Gran Breta?a
En mi infancia, el colegio de mis ma?anas y mis tardes programaba excursiones guiadas a Gibraltar. La profesora de ingl¨¦s era la organizadora: junto al bocadillo, la autorizaci¨®n paterna y los refrescos, nos exig¨ªa el pasaporte (esto ten¨ªa lugar antes de la famosa firma de Mor¨¢n y el ingreso en Europa), objeto m¨ªtico lleno de resonancias novelescas cuyas solas s¨ªlabas bastaban para catapultarme hacia pagodas y desiertos. Y es que Gibraltar, a pesar de encontrarse a s¨®lo tres horas de casa, significaba la transposici¨®n de una frontera, el ingreso en un mundo nuevo, y un dr¨¢stico viaje a Inglaterra sin necesidad de aviones ni d¨¢rsenas. Durante mucho tiempo, convencido por las series de televisi¨®n brit¨¢nicas y mis libros de texto, yo cre¨ª que Gibraltar consist¨ªa en una peque?a sucursal de Piccadilly Circus, con su niebla, sus polic¨ªas de cascos negros que viajaban en bicicleta y esos salones de t¨¦ donde a las cinco de la tarde el tiempo se deten¨ªa como en un reloj de mecanismo defectuoso. Luego, cuando crec¨ª y me di cuenta de que aquellos gentlemen del pe?¨®n manejaban la misma lengua de Jos¨¦ Mar¨ªa Pem¨¢n y de que en vez de los paisajes de Dickens las casitas de allende la verja evocaban las cenicientas poblaciones de frontera que se alinean junto a Portugal, mi concepto de la anglicidad se volvi¨® mucho m¨¢s p¨¢lido y modesto.
Hist¨®ricamente, la Gran Breta?a ha significado para nosotros un enemigo, o en el mejor de los casos un compa?ero de pupitre antip¨¢tico al que se soporta porque a veces nos permite copiar en el examen. Mucho ha llovido desde la Armada Invencible y Trafalgar, han llegado el ingreso en la Comunidad Europea y el tr¨¢fico de personalidades regias de un lado a otro del canal, pero ese sentimiento de incomprensi¨®n y frigidez no ha terminado de caldearse. Por mucho que Aznar se hiciese retratar en las Azores y Blair asegure que Zapatero es m¨¢s joven y guapo que ¨¦l mismo, los fastos de la toma de Gibraltar no van a detener su fanfarria y el ej¨¦rcito de Su Majestad, que en su d¨ªa fue el m¨¢s potente y expedito del mundo, no va a dejar de dar muestras groseras de su defensa de hasta el ¨²ltimo cent¨ªmetro de suelo patrio, submarinos at¨®micos mediante, por muy alejado que se encuentre de las nieblas de Avalon. Hay algo en el car¨¢cter ingl¨¦s que mueve a esa desconfianza, a ese hiato entre el coraz¨®n propio y el ajeno, un aislamiento y una lejan¨ªa que casan muy bien con su condici¨®n de pueblo insular y que quedaron ilustrados de un modo muy gr¨¢fico en las obras de sus grandes fil¨®sofos, los esc¨¦pticos que como Hobbes o Hume eran incapaces de conceder cr¨¦dito a ning¨²n valor que se hallase m¨¢s all¨¢ de sus convicciones o deseos particulares: con todo lo que admiro la literatura y la melod¨ªa de ese idioma el¨¦ctrico como ning¨²n otro, jam¨¢s se me ha ocurrido todav¨ªa poner un pie en Inglaterra, ni siquiera en la Inglaterra menor del pe?¨®n, por miedo a sufrir una congelaci¨®n. En su imprescindible libro de memorias, que ya glos¨¦ hace un par de semanas, Stefan Zweig anota que, en el curso de sus viajes, el salto de Par¨ªs a Londres supuso para ¨¦l el tr¨¢nsito brusco del sol a la sombra en un d¨ªa de verano: una frescura que se agradec¨ªa en medio del aire ardiente, pero tambi¨¦n resfriados, incomodidad y la ausencia de una bufanda que hab¨ªa olvidado incluir en la maleta.
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