Alquer¨ªa
Mi t¨ªo, el cazador, nunca logr¨® matar un conejo ni una perdiz. De ni?o le acompa?aba en sus correr¨ªas y no recuerdo que cobrara nunca una pieza, aunque al final, de regreso a casa con el zurr¨®n vac¨ªo, disparaba lo mismo a las latas de las cunetas que a las golondrinas, a todo menos a los p¨¢jaros que yo entonces ten¨ªa en la cabeza; en cambio, sol¨ªa contarme historias fant¨¢sticas para que no dejara de admirarle. Sobre su cama colgaba una reproducci¨®n del Cristo de Vel¨¢zquez y tambi¨¦n pose¨ªa una alquer¨ªa en ruinas en medio de naranjos, no lejos de la carretera real. Sentados un d¨ªa de cacer¨ªa a la sombra de su cobertizo de ca?as me cont¨® que el cuadro original del Cristo de Vel¨¢zquez, el que est¨¢ en el Prado, hab¨ªa pasado una noche en ese mismo lugar donde ¨¦l ahora le estaba dando ung¨¹ento al cuero de las cananas. Y no s¨®lo ese cuadro; tambi¨¦n hab¨ªan dormido en su alquer¨ªa obras de El Greco, de Murillo y otras que aparecen en calendarios y estampas. Con el tiempo olvid¨¦ ese relato, aunque despu¨¦s de muchos a?os, en mis visitas al museo del Prado, a veces a¨²n cruzaban mi memoria fugazmente im¨¢genes de aquellas fantas¨ªas. ?C¨®mo era posible que el Cristo de Vel¨¢zquez, incluso Las meninas o La fragua de Vulcano, hubieran estado en medio de los naranjos de mi t¨ªo, el cazador? Pero hace poco muri¨® mi amigo el escultor valenciano Amadeo Gabino. Expir¨® dulcemente mientras sus dos nietas adolescentes en la habitaci¨®n del hospital interpretaban con el viol¨ªn una pieza de Schubert, seg¨²n hab¨ªa sido su ¨²ltima voluntad. Poco antes de morir, Gabino me cont¨® que su padre, tambi¨¦n escultor, durante la guerra civil fue uno de los encargados de vigilar el traslado de los cuadros del museo del Prado desde las torres de Quart de Valencia hasta el castillo de Perelada, siguiendo el mismo camino del gobierno republicano hacia el exilio. A la altura de Villarreal su cami¨®n cargado con las obras de arte m¨¢s insignes fue atacado por una escuadrilla de aviones franquistas y hubo de abandonar la carretera para guarecerse en medio de los naranjos. No supo explicarme la situaci¨®n exacta, pero seg¨²n oy¨® decir a su padre el convoy pas¨® un d¨ªa y una noche entera refugiado en una pobre alquer¨ªa mientras ca¨ªan bombas muy cerca. S¨®lo recordaba que all¨ª hab¨ªa un caballo que no paraba de relinchar de hambre o de espanto. Mi t¨ªo, el cazador, el que me contaba historias extra?as para que le admirara, hace mucho tiempo que muri¨®. Hoy le hubiera preguntado si aquel caballo exist¨ªa.
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