Cal en Nueva York
DUDO SINCERAMENTE que se me hubiera ocurrido que el 26 de octubre de 2003 fuera el duod¨¦cimo domingo despu¨¦s de Pentecost¨¦s, porque, a pesar de la fama cat¨®lica, religiosa, los espa?oles, catalanes incluidos, sabemos poco de estas efem¨¦rides. En cambio, en los tan frecuentemente denostados Estados Unidos parecen saberlo. Por lo menos, el mundo raro de la poes¨ªa. Tal d¨ªa, en St. John the Divine, Nueva York, en aquella catedral g¨®tica del XIX -estamos en Norteam¨¦rica- de culto episcopaliano, con una capacidad para 8.000 feligreses, digamos, un poeta que llevo a?os admirando, Robert Lowell se convert¨ªa en piedra, en pizarra. M¨¢s maravilla: St. John the Divine, a parte de bendecir animales de compa?¨ªa una vez al a?o, posee, como la abad¨ªa londinense, Westminster, su Poet's Corner, por no hablar de sus poetas en residencia, algo que ni so?amos en nuestros lares. Una docena de cl¨¦rigos oficiantes, parlamentos discretos, a cargo de dos poetas en residencia y, naturalmente, unas palabras de Frank Bidart, uno de los editores, en el sentido saj¨®n del vocablo, del entonces reci¨¦n aparecido volumen -mastod¨®ntico, 1.186 p¨¢ginas- de Robert Lowell: Collected Poems (Farrar, Strauss & Giroux, 2003). Un volumen que, no obstante, no incluye sus Imitations (1958) que valoro especialmente: ?me hubiera sumergido en la gran Akhmatova a no ser por su versi¨®n del poema de Pasternak dedicado a la gran Ana Gorenko? En cualquier caso, y siguiendo con el acto del caso, no pod¨ªa faltar aquella historia de la literatura que se llama Biblia -Lamentaciones y Salmos- y el padre de la poes¨ªa norteamericana, Walt Whitman. Plegarias y procesi¨®n desde el altar mayor hasta el rinc¨®n de los poetas, a la izquierda seg¨²n se entra. Y respiro: Cal, como le llamaban la familia y amigos (y presentes estaban dos esposas y sus dos hijos), convertido en bocadillo, ser¨ªa el jam¨®n entre dos rebanadas tan notables como Robert Frost y Ralph Waldo Emerson, y muy cerca de Melville (un poeta que hay que recordar) y de su querida Elizabeth Bishop. Por alguna raz¨®n, una de las afortunadas poetas/residentes ley¨® su 'Skunk Hour', dedicada a ella. Salimos como a las ocho posmeridianas del religioso lugar, despu¨¦s de un vinito all¨ª ofrecido, y de repente se me ocurri¨® que tales lugares se merecen tanto o m¨¢s el honor a los poetas que a los enlaces aristocr¨¢ticos e, incluso, que la bendici¨®n de mis seres queridos. No obstante, me dijeron que el canon bloomiano ha relegado a Lowell a la categor¨ªa de poeta poco conocido entre la juventud yanqui. ?Ser¨¢ posible? Modesta, agradezco a Gabriel Ferrater que me lo present¨® cuando en Espa?a se llegaba, con suerte, a Cernuda y, en Catalu?a, a Josep Carner o J. V. Foix. Poeta de dif¨ªcil traducci¨®n, como casi todos, pero que tengo en mi pante¨®n anglosaj¨®n contempor¨¢neo junto a Auden y, concesi¨®n a la actualidad, James Fenton. Meditaciones que me asaltaron despu¨¦s del acto episcopaliano dedicado a un breve converso al catolicismo. Lowell muri¨® en un taxi de aquella ciudad, cuando volv¨ªa, directo desde el aeropuerto, a casa de su segunda esposa, la imponente Elizabeth Hardwick. Le o¨ª en la Universidad de Colchester, Inglaterra, cuando viv¨ªa con la tercera, esposa, claro. Pero ahora vive para siempre, desde el duod¨¦cimo domingo despu¨¦s de Pentecost¨¦s, en Nueva York. Las cosas naturales vuelven siempre..., que dir¨ªa el Unamuno poeta. Inolvidable todo.
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