa en exclusiva la potestad de dictar orden de castigo y ejecuci¨®n contra ¨¦l, es defendible, aunque no entiendo cu¨¢l pueda ser la bondad de tanto af¨¢n en sostener la validez hist¨®rica de una interpretaci¨®n inevitablemente problem¨¢tica sobre algo que ya no deber¨ªa tener para nosotros, ciudadanos del siglo XXI, mayor relevancia, a menos que queramos d¨¢rsela movidos por el deseo de recrear una pol¨¦mica que no puede sino retroalimentar los prejuicios y fantasmas antisemitas. Que algo, en suma, tan poco trascendente, al confrontarlo con la pavorosa y cotidiana realidad actual, como es una pel¨ªcula levante una polvareda medi¨¢tica en virtud de unas im¨¢genes que cuentan un crimen remoto del que nadie puede sentirse singularizadamente responsable, no deja de ser alarmante porque denota el profundo disfuncionamiento que en la percepci¨®n y valoraci¨®n social de los hechos aflige a nuestro mundo.
Al parecer, Juan Pablo II, tras ver la pel¨ªcula de Gibson, declar¨®: "As¨ª fueron las cosas". Pero lo verdaderamente bochornoso es que as¨ª siguen siendo las cosas. Porque el hecho real y de actualidad abrumadora es que as¨ª siguen siendo las cosas en nuestro siglo XXI, en Palestina y en Irak, en Chechenia y en Ruanda, en Estambul y en Casablanca, en Manhattan y en Atocha, por no citar m¨¢s que algunos lugares entre tantos otros donde se repite y se perpet¨²a el martirio de los inocentes.
?C¨®mo entender este esc¨¢ndalo medi¨¢tico por unas im¨¢genes de celuloide cuando, por otro lado, nadie parece escandalizarse de que EE UU lleve gastados, en el infortunio donde Bush los ha metido invadiendo Irak, el alucinante monto de 125.000 millones de d¨®lares, en un mundo donde malviven m¨¢s de 250 millones de ni?os malnutridos y donde la miseria mata cada a?o m¨¢s personas que las que perecieron en la Segunda Guerra Mundial?
Frente a este pavoroso escenario de la realidad actual de nuestro mundo, con la interminable guerra israelo-palestina en la primera p¨¢gina de los telediarios, oprobio de la comunidad de naciones que se presentan como valederas de los m¨¢s altos logros de la civilizaci¨®n, ?qu¨¦ importancia puede tener si aquellos jud¨ªos o romanos de hace 2.000 a?os fueron mucho o nada responsables de la muerte de Jes¨²s? Realmente ninguna, aunque imaginariamente tendr¨¢ la que queramos darle para perpetuar nuestras querellas y antagonismos entre culturas y naciones, mientras el barco global hace agua por los cuatro costados y amenaza con zozobrar en las aguas de una realidad desatendida que hemos preterido frente a nuestra propensi¨®n incurable a cultivar nuestro excluyente narcisismo tribal y nuestra ambici¨®n de dominio sobre los pueblos y naciones en los que rehusamos reconocernos, tan s¨®lo porque no compartimos con ellos el mismo terru?o, la misma historia y la identidad cultural que les es propia.
De cara a una estrategia global de paz que la mundiali-zaci¨®n de la violencia nos impone con inusitada urgencia, el desarrollo de cauces culturales que promuevan la valoraci¨®n social de lo que nos une en detrimento del omnipresente reflejo identitario grupal que nos separa y enfrenta es de una relevancia primordial.
Compartimos el privilegio y responsabilidad de ser conscientes de nuestra propia existencia, compartimos la angustia ligada a la incertidumbre de nuestro devenir humano radicalmente insuficiente, habida cuenta de nuestra condici¨®n mortal de la que somos portadores conscientes, junto con el deseo infinito de vivir que nos habita. Compartimos nuestra radical conflictividad dentro de nosotros mismos y entre unos y otros, y asimismo, si no nos hemos alienado de nuestro coraz¨®n, compartimos nuestra condici¨®n de nacidos para el amor.
Y es ah¨ª, en ese lugar de nuestro privilegio y responsabilidad de nacidos para el encuentro consciente con el otro, con ese otro semejante en la alteridad y no en la proyecci¨®n de nuestros anhelos y aversiones que nosotros mismos somos, donde se cumple la funci¨®n que nos hace plenamente humanos y donde se alumbra, m¨¢s all¨¢ de la esfera de lo subordinado a la vida biol¨®gica, el sentido de nuestra vida, sentido que se hace carne en el coraz¨®n humano como experiencia viva del amor.
Esta experiencia viva del amor es el espacio abierto a la experiencia religiosa de lo inefable, experiencia que habita en el vivir humano como una constante nunca desmentida en la historia de los pueblos desde el remoto conf¨ªn de los tiempos que vieron nacer al hombre. Porque la ra¨ªz de toda vivencia religiosa es antropol¨®gicamente la misma sea cual fuere la filiaci¨®n confesional, y ella no es otra que el coraz¨®n humano.
Coraz¨®n humano condenado por su misma incompletud esencial a sufrir la llaga de lo que le falta, carencia constitutiva de su humanidad que hace del hombre un ser de deseo, condenado al deseo, al que le arrastra su indefectible sed de completud y le empuja, si sus trabas culturales y emocionales no se lo impiden, a vivir la experiencia humana de lo inefable o divino.
Urge potenciar la valoraci¨®n social en nuestra cultura global de esta nuestra com¨²n condici¨®n de seres dotados de la virtualidad de experimentar lo inefable o divino, sean las que fueren las formas hist¨®ricas y culturales en que se arropa y en las que siempre corre el riesgo de desvirtuarse y perderse, como tristemente lo prueba la omnipresente presencia de los conflictos y guerras de religi¨®n.
M¨¢s que las est¨¦riles contiendas en torno a la interpretaci¨®n que debe darse a los textos sagrados de la Biblia o el Cor¨¢n, lo que urge es la promoci¨®n de estrategias culturales de valoraci¨®n social de lo que nos une, una empresa que los cristianos deber¨ªamos emprender en colaboraci¨®n con los jud¨ªos a los que tanto debemos. Para ello necesitamos relativizar y conceder menos importancia a nuestros respectivos narcisismos colectivos, a sabiendas de que ¨¦sa es la mejor v¨ªa para rebasar los posicionamientos cerrados que alimentan el antisemitismo secular del que la guerra israelo-palestina es hoy la expresi¨®n m¨¢s aterradora.
Juan Petschen Verdaguer es psiquiatra.
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