Soldados para la paz
Los soldados espa?oles han regresado de Irak. Ha concluido su forzada implicaci¨®n en una guerra ilegal, iniciada entre falsedades y conducida con hip¨®tesis equivocadas, que ha derribado a un d¨¦spota, pero al precio de la ruina del Estado, miles de muertos, fomento al terrorismo internacional, inestabilidad, miseria y, por si fuera poco, torturas a los prisioneros.
Las fotos de personas cautivas siempre ofrecen un lamentable aspecto del ser humano. Los prisioneros de guerra se muestran como un tropel de seres derrumbados y los detenidos por la polic¨ªa miran fijamente a la c¨¢mara, con un brillo apagado en sus pupilas. En cambio, las im¨¢genes de los primeros iraqu¨ªes capturados no mostraban el desanimado aspecto de los primeros ni la mirada extraviada de los segundos. Porque les hab¨ªan metido la cabeza en un saco.
No eran considerados ni prisioneros de guerra ni detenidos comunes, y carec¨ªan de las garant¨ªas de los acuerdos de Ginebra y de las leyes penales. Estaban atrapados en el ¨²ltimo eslab¨®n de una cadena de indignidad iniciada hace m¨¢s de cuarenta a?os, cuando el coronel franc¨¦s Roger Trinquier escribi¨® que los ej¨¦rcitos deb¨ªan combatir la guerra revolucionaria utilizando la tortura para conseguir informaci¨®n. Eran los tiempos del conflicto de Argelia, donde las ideas de Trinquier crearon escuela para extender despu¨¦s su semilla envenenada a Latinoam¨¦rica y a los servicios de contrainsurgencia estadounidenses.
Trinquier y sus ac¨®litos abrieron una brecha entre los partidarios de "la nueva guerra sin l¨ªmites" y los militares al viejo estilo, que acuchillaban, bombardeaban y fusilaban, porque era la guerra, dec¨ªan. Pero cuya mentalidad caballeresca consideraba que la tortura era un oficio de gente vil con la que no quer¨ªan tratos. Incluso en plena borrachera represiva del III Reich, los oficiales prusianos despreciaban a los verdugos de las SS.
Las fotograf¨ªas de Guant¨¢namo ya revelaron c¨®mo los presos afganos estaban hu¨¦rfanos de la protecci¨®n que concede el derecho. Las im¨¢genes de Irak demostraron luego que tampoco all¨ª las cosas marchaban como debieran. Aquellas capuchas que los soldados recib¨ªan de la log¨ªstica oficial no eran un instrumento para asegurar a los cautivos, sino para anularlos como personas.
La cabeza y sobre todo la cara expresan nuestra identidad. Desde la antig¨¹edad, hemos reforzado su apariencia con peinados, sombreros, barbas, bigotes y todo tipo de recursos, a fin de parecer m¨¢s altos, m¨¢s inteligentes, m¨¢s guapos o m¨¢s fieros. Pero, si nos meten la cabeza en un saco, adem¨¢s de quedar ciegos, quedamos convertidos en nadie.
Las capuchas de Irak eran el primer instrumento de una t¨¦cnica tan s¨¢dica como inteligente destinada a derrumbar la dignidad y la voluntad de los presos. Desnudos en la c¨¢rcel y con la cabeza metida en un saco, se sent¨ªan an¨®nimos e inermes ante el capricho de los carceleros. Entre las tinieblas de la bolsa, o¨ªan ininteligibles conversaciones extranjeras entre las que sonaban algunas voces de mujer, que humillaban hasta el l¨ªmite su desvalida condici¨®n de musulmanes desnudos. Pod¨ªan vejarlos impunemente, sin capacidad para replicar siquiera con una mirada de odio; limitados a articular gritos que nadie entend¨ªa. Como los animales.
Al descubrirse el horror, se echan las culpas sobre unos cuantos soldados reservistas, ¨²ltimo escal¨®n en la lista de responsables. Sin embargo, no se ha tratado de una extralimitaci¨®n de la tropa o de la progresi¨®n de una novatada. Es la p¨²trida herencia de Trinquier incardinada en m¨¦todos contrainsurgencia, que dicen defender nuestra civilizaci¨®n frente a los b¨¢rbaros.
Como si fu¨¦ramos superiores porque s¨ª. Como si nuestra civilizaci¨®n s¨®lo contara con hombres como Kant, Thomas Jefferson o Luther King, y no hubieran existido Hitler y Stalin con sus miles de disc¨ªpulos. S¨®lo podemos presumir de civilizados cuando demostramos que lo somos. Cuando nos sentimos capaces de combatir al terrorismo, sin convertirnos en terroristas. Porque, si imitamos a los b¨¢rbaros, b¨¢rbaros somos.
En 1862, fuerzas de una coalici¨®n internacional desembarcaron en M¨¦jico para obligar al Gobierno de Benito Ju¨¢rez a pagar su deuda externa. Entre las tropas figuraban unidades espa?olas mandadas por el general Prim, que, al descubrir que aquello era una empresa imperialista de Napole¨®n III, embarc¨® a los soldados y abandon¨® la aventura. La caverna espa?ola acus¨® a Prim de claudicar ante el enemigo dejando maltrecho nuestro honor. Hasta que la ocupaci¨®n de M¨¦jico estall¨® en la cara de los franceses convirti¨¦ndose en una org¨ªa de sangre.
Hoy sabemos que es posible luchar contra la tortura y contra la guerra. S¨®lo hace unos doscientos a?os que los jueces ordenaban torturar; hoy se encargan de perseguir a los torturadores. Lo mismo puede suceder con los soldados: antes hicieron la guerra, ahora pueden trabajar para evitarla. Servir como casco azul es una honrosa tarea para los militares al servicio del derecho internacional.
El Ej¨¦rcito espa?ol la ha hecho en numerosas ocasiones y esperemos que siga haci¨¦ndolo. Se hab¨ªa ganado un buen prestigio en sus misiones de paz, hasta que lo enviaron a esa guerra ilegal y disparatada. Afortunadamente, ya lo han hecho regresar, porque no es lo mismo gestionar la defensa nacional con sensibilidad democr¨¢tica que hacerlo con mentalidad de monarca visigodo.
Espa?a no es una gran potencia, sino un pa¨ªs mediano donde existe una importante opini¨®n antib¨¦lica. Nunca una decisi¨®n gubernamental hab¨ªa sido tan masivamente aceptada por la ciudadan¨ªa como este regreso de los soldados. Su honor consist¨ªa en volver con las manos limpias. Por suerte, lo han hecho.
Gabriel Cardona es profesor de la Universidad de Barcelona, y entre sus libros se cuentan Historia del ej¨¦rcito (Humanitas, 1982) y El gigante descalzo (Aguilar, 2004).
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Archivado En
- Revueltas sociales
- Prisioneros guerra
- Ocupaci¨®n militar
- Opini¨®n
- Ej¨¦rcito espa?ol
- Tortura
- Misiones internacionales
- Irak
- Guerra Golfo
- Fuerzas armadas
- Acci¨®n militar
- Malestar social
- Integridad personal
- Estados Unidos
- V¨ªctimas guerra
- Derechos humanos
- Partidos pol¨ªticos
- Conflictos pol¨ªticos
- Oriente pr¨®ximo
- Defensa
- Asia
- Guerra
- Conflictos
- Delitos
- Justicia