Nuestras hijas de Ju¨¢rez
Un d¨ªa de abril de 2001, dos hombres grandullones entraron en el aula en la que estaba dando clase Marisela Ortiz y, ante la mirada estupefacta de los ni?os, le ordenaron salir. "Me entr¨® el terror de que me iban a secuestrar", cuenta Marisela. "Pero ten¨ªan un aspecto tan oficial que hice lo que me dec¨ªan. Una vez fuera, me interrogaron, me preguntaron por qu¨¦ me hab¨ªa implicado en este asunto de las mujeres asesinadas, qui¨¦n estaba detr¨¢s de m¨ª, qui¨¦n me pagaba. No les entraba en la cabeza que s¨®lo me podr¨ªa mover el dolor y el deseo de que se hiciera justicia".
Marisela Ortiz dirige Nuestras Hijas de Regreso a Casa, una organizaci¨®n formada principalmente por familiares de algunas de las 100 j¨®venes, aproximadamente, que han sido v¨ªctimas sistem¨¢ticas de violaciones, mutilaciones y asesinatos en Ciudad Ju¨¢rez (Estado de Chihuahua), en la frontera de M¨¦xico con Estados Unidos, a lo largo de la ¨²ltima d¨¦cada. El n¨²mero total de mujeres muertas o desaparecidas en ese periodo en Ju¨¢rez, tambi¨¦n famosa por sus bandas de narcotraficantes, supera las 300, pero el n¨²mero de asesinatos en serie -todos a¨²n sin resolver- est¨¢ entre 90 y 128, seg¨²n Naciones Unidas, que se ha interesado activamente por el caso.
Marisela Ortiz: "Nuestra lucha golpea en el mayor problema de M¨¦xico, lograr el Estado de derecho"
?scar M¨¢inez: "No se ha resuelto ni un solo caso de las mujeres asesinadas en Ju¨¢rez desde 1993"
El motivo de que las autoridades hayan centrado de tal manera sus sospechas en Ortiz (los dos hombres que la interrogaron se identificaron como miembros de la Secretar¨ªa de Gobernaci¨®n de Chihuahua) es que no hay ninguna familiar suya entre las v¨ªctimas. "Su l¨®gica les dice que debe de haber algo sucio, que tiene que haber dinero de por medio", explica Ortiz, que dice que, desde aquella primera entrevista en la escuela, ha estado sometida a una intimidaci¨®n implacable y un aluvi¨®n de amenazas por parte de la polic¨ªa y la oficina del procurador.
Ortiz pertenece a una categor¨ªa humana reconocible en cualquier lugar en el que la injusticia es end¨¦mica: mujeres valientes y decididas, de firmes principios, que un d¨ªa deciden que '?basta ya!' y, a partir de ese momento, dedican sus vidas a hacer que el mundo sea un lugar menos malo. Ortiz, que, cuando nos conocemos, va vestida elegante con zapatos de tac¨®n alto, es maestra desde hace 27 a?os. Hab¨ªa ido desarrollando una sensaci¨®n de agravio respecto al sistema de justicia de su pa¨ªs desde hac¨ªa tiempo, sobre todo desde que, en 1999, dos ni?as sordomudas de 11 a?os que eran alumnas suyas fueron violadas y los autores -a los que no detuvieron hasta que ella no puso el grito en el cielo- quedaron en libertad tras cinco d¨ªas de c¨¢rcel. Pero el detonante, lo que cambi¨® el rumbo de su vida de forma definitiva, fue la muerte de Alejandra Andrade.
Alejandra era alumna de Marisela Ortiz. Una de sus favoritas. "Le di clase entre los 11 y los 15 a?os", explica Ortiz. "Era una ni?a muy especial, preciosa, segura, vivaz, una l¨ªder nata, una superoptimista, que escrib¨ªa muy bien y so?aba con ser periodista". Sus sue?os se recortaron por lo que Ortiz considera su precipitaci¨®n, al tener dos hijos cuando todav¨ªa estaba en edad escolar. Y se interrumpieron sin remedio el d¨ªa de San Valent¨ªn de 2001, el 14 de febrero, cuando la secuestraron al salir de la f¨¢brica en la que trabajaba tres d¨ªas por semana. "Inmediatamente me di cuenta de que coincid¨ªa con el perfil de las chicas a las que estaban atacando los asesinos en serie", dice Ortiz. "Una semana despu¨¦s apareci¨® su cad¨¢ver. La hab¨ªan golpeado, torturado y esposado. Hab¨ªa sufrido quemaduras. Hab¨ªa sufrido violaciones tumultuarias. Y le hab¨ªan arrancado a mordiscos trozos del cuerpo. Tuve que ayudar a sus pobres padres, tuve que involucrarme en la batalla por la justicia".
Norma Andrade, madre de Alejandra y miembro de Nuestras Hijas, tard¨® en darse cuenta de que aquello iba a ser una batalla. Y no s¨®lo porque estaba tan destrozada que pens¨® seriamente en quitarse la vida. (No lo hizo cuando comprendi¨® que ten¨ªa una nueva misi¨®n por delante: hacer de madre para los dos hijos de Alejandra, que ten¨ªan 20 y cinco meses.) "Parece absurdo, pero de verdad pens¨¦ que la polic¨ªa estaba con nosotros", dice Norma, una mujer grandona, que lleva ropa suelta y zapatillas deportivas, y a la que la ira ha convertido en un peso pesado de la lucha por los derechos humanos.
"Decidimos que no bastaba con que lo denunci¨¢ramos a las autoridades, ten¨ªamos que actuar", me dice Ortiz. "As¨ª que fuimos a la capital del Estado a ver al gobernador". El gobernador pertenec¨ªa al Partido Revolucionario Institucional (PRI), due?o monol¨ªtico del poder en M¨¦xico durante siete d¨¦cadas, hasta que el sistema empez¨® a decaer en los a?os noventa. "Fue asombroso, nos presentamos en el congreso de diputados y las mujeres congresistas -?las mujeres!- del PRI nos rodearon para insultarnos de la forma m¨¢s repugnante. De ah¨ª fuimos a buscar ayuda al Gobierno federal. Incluso conseguimos convencer al presidente Fox [del Partido Acci¨®n Nacional] que nos recibiera en su residencia de la Ciudad de M¨¦xico. Como eso tampoco sirvi¨® de mucho, decidimos sacar nuestra lucha al extranjero, denunciar lo que ocurre en los medios y en los foros internacionales".
El llamamiento a la conciencia del mundo fue ¨²til en el sentido de que sirvi¨® para poner el dedo en la llaga entre los poderes f¨¢cticos del Estado de Chihuahua. En los tres a?os y medio transcurridos desde que se form¨® Nuestras Hijas, se ha vuelto habitual que el Gobierno estatal y los empresarios locales acusen p¨²blicamente a Ortiz y los dem¨¢s de "vendepatrias" y de "ensuciar el buen nombre de Ciudad Ju¨¢rez". "Es incre¨ªble, ?verdad?", dice Norma Andrade. "Ni se les ocurre que tal vez son ellos quienes ensucian la ciudad con lo que, para nosotras, no es s¨®lo negligencia, sino una corrupci¨®n vergonzosa. Estamos convencidas de que encubren a los asesinos".
Esto podr¨ªa no ser m¨¢s que el lamento sobreexcitado de unas madres resentidas y apenadas. Pero la idea esencial de lo que dice el grupo Nuestras Hijas la corrobora un individuo sereno, fr¨ªo y tremendamente bien informado con el que me entrevisto en la otra ribera del r¨ªo Grande, al otro lado del puente que separa Ciudad Ju¨¢rez de la pl¨¢cida ciudad estadounidense de El Paso. Se llama ?scar M¨¢ynez. Es crimin¨®logo, posee un t¨ªtulo de master logrado en Estados Unidos y fue el primer hombre que, ya en 1993, supo reconocer la pauta de los asesinatos en serie y alert¨® a las autoridades sobre su existencia. "Dije que las cosas iban a empeorar, mucho, pero me ignoraron", dice M¨¢ynez, que en aquella ¨¦poca trabajaba en la oficina del procurador de la zona. ?Por qu¨¦ le ignoraron? "Porque mis superiores eran indolentes e indiferentes. Porque las mujeres eran pobres. Adem¨¢s, estaba muy extendida la actitud de decir: 'Llevaban minifaldas, ?qu¨¦ iban a esperar?".
M¨¢ynez fue jefe de investigaciones forenses en la oficina del procurador del Estado entre 1999 y 2001, a?o en el que dimiti¨®. Le pidieron que alterara las pruebas en relaci¨®n con uno de los casos de asesinatos de mujeres, y ¨¦l se neg¨®. Negarse a ser c¨®mplice de los delitos de la polic¨ªa era peligroso. Le amenazaron de muerte y se fue a vivir a El Paso, aunque es lo bastante valiente -o lo bastante imprudente- como para seguir cruzando a Ju¨¢rez pr¨¢cticamente todos los d¨ªas.
"Lo sorprendente", dice, "es que, aunque se ha detenido y encarcelado a gente por los asesinatos, normalmente con pruebas inventadas y confesiones obtenidas mediante torturas, no se ha resuelto ni uno solo, no ya de los 100 casos de asesinato en serie, sino de los 300 de mujeres asesinadas en Ju¨¢rez desde 1993. ?Ni uno! Todos los que est¨¢n en prisi¨®n son inocentes. En t¨¦rminos legales, los procesos contra ellos son inexistentes y, sin embargo, los jueces les han mandado a la c¨¢rcel, lo cual prueba hasta qu¨¦ punto est¨¢ corrupto el sistema. Y significa, adem¨¢s, que los asesinos siguen en libertad".
?Qui¨¦nes son los asesinos, en su opini¨®n? "No s¨¦, pero puedo decir dos cosas. Son personas que lo hacen por puro placer s¨¢dico. Y son gente de dinero. Hace falta dinero para hacer eso a lo largo de tanto tiempo y lograr que no les atrapen, que ni siquiera les investiguen. La conclusi¨®n es que, si uno es un soci¨®pata y disfruta matando a mujeres j¨®venes y pobres, en Ciudad Ju¨¢rez puede hacerlo".
De vuelta en Ju¨¢rez encuentro pruebas de la tesis de M¨¢ynez que, cuanto menos dinero tiene uno, menos posibilidades tiene de encontrar justicia. Me dirijo al barrio m¨¢s pobre de la ciudad, el m¨¢s peligroso, me han advertido, que lleva el nombre -algo grandilocuente- de Lomas del Poleo. All¨ª, bajo un sol abrasador, veo a Juanita Rodr¨ªguez, que se sienta a hablar conmigo a la sombra de un ¨¢rbol, junto a la chabola en la que vive acompa?ada de su madre y sus tres hijos. En la ma?ana del 10 de febrero de 2003, los hijos eran cuatro, pero esa tarde, Berenice, que ten¨ªa cinco a?os y medio, fue a la tienda de la esquina a comprar unos refrescos y no regres¨®. Nueve d¨ªas despu¨¦s, Juanita, que tiene 26 a?os, tuvo que ir al dep¨®sito de cad¨¢veres de Ciudad Ju¨¢rez a identificar el cuerpo de su hija. La hab¨ªan violado repetidamente y le hab¨ªan dado 15 pu?aladas. Cuando la encontraron, me dice su madre, estaba desnuda, con los pantalones en una mano.
El primer sospechoso, el ¨²nico para la polic¨ªa, fue el esposo de Juanita, padre de sus dos hijos peque?os y padrastro de Berenice. "Estaba en casa con nosotras cuando Berenice desapareci¨®, as¨ª que es obvio que ¨¦l no fue, pero la polic¨ªa le detuvo, se lo llev¨® y le dio una golpiza, dici¨¦ndole que ten¨ªa que confesar el crimen", cuenta Juanita.
El barrio es un desierto lleno de matorrales, las calles est¨¢n sin asfaltar y no son m¨¢s que arena aplastada. La chabola de Juanita es una mezcla de ladrillos, hojas de metal y cart¨®n. Unos perros sarnosos olisquean los montones de basura y los restos de neum¨¢ticos quemados que hay a nuestro alrededor. A menos de 300 metros de distancia, la tierra, de pronto, se vuelve verde. Es la otra orilla del r¨ªo, Estados Unidos.
Berenice desapareci¨® a las seis menos veinte de la tarde de un lunes, una hora en la que ten¨ªa que haber mucha gente en la calle. ?Nadie vio c¨®mo se la llevaban? "Preguntamos a todo el mundo, pero nadie dijo nada. Es porque tienen miedo. Preguntamos a todos, yo fui de tienda en tienda. Alguien ten¨ªa que haber visto algo. Pero me dijeron que nadie hab¨ªa visto a mi nena".
De lo que ten¨ªan miedo era de verse metidos en alg¨²n l¨ªo con la ley. Pero Juanita no ten¨ªa miedo. Se sent¨ªa desafiante. Y por eso decidi¨® entrar en el grupo de Marisela Ortiz. Cuando la polic¨ªa descubri¨® que se hab¨ªa unido a Nuestras Hijas -cuya camiseta lleva puesta durante nuestra conversaci¨®n-, volvi¨® a llevarse a su marido. "Esa vez le golpearon tanto que le rompieron una costilla. Le dijeron que si no dej¨¢bamos de ver a esa Marisela, las cosas le ir¨ªan mucho peor. Luego me detuvieron a m¨ª y me dijeron que me hab¨ªa convertido en sospechosa del asesinato de mi hija. Me hicieron la prueba del detector de mentiras. Es que... esa gente no deja que una persona sufra en paz".
"Eso es lo que hacen, sobre todo con los pobres", dice Marisela Ortiz. "Buscan a los culpables dentro de la familia y no pasan de ah¨ª. Al padrastro de la ni?a le dijeron que, si no cortaba la relaci¨®n conmigo, se las arreglar¨ªan para que le declarasen culpable del asesinato y le enviaran a la c¨¢rcel".
Nadie ha acusado todav¨ªa a Ortiz de asesinato, pero las autoridades parecen perseguirla con m¨¢s energ¨ªa que a los asesinos de las 100 chicas de Ju¨¢rez. Tras el incidente con los dos hombres de la Secretar¨ªa de Gobernaci¨®n, empezaron las amenazas telef¨®nicas, en las que le advert¨ªan que no se metiera donde no le llamaban.
"Despu¨¦s empec¨¦ a recibir llamadas de la oficina del subprocurador del Estado para que fuera a verle. Me negu¨¦ y empezaron a llamarme seis o siete veces al d¨ªa. Lo siguiente fue que el propio subprocurador en persona iba a venir a hacerme una visita. Volv¨ª a decir que no, pero un d¨ªa me llam¨® para decirme que estaba de camino. 'Voy a verla', dijo. La urgencia se deb¨ªa a que hab¨ªamos organizado una manifestaci¨®n para esos d¨ªas. Al final, ced¨ª y nos vimos en un caf¨¦ de un hotel de Ju¨¢rez. Llegu¨¦ y vi que hab¨ªa 30 personas con ¨¦l, todos sus ac¨®litos. Me acos¨®, me amenaz¨® y trat¨® de coaccionarme.
"Me dijo el subprocurador que estaba provocando una tormenta en un vaso de agua. Que no ten¨ªa motivos para hacer todo eso porque las familias estaban satisfechas de la respuesta de la polic¨ªa. Que, en vez de preocuparme por las mujeres muertas, m¨¢s me val¨ªa cuidar de mis hijas vivas. Fue una amenaza de lo m¨¢s directo. Y luego -tal como funciona el viejo sistema mexicano- se puso un poco m¨¢s amable y me pregunt¨® si no pod¨ªa haber alguna forma de que desconvoc¨¢ramos la manifestaci¨®n. ?Estaba intentando comprarme! Pens¨¦ que aquel hombre no ten¨ªa ninguna verg¨¹enza. Pero le contest¨¦ que s¨ª hab¨ªa una soluci¨®n: que si encontraba a cinco de las desaparecidas antes de la v¨ªspera de la marcha, har¨ªamos lo que ¨¦l ped¨ªa. Despu¨¦s dije: 'Con permiso', me di la vuelta y me fui. A partir de ah¨ª, el hostigamiento se volvi¨® mucho m¨¢s terrible".
Empezaron a aparecer coches sin matr¨ªculas que aparcaban delante de su casa y les grababan en v¨ªdeo a ella y a su familia; la segu¨ªan constantemente cuando sal¨ªa con su coche; recib¨ªa amenazas cada vez m¨¢s intensas, como la vez que le dijeron que los asesinos de Alejandra andaban detr¨¢s de ella, que eran personas sanguinarias que le cortar¨ªan trozos del cuerpo y secuestrar¨ªan a sus hijas (tiene dos, ambas mayores) y se las devolver¨ªan en pedazos.
"Entonces, el 23 de octubre del a?o pasado, despu¨¦s de una persecuci¨®n por la ciudad, un coche me bloque¨®, y el conductor sali¨® y me dijo que, si no cerraba la boca, iban a asesinarme, pero antes matar¨ªan a los miembros m¨¢s j¨®venes de mi familia, es decir, mis dos nietas".
?Qui¨¦nes eran? ?Qui¨¦n era el hombre que la amenaz¨®? "Estoy segura de que eran de la polic¨ªa. Les di una descripci¨®n detallada del hombre, pero, por supuesto, nunca realizaron ninguna investigaci¨®n".
El ¨²nico rayo de luz en esta historia, el ¨²nico indicio de que los cambios pol¨ªticos en el pa¨ªs quiz¨¢ puedan tener, alg¨²n d¨ªa, repercusiones en la forma de administrar la justicia, fue la reacci¨®n del Gobierno federal, cuyo procurador se apresur¨® a asignar dos guardaespaldas a Ortiz. Desde entonces, las presiones han disminuido. Hoy ya no cuenta m¨¢s que con uno, un joven que la sigue a todas partes y tiene siempre una enorme pistola en la parte trasera de sus pantalones.
Tambi¨¦n han recibido amenazas de muerte otras mujeres de las dem¨¢s organizaciones que piden justicia para las muertas de Ju¨¢rez, tal como escribe el periodista mexicano Sergio Gonz¨¢lez en un excelente libro sobre los asesinatos titulado Huesos en el desierto. El propio Gonz¨¢lez, que ha implicado a la polic¨ªa y a los narcotraficantes en las muertes, las ha sufrido. Le han seguido en coche hombres de aspecto siniestro, le han amenazado a la cara en dos ocasiones y, una vez, recibi¨® una gran paliza.
Le pregunto a Marisela Ortiz por qu¨¦ contin¨²a con su campa?a en una situaci¨®n tan imposible y peligrosa. ?No piensa a veces en dejarlo todo? "No, aunque tengo mis momentos de debilidad, sobre todo cuando pienso en mi familia", contesta. "Pero ahora est¨¢n conmigo en esto y pienso seguir adelante. Algunas madres me han preguntado si continuar¨¦ cuando se encuentre a los asesinos de Alejandra, y he contestado que s¨ª. Norma piensa como yo. Esta lucha nuestra golpea en el coraz¨®n del mayor problema en Ju¨¢rez, y creo que en todo M¨¦xico. La lucha por el Estado de derecho".
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