?Mata tanto el tabaco?
En EL PA?S del pasado diciembre le¨ªmos sin ning¨²n estupor una especie de manifiesto contra el tabaco, firmado por Thierry Le Chevalier, con el acompa?amiento de un nutrido grupo de cardi¨®logos espa?oles. Digo sin estupor porque demandas y admoniciones llevamos le¨ªdas tantas, que si nos referimos a ¨¦sta en particular, es debido a su solemnidad, a su tufillo mesi¨¢nico y a lo alarmante de sus cifras. "Vale la pena repetirlo: uno de cada dos fumadores morir¨¢ a causa del tabaco y uno de cada seis lo har¨¢ de c¨¢ncer de pulm¨®n".
Un amigo m¨ªo, fumador, cay¨® v¨ªctima de un tumor de colon y su mujer me asegur¨® que ni siquiera le preguntaron si fumaba. ?Fue el tabaco su ¨²nico asesino? ?Un factor coadyuvante? ?Qu¨¦ tal el aire que respiramos, qu¨¦ tal la mucha basura que engullimos? No me extender¨¦, concediendo de antemano que fue el tabaco quien se llev¨® por delante a dos conocidos m¨ªos, por m¨¢s que el diagn¨®stico en ambos casos fuera c¨¢ncer de p¨¢ncreas.
Le¨ªda la ardiente diatriba, profusamente asentada en un volc¨¢n de cifras, me dio por fatigar la memoria. Gente a la que conoc¨ª bien aqu¨ª en Valencia, en Espa?a, en Europa y en Estados Unidos. Pens¨¦, record¨¦, anot¨¦, y llegado al n¨²mero cincuenta de fallecidos, lo dej¨¦ estar. ?A qu¨¦ seguir, si s¨®lo me hab¨ªan salido dos muertos por c¨¢ncer de pulm¨®n? Ambos, ciertamente, grandes fumadores, pero seg¨²n el art¨ªculo al que me acojo, deber¨ªan ser ocho y pico, no dos.
Claro que el tabaco mata. Verdad hoy tan obvia, estaba ya comprobada hace unas d¨¦cadas, cuando las grandes tabaqueras ten¨ªan en n¨®mina vergonzante u oculta a m¨¦dicos especialistas que pon¨ªan en solfa los datos da?inos. La pol¨¦mica se arrastr¨® durante largos a?os y a¨²n hoy, desde las grandes marcas, surge alguna voz que, por razones espurias, arroja un cubo de agua a un incendio extinguido. Incorporado ya a la conciencia colectiva el hecho de que el tabaco es pernicioso, con que los maestros se lo digan a los escolares y no den mal ejemplo, basta. Dense a conocer neutramente nuevos descubrimientos sobre los caminos y efectos del tabaco, si se quiere. Pero mensajes truculentos en los paquetes de cigarrillos y art¨ªculos tremendistas, tienen probablemente efectos psicol¨®gicos adversos, sin que ya por ello beneficien m¨¢s que a los devot¨ªsimos enemigos del vicio. Incluso pueden sembrar sospecha, sabedores como somos de que los gobiernos toleraron e incluso favorecieron el h¨¢bito de fumar cuando el tal era o parec¨ªa rentable v¨ªa impuestos.
No estoy escribiendo un art¨ªculo sobre el h¨¢bito de fumar, sino sobre la perversi¨®n de la sensibilidad, v¨ªa mensajes subliminales, mensajes directos y mensajes puramente catastrofistas. Podr¨ªa haber empezado con otros ejemplos igualmente palmarios, como el del hambre en el mundo, o el de los ni?os soldados. Se ha dicho muchas veces que el exceso de informaci¨®n, objetiva o sesgada, desinforma. Es una vacuna contra la sensibilizaci¨®n del ciudadano; en parte, porque en el fondo de su conciencia, el ciudadano est¨¢ deseando que le narcoticen, para no tener as¨ª que enfrentarse a insolentes sentimientos de culpa. El remordimiento es una catarsis fruct¨ªfera; no ense?a deleitando, sino sufriendo. Es un instrumento de la edad adulta; pero hay que saber llegar al l¨ªmite sin cruzarlo, pues m¨¢s all¨¢ es el marasmo en una u otra modalidad. Frecuentemente, nada m¨¢s cerca del suicidio que la indiferencia.
En la sociedad del mensaje, la mayor eficacia de la abrumadora cantidad de mensajes no pretende conducir a la indiferencia, en realidad, no se sabe bien lo que se pretende, no hay conspiraciones a escala mundial, sino m¨¢s bien coincidencia de prop¨®sitos que nos permiten hablar de un sistema. No existe un centro donde todo se fragua, pero s¨ª un centro en el que todo confluye. Pero si no sabemos lo que se pretende, s¨ª estamos al cabo de la calle de lo que por ahora se consigue: no la letal indiferencia, pero s¨ª la banalizaci¨®n, fruto a su vez de la pasividad. Tanto mensaje, en efecto, ni nos hace rebeldes ni suicidas, sino que nos deja en esa tierra de nadie en la que no se est¨¢ despierto ni dormido. Un talante en el que, por decirlo con un ejemplo, a uno le gustar¨ªa emprender un viaje y sin embargo, disponiendo de dinero y de tiempo, no lo emprende y se queda con la desaz¨®n. Es la pasividad, a un paso de la indiferencia. El hombre pasivo absorbe los mensajes, y son tantos, que los engulle y s¨®lo los metaboliza, tan perezosamente, que su traducci¨®n externa queda reducida a palabras. Con todo, queda un sedimento que se va acumulando y cuyas consecuencias a largo plazo son imprevisibles y no necesariamente homog¨¦neas.
Menos mensajes. El individuo que circula infringiendo las reglas del tr¨¢fico, el que conduce bebido, sabe perfectamente lo que est¨¢ haciendo. Endurezcan el castigo, y sobre todo, h¨¢gase efectivo. M¨¢s controles y menos tolerancia. Los gobiernos no sentir¨ªan el deseo de impresionarnos con im¨¢genes sanguinolentas, pues los accidentes que todav¨ªa hubiere, a ellos, los gobiernos, ser¨ªan achacables, dado el estado de las carreteras.
El mundo est¨¢ afligido por una proliferante multitud de m¨¢s que acuciantes problemas. El ciudadano alerta -especie todav¨ªa no del todo extinguida- se angustia y a momentos siente que vive en estado de sitio. Pero en los reductos felices (en comparaci¨®n, naturalmente), las alarmas y admoniciones por un lado y los mensajes tranquilizadores y a menudo exultantes de los pol¨ªticos, est¨¢n contribuyendo a crear un tipo de "hombre nuevo" que s¨®lo puede ser portador de los peores presagios. Pasivo, indolente, confuso, difuso, insustancial, inmaduro y hedonista disperso de pobre estofa y m¨²ltiples calibres. Como aquel estudiante hispano que tuve en Granada, donde dirig¨ª un curso, enviado por mi universidad norteamericana. Les aloj¨¦ individualmente, con familias granadinas, y el individuo de marras se me quej¨® porque no le pon¨ªan colonia ni le permit¨ªan tres ba?os diarios ni m¨¢s de una toalla. Son unos guarros, me dijo. Son la muy puta, puta que te pari¨®, profer¨ª furioso, en lenguaje cervantino (El retablo de las maravillas). Seres l¨ªquidos, inodoros, ins¨ªpidos, pero conducidos a las urnas, ya sin riendas visibles, por un eco que rasura el aire que respiramos.
Manuel Lloris es doctor en Filosof¨ªa y Letras.
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