El desventurado Strogoff ingl¨¦s
La Inglaterra victoriana nos ha regalado un ej¨¦rcito de h¨¦roes y aventureros desgraciados. Las extravagantes condiciones de la ¨¦poca, con sus enormes oportunidades de triunfo y derrota -esos dos grandes impostores, Kipling dixit-, proporcionaban un ancho camino de ida y vuelta para la fortuna, la fama y el honor, y as¨ª nos encontramos con el caso del sargento McGuire, que gan¨® la Cruz Victoria en el mot¨ªn de los cipayos s¨®lo para perderla por robar una vaca, o el m¨¢s notable a¨²n del artillero James Collis, al que le otorgaron la misma alta condecoraci¨®n por su heroico comportamiento en la sangrienta batalla de Maiwand contra los afganos y se la retiraron despu¨¦s por b¨ªgamo.
Entre los rom¨¢nticos imperialistas que entonaban el hurra por la vieja Inglaterra y vivieron aventuras sin cuento para estrellarse luego, parad¨®jicamente, en las f¨¦rreas mallas de la sociedad victoriana figura el osado capit¨¢n (luego coronel) Frederick Gustavus Burnaby (1842-1885), impresionante oficial (dos metros de altura y complexi¨®n a juego) del muy selecto regimiento de los Royal Horse Guards (The Blues), intr¨¦pido viajero, explorador, escritor y ocasional periodista, adem¨¢s de aficionado de la aerost¨¢tica que cruz¨® en una ocasi¨®n el canal de la Mancha en globo.
Si su hora mejor fue entre las nieves del Turkest¨¢n, el destino en forma de lanza derviche le alcanz¨® a Burnaby bajo el t¨®rrido sol del desierto de Sud¨¢n
Nacido en Bedford e hijo de un cl¨¦rigo, Burnaby tuvo su gran momento de fama al recorrer al galope y en trineo, como una centella, ¨¦mulo ingl¨¦s del julesverniano Miguel Strogoff, la peligrosa ruta de las estepas, entre t¨¢rtaros y lobos, hasta la remota e inaccesible Khiva, donde reinaba un kan de fama tan sanguinaria como el novelesco F¨¦ofar. En ese viaje que le granje¨® inmenso prestigio y a partir del cual escribi¨® un libro que es un grand¨ªsimo cl¨¢sico de la literatura de viajes, A ride to Khiva (1876, el mismo a?o de la publicaci¨®n de Miguel Strogoff), padeci¨® un fr¨ªo espantoso: cerca de Karabutak, tres cosacos le salvaron de la amputaci¨®n de las manos congeladas friccion¨¢ndole en¨¦rgicamente con vinagre. Pero conoci¨® gente muy interesante -como el kan, por ejemplo-, subi¨® a una ins¨®lita troika tirada por camellos y disfrut¨® maravillosas vistas del majestuoso paisaje que describi¨® en su libro con un conmovedor lirismo, extra?o sin duda en un oficial de caballer¨ªa que viajaba con fusil, rev¨®lver reglamentario y 400 cartuchos de munici¨®n. "El amanecer fue brillante y radiante. Nunca he visto en ning¨²n pa¨ªs del mundo una aurora de tal magnificencia. Al azul p¨¢lido sucedi¨® el azul lapisl¨¢zuli; a los tonos de acero, el tono del oro; a la blancura l¨¢ctea del alba, los rayos de fuego del cielo incendiado".
Si su hora mejor fue entre las nieves de la inabarcable estepa del salvaje Turkest¨¢n, el malhadado destino en forma de lanza derviche le alcanz¨® a Fred Burnaby bajo el t¨®rrido sol del desierto del Sud¨¢n. La hoja afilada del arma de uno de los fuzzy-wuzzies del ej¨¦rcito del Mahdi -el aut¨¦ntico, el de Las cuatro plumas, no el actual de Irak- le cort¨® la yugular a nuestro h¨¦roe el 17 de enero de 1885 durante la batalla de Abu Klea, en la que las tropas brit¨¢nicas -empe?adas en el rescate de Gordon de Jartum- vieron c¨®mo su formaci¨®n en cuadro se romp¨ªa ante la carga de 15.000 seguidores fan¨¢ticos del profeta. Burnaby estuvo muy valeroso durante la mel¨¦e, primero repartiendo sablazos a caballo (era un consumado jinete y esgrimista) y luego a pie. Pero, seg¨²n algunas fuentes (v¨¦ase el estupendo Imperial vanities, de Brian Thompson. Harper Collins, 2001), parece que, ejem, tuvo algo de culpa en el l¨ªo, pues lider¨® una alocada carga de caballer¨ªa desde dentro del cuadro. Esa bonita acci¨®n habr¨ªa abierto la s¨®lida disposici¨®n defensiva inglesa permitiendo la acongojante irrupci¨®n en tromba del enemigo, como lobos en un corral.
En busca de redenci¨®n
Cabe ver en ese acto descabellado de Burnaby un tan corajudo como suicida intento de redenci¨®n, pues nuestro hombre hab¨ªa ca¨ªdo a la saz¨®n en desgracia al polemizar por una tonter¨ªa -el acceso a un puesto de mando- con uno de los ¨ªntimos del pr¨ªncipe de Gales. A ra¨ªz de ese asunto, el suelo se abri¨® bajo los pies de Burnaby: se le hizo el vac¨ªo social y militar y se le ningune¨® en los clubes. "Su alto esp¨ªritu militar, energ¨ªa, celo & remarcable coraje personal no fueron suficientes a los ojos de esos sastres reales -el pr¨ªncipe y su hermano el duque de Cambridge- para cubrir el hecho de que socialmente Burnaby era persona no grata para ellos y su entorno", escribi¨® pomposamente otro h¨¦roe victoriano, el general Wolseley. En la implacable l¨®gica de la ¨¦poca, una cosa as¨ª precisaba hacerse perdonar, aunque fuera regando con la propia sangre el ¨¢rido territorio sudan¨¦s. ?Ah, qu¨¦ duro ser un gentleman!
De hecho, Burnaby hab¨ªa sido previamente objeto de una dura censura oficial por saltarse las ¨®rdenes a la torera para unirse en 1884, lleno de entusiasmo, a la expedici¨®n punitiva de Graham contra las fuerzas del Mahdi y participar a su aire en la segunda batalla del El Teb, donde fue herido en un brazo. Burnaby luch¨® -corajudamente, as usual- vestido de civil y aparatosamente provisto de una escopeta de dos ca?ones cargada con postas, arma prohibida por la Convenci¨®n de Ginebra, lo que le acarre¨® fuertes cr¨ªticas.
En Abu Klea, tras la batalla que le cost¨® la vida, Burnaby fue enterrado bajo una improvisada pila de piedras polvorientas. Ten¨ªa 43 a?os. El poeta sir Henry Newbolt se refiere a ¨¦l en su c¨¦lebre poema Vita? Lampada: "La arena del desierto est¨¢ empapada de rojo, / rojo con el hundimiento del cuadro que se rompe; / las ametralladoras encasquilladas y el coronel muerto, / y el regimiento ciego con polvo y humo. / El r¨ªo de la muerte ha desbordado sus orillas, / e Inglaterra est¨¢ lejos, y el Honor es s¨®lo una palabra" (...).
No est¨¢ mal, pero seguramente el corpulento oficial hubiera preferido como epitafio la pura canci¨®n del viento de la estepa bajo el brillante resplandor de las estrellas; el fr¨ªo canto punteado por el carrill¨®n de los arreos de los caballos lanzados a galope tendido rumbo a Khiva, y a la aventura.
"?Por qu¨¦ no en Asia central?"
EN EL ORIGEN del viaje a Khiva que hizo famoso a Fred Burnaby est¨¢ Sud¨¢n, adonde regres¨® a que le mataran. Educado en Harrow, pol¨ªglota, consumado bailar¨ªn, pugilista, considerado el soldado m¨¢s fuerte del ej¨¦rcito brit¨¢nico -se dice que era capaz de llevar un poni bajo cada brazo-, Burnaby solicit¨® numerosas excedencias en su regimiento para viajar y vivir grandes aventuras. Una de ellas fue desplazarse a Jartum en 1875 por cuenta de The Times para entrevistar a Gordon Pach¨¢ (ambos morir¨ªan diez a?os despu¨¦s bajo las lanzas derviches con pocos d¨ªas de intervalo). A orillas del Nilo blanco, seg¨²n relata ¨¦l mismo en A ride to Khiva, un compa?ero solt¨® la socorrida frase: "?Qui¨¦n sabe d¨®nde estaremos el a?o pr¨®ximo por estas fechas!". A lo que Burnaby, mientras su mirada ca¨ªa sobre un viejo diario ingl¨¦s que informaba de que Rusia hab¨ªa prohibido la entrada a los extranjeros en sus territorios asi¨¢ticos, exclam¨®: "?Por qu¨¦ no en Asia central?". Dicho y hecho. Nuestro hombre consigui¨® un sorprendente permiso de las autoridades rusas, que lo m¨¢s l¨®gico, en pleno Gran Juego, es que lo hubieran tomado por esp¨ªa. Antes hab¨ªa pasado por Espa?a, donde se involucr¨® en las guerras carlistas. En la carrera de Burnaby figuran otro ind¨®mito viaje a Asia Menor y el mando de una unidad irregular de caballer¨ªa turca. Un celeb¨¦rrimo retrato realizado por James Tissot en 1870 le muestra recostado, en rutilante uniforme, fumando relajadamente un cigarrillo bajo un gran mapa del mundo. "Tuve una muerte sangrienta", parece decir, "anyway, I have seen Khiva".
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